Alfonso González Jerez

Totus tuits

Aseguran que Benedicto XVI – y su tropelía de asesores y tiracasullas, entre los cuales no esta José Carlos Mauricio porque no quiere – encontró dificultades en hallar un nombre para su nueva cuenta en twitter, porque los impostores ya los habían pillado todos. Su Benedicticidad encontró la solución recurriendo a tomarse muy en serio, algo que a humoristas y vacilonistas nunca se les hubiera ocurrido, y así encontró @pontifex, que a pesar de los arrumacos de la curia, que explican que en latín significa “constructor de puentes”, es una expresión que apunta directamente al título de Pontifex Maximus, la máxima jerarquía religiosa en la antigua Roma. Cientos de miles de personas esperaron hoy el primer tuit del Papa que llegó puntualmente al mediodía: “Me uno a vosotros con alegría por medio de Twitter”. Algunos quedaron ligeramente defraudados, como si hubieran estado esperando un resumen en 144 caracteres de la Summa Teológica, la prueba definitiva de la existencia de Dios o la opinión papal sobre las orgías sexuales de Berlusconi o las orgías financieras de Monti.

El Papa no va a decir absolutamente nada en twitter. En realidad el Papa no está ni estará en twitter. El Vaticano ha explicado que el Papa no seguirá a nadie, aunque admite generosamente que lo siga todo el mundo. El principal fundamento y atractivo de esta red social – posibilitar una conversación potencialmente abierta a todos los usuarios —  resulta incongruente con la naturaleza de la Iglesia Católica en particular y de cualquier iglesia en general. ¿Una conversación abierta? ¿Preguntas, bromas, ironías, cuestionamiento, crítica y el Papa ahí, en pelota dialéctica y a la vista de todos, desde la Señorita Puri hasta Fernando Ríos Rull?  Por el amor de Dios. Es impensable. Por lo tanto, el Santo Padre no sigue a nadie. A nadie tiene que escuchar. Todo ese incesante y cacofónica corriente de memeces atrabilarias, observaciones inteligentes, ingenio charcutero, curiosidad chismosa y talento sintético le resulta indiferente. En realidad es una cuestión de marca. La marca del Papa de la Iglesia Católica debe estar, como la de cualquier empresa, presente, aunque reducida a su mínima expresión, en las redes sociales que abarcan todo el planeta. El chispazo entre las supersticiones religiosas y las nuevas tecnologías añaden un plus de estupefacta fascinación. Sin embargo, se lo tiene que currar. Apenas ha conseguido 800.000 seguidores. El Dalai Lama cuenta ya con más de cinco millones. Pero tampoco sigue a nadie. Ni al Papa. Son muy suyos. Son lo que siempre han sido, a caballo, en carroza, en silla gestatoria o en twitter.

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La espoleta

Me repugnan profundamente los gritos de alegría y las expresiones de mofa y satisfacción que pueden encontrarse en múltiples foros y publicaciones electrónicas por el agravamiento de la salud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Es vomitivo. Chávez  ha sido al mismo tiempo el creador y el emblema de un régimen político cada vez más autoritario, venal y obsesionado por el control social. Chávez es, sin duda, el máximo responsable de una política económica demencial que le saldrá carísima a los venezolanos de las próximas generaciones. Pero ha ganado democráticamente cuatro elecciones presidenciales y ha demostrado que no le excita el olor de la sangre ni le entusiasma la tortura policial. Los que se alegran por la muerte de Hugo Chávez, además de exhibir una catadura moral francamente desagradable,  parece no reparar en que supondrá un terrible factor de desestabilización que puede llegar a incendiar una guerra civil en toda la República.

Después de resistirse a la realidad de su desmoronamiento físico (y de mentir bellacamente a los electores sobre su muy maltrecho estado de salud) Chávez tomó la decisión de designar vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores a Nicolás Maduro, y el pasado sábado urgió a sus partidarios a que lo aceptaran no como su sucesor, sino como su sustituto. Ni Diosdado Cabello – ex militar y antiguo compañero de asonada sobre el que pesan sombras de corrupción particularmente pestilentes – ni Elías Jaua – una suerte de Robespierre con faldas de Marta Harnecker al que se le coloca en el sector más izquierdista del PSUV. Maduro, que se curtió en el sindicalismo y es un civil chavista de primera hora, mantiene relaciones correctas con todos los sectores y familias del régimen, y no es imposible que haya ganado esta primogenitura gracias a apoyos y presiones  de las mismas frente a Cabello y su particular cuadrilla. Pero aunque puedan recibirse los cargos y magistraturas, no puede heredarse ni la autoridad política ni el carisma popular. Los partidarios del chavismo quizás estén convencidos de que el difuso, confuso y asilvestrado proyecto de socialismo del siglo XXI puede mantener la unidad gracias a la ideología, pero una compleja coalición de facto como es el régimen venezolano solo se ha mantenido unida por el hiperliderazgo de un presidente que ahora, de un momento a otro, puede morir.

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Cubillo

Antonio Cubillo jamás entendió Canarias. Pero nunca se preocupó por ello. Le bastaba la Canarias que imaginaba y que no era otra cosa que un término adjetivo de su propia personalidad.  Falsificó una patria –como tantos otros –para poder convertirse en un patriota. La patria canaria – más guanchinesca que guanche – era el galvanizador de un ególatra convicto y casi confeso, porque casi es una confesión psicoanalítica contar en sus delirantes memorias que, no solo en materia independentista, lo había inventado todo, incluso la rueda. Lo curioso es que durante cerca de veinte años llevó una vida realmente aventurera y conoció a líderes revolucionarios y seudorevolucionarios de media África y llegó a tomar café con el Che Guevara, quien endureció la expresión cuando le dijo que luchaba por la independencia de Canarias. Pero ese fabuloso tránsito que llevó a un mediocre y parlanchín abogado al cruce de caminos de las independencias africanas, a despachos ministeriales y a las oficinas de la UEA nunca le fue suficiente. En esa época de procesos emancipatorios y exaltaciones políticas, en la que pululaban voluntarios, espías, iluminados, déspotas en agraz y oportunistas hambrones, desde principios de los sesenta a mediados de los setenta,  cualquiera que se presentara con un supuesto proyecto anticolonialista bajo el sobaco tenía una oportunidad para recibir simpatías, un pasaporte y hasta un currito de supervivencia. Cubillo, astuto y esquinero, aprovechó la oportunidad. Pero solo aprendió a barloventear felizmente por las burocracias del régimen revolucionario argelino, muy pronto petrificado y militarizado. De política, economía o historia, en cambio, no aprendió nada.

Y es que lo sabía todo. Sabía que, salvo en matices insignificantes, Canarias era como Argel, Mauritania o Túnez: colonias de metrópolis que se enriquecían con la explotación feroz de sus recursos naturales. Así que se limitó a aplicar el mismo rasero, la misma fórmula, el mismo diagnóstico. E inevitablemente terminó por acuñar un independentismo racista y una fantasía política basada en un régimen corporativista pero con moneda propia. Al final, tras un atentado criminal y reiteradas escisiones y excomuniones en sus minúsculos partidos,  derivó en un icono inofensivo, pintoresco y televisable, no de los independentistas, sino de la clase política gobernante y de los medios de comunicación.

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Regresar al reformismo (y 2)

El libro que estimuló estos dos últimos artículos (La crisis de la socialdemocracia, ¿qué crisis?, de Ignacio Urquizu) es fundamental y un tanto crípticamente optimista. Para el profesor Urquizu la socialdemocracia, en sentido estricto, no está en crisis: tiene por delante “una hoja de ruta con retos, objetivos y soluciones”. Sin embargo, simultáneamente, Urquizu afirma algo mucho más grave: “No es la socialdemocracia la que está en crisis, sino la democracia”. Es decir, el vaciamiento de poder de las instituciones representativas, la desdemocratización de facto de los sistemas parlamentarios, con la característica distintiva, en la Unión Europea, de un cesión cada vez más amplia de soberanía hacia instituciones supranacionales cuyo control democrático por los ciudadanos se antoja, al menos, discutible. Pues bien, es difícil diagnosticar una crisis sistémica de las instituciones democráticas y afirmar paralelamente que el reformismo socialdemócrata está como un pimpollo y solo tiene que ponerse a trabajar –y ganar elecciones – para recuperar la fuerza y resplandor de antaño. No, la situación es otra. La quiebra de la socialdemocracia, la momificación de sus estrategias, la erosión de su discurso, la pérdida de su credibilidad, hunden sus raíces  en la crisis de la democracia representativa tanto –al menos –como en la evolución del capitalismo en los últimos treinta años, procesos ambos peligrosamente relacionados. Y sobre todo, en la incapacidad de la socialdemocracia para afrontar esta deriva, ante la que apenas ha rechistado. Al contrario: se ha adaptado a la misma y en ocasiones, incluso, la ha legitimado suicidamente.

Del libro del profesor Urquizu – como de otros análisis recientes, como Más democracia, menos liberalismo, de Ignacio Sánchez-Cuenca – se desprende una falta de urgencia que quizás esté justificada por su pulcro carácter académico. Pero desde un punto de vista político y social la situación actual es de una urgencia angustiosa. La rapidez con la que se está transformando el modelo social,  cabalgando sobre la crisis fiscal originada por los problemas de la deuda pública y privada, es relampagueante. Y la actitud de la socialdemocracia ha devenido, en el mejor de los casos, puro resistencialismo, como el que practica mal que bien el presidente Hollande en Francia. En el resto de las izquierdas prima un reverdecimiento de la retórica maximalista y el ofrecimiento de medidas y propuestas tan lúcidas, delicadas y eficaces como las del doctor Frankenstein en su mesa de operaciones. Es una situación desesperante, entre una socialdemocracia que ha abandonado el reformismo y unas izquierdas – en España perfectamente representada por IU – para la que todo reformismo es una genuflexión lacayuna y se entretiene soñando y coreando cambiarlo todo de arriba abajo. Ese todo ambigüo y oprobioso que los mejor informados llaman “el régimen”. El sindicalista Diego Cañamero visita Tenerife y grita a amigos y simpatizantes: “¡Viva la clase obrera!” y todo es un fragor de aplausos entusiastas. Nadie considera de interés preguntarle qué es la clase obrera. Yo mismo estaría dispuesto a sumarme al grito si me lo aclararan previamente. El desempleo abrumador, la miseria creciente, la dinamitación del Estado de Bienestar, la impunidad de la oligarquía bancaria, la conculcación de derechos constitucionales son evidencias cotidianas. La fraseología de la clase obrera, en cambio, funciona únicamente como un código de identificación emocional.

Y el único sendero factible está, precisamente, en el reformismo político y social sobre la que la socialdemocracia partidista no piensa y las izquierdas (comunistas, ecosocialistas, feministas, anarquistas) no quieren pensar. Es más: izquierdas y derechas (conservadores o liberales) coinciden alarmantemente en entonar el responso a la socialdemocracia, cargado de un desprecio caricatural. Y eso ocurre, exactamente, cuando la única estrategia para que las sociedades democráticas europeas no sean brutalmente transformadas en contra de los intereses de la mayoría ciudadana  es la construcción de un compromiso histórico entre la socialdemocracia y las izquierdas comunistas y ecosocialistas que debe tener su primer escenario de acción en la Unión Europea. El compromiso histórico fue el frustrado intento de llegar, allá por los años setenta, a un acuerdo básico de reforma política e institucional entre el PCI y los sectores menos corruptos y más reformistas de la Democracia Cristiana italiana. El proyecto terminó desangrado en el maletero de un coche: el asesinato de Aldo Moro. Ese compromiso histórico le urge a la izquierda si no quiere limitarse a ser (unos y otros) elementos decorativos en los sistemas parlamentarios. En una situación de emergencia excepcional resulta imperativo articular propuestas y alianzas excepcionales.

Antonio Gramsci elaboró un concepto de praxis política todavía útil: el concepto de hegemonía. No se trata de disolver las identidades político-ideológicas de las izquierdas de principios del siglo XXI en el enésimo frentismo electoral. Se trata de sumar esfuerzos alrededor de un programa que asuma como propio los objetivos y reivindicaciones sociales de carácter progresista procedentes de todos los sectores de la sociedad, priorizando especialmente el fin de una democracia intervenida y la reconstrucción del Estado de Bienestar. Uno de los primeros deberes de supervivencia y eficiencia de un partido o movimiento de izquierdas es diagnosticar y metabolizar críticamente la realidad, y el 15-M es un recordatorio pertinente en un aspecto concreto: obtuvo su potencia y su capacidad de proyección  por su perfil transversal e inclusivo y por el uso de un lenguaje político liberado del eslogan babieca.

Si no es así, si no se toma resueltamente, desde una unidad estratégica de la izquierda, en Europa y en España, el sendero de la reforma, orillando el pancismo socioliberal y el revolucionarismo marxistoide, apoyando y apoyándose en sindicatos, plataformas y comités ciudadanos, el porvenir será muy oscuro y la partida estará definitivamente perdida.

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Desahucios: inmoralidad y estupidez económica

 

Si uno decide entusiasmarse con la reunión que el próximo lunes mantendrán técnicos (sic) del PP y el PSOE para llegar a un acuerdo de reforma de la vigente Ley Hipotecaria, solo alcanza a llegar al escepticismo. Si no decides entusiasmarte, probablemente, terminarás profiriendo insultos. Los partidos políticos españoles deben cerca de 150 millones de euros a bancos y cajas de ahorro, y más de las dos terceras partes de esa deuda la acumulan el Partido Popular y el PSOE. “Con los bancos”, le dijo José Blanco a Miguel Sebastián en una ocasión, “la paciencia del Gobierno debe ser infinita”, y en ese hermoso mandato solo puede entenderse desde la implícita convicción de que la paciencia de los bancos con los partidos puede no serla. Respecto a los gobiernos (falsamente liberales o falsamente socialdemócratas) cabe sospechar fundadamente lo mismo. En los últimos años se han impulsado procesos de fusión, rescatado cajas y propiciado enjuagues crediticios por razones básicamente políticas y no económicas. Respecto a los bancos españoles, son los principales poseedores de títulos de duda pública nacional, una parte sustancial de la cual compraron gracias al dinero a muy bajo interés que propició la barra libre (temporal) del Banco Central Europeo. El inmundo cochambamiento entre las élites políticas y las élites financieras característico del país no ayuda a vislumbrar que canovistas y sagastianos (perdón, populares y socialistas) le toquen un solo pelo a la banca en cualquier modificación legal próxima. Cualquier estornudo parlamentario demasiado estruendoso sería considerado un acto criminal por los principales bancos españoles. Cualquier fórmula que pase por una tibia invitación a la autorregulación en esta materia por parte de las entidades bancarias está condenada a una condición meramente ornamental de nula eficacia, como se ha demostrado en los últimos dos años.

Los grandes bancos están dispuestos a admitir graciosamente recomendaciones y sugerencias, pero en ningún caso a tolerar disposiciones o reformas legales que impongan nuevos procedimientos o mejoren las condiciones de los contratantes de una hipoteca. No les molestó en absoluto la patujada del Gobierno de Rodríguez Zapatero con los créditos ICO para aplazar pagos hipotecarios  o el código de buenas prácticas que les ofreció, como una flor en el ojal, el ministro de Economía Luís de Guindos. Ninguna de estas estratagemas ha conseguido resolver desde la primavera de 2011 ni un 3% de los casos de impago hipotecario que crecen selváticamente en España.

El endeudamiento de las familias ha devenido uno de los principales problemas de la economía española y ese endeudamiento se ha dedicado, mayoritariamente, a la compra de vivienda. En el año 2000 ese endeudamiento específico suponía el 29% del PIB pero, apenas una década más tarde, llegaba al 65% del Producto Interior Bruto. Fueron casi diez años de una política crediticia enloquecida que forma parte del proceso de financiarización de la economía española y mundial. Por supuesto que cabe aquí abrir un precioso debate moral sobre las responsabilidades de los que firmaron hipotecas amplias y ampliables con una cuota muy elevada y un periodo de liquidación de un cuarto de siglo. Sin embargo, y sin negar las responsabilidades morales de nadie, quizás sea pertinente señalar que las necesidades de expansión del sistema económico y financiero fueron los que articularon una oferta crediticia formidable como motor de crecimiento del sector inmobiliario. Los ciudadanos no exigieron unos créditos hipotecarios abundantes y supuestamente generosos: fue el mercado bancario el que creó una oferta que parecía no tener límites. En todo caso el debate sobre las responsabilidades morales tiene, ahora mismo, un interés muy limitado. Varios cientos de miles de personas han perdido su domicilio y la pérdida de vivienda es un paso definitivo, en la inmensa mayoría de las ocasiones, hacia la exclusión social. En términos económicos  — si se quiere prescindir de consideraciones éticas – un país no puede soportar una situación similar. Muchos han puesto en duda la relación causal entre suicidios y desalojos judiciales en España, por ejemplo. Y sus razones son atendibles: las estadísticas no demuestran, de manera fiable, una relación causal entre crecimiento de los desahucios y aumento de los suicidios. Pero cuando una ciudadana, como ocurrió recientemente en Barakaldo, se arroja desde la ventana de su vivienda y muere reventada sobre la acera diez minutos antes de llegar la comitiva judicial no creo que pueda ni deba hacerse demasiada sociología recreativa. Cualquier persona desempleada o subempleada que pierde su vivienda sufre un golpe económico, social y emocional aterrador y objetivamente justificado. Que la gente que pierda su domicilio no se esté suicidando en masa no puede obliterar el sufrimiento social que acumulan los desahucios día a día.

En el primer trimestre de 2012, en España se han producido 517 desalojos judiciales de media. En Canarias, en total, fueron 2.193 en ese periodo y unos 47.000 en toda España. En los tres meses siguientes el ritmo se aceleró y se llegó a 100.000 desalojos judiciales y a una media de 532 por día. Por supuesto, no todos estos casos corresponden a viviendas particulares: solo el 65% de los mismos. Es decir, unos 65.000 propietarios, en los primeros seis meses de 2012, se quedaron legalmente sin su vivienda habitual, aunque una parte considerable la sigue habitando mientras se sustancian los procesos judiciales o se lleva a acuerdos con entidades bancarias. Se trata, socialmente, de una catástrofe que no tiene parangón en el resto de la Unión Europea.  La única fuerza organizada que ha combatido esta infernal situación de manera activa y relativamente exitosa ha sido la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La PAH ha conseguido detener varios centenares de desahucios, encontrar viviendas sociales a los afectados y culminar positivamente muchas negociaciones de dación en pago. Desde hace varios meses pide la firma – ya cuenta con más de 360.000 rúbricas –para presentar en las Cortes una iniciativa legislativa popular, centrada en la modificación de varios artículos de la ley de Enjuiciamiento Civil para regular la dación en pago con efectos retroactivos, establecer una moratoria de los desahucios y reconvertir temporalmente las hipotecas en alquileres sociales bajo ciertas condiciones.

No es la única propuesta que merece atención. El notario y profesor universitario Rodrigo Tena Arregui ha insistido en que una regulación inteligente de la dación en pago se solventaría, simplemente, con la modificación de la ley concursal. “Tras un procedimiento concursal breve”, apunta Tena Arregui, “el deudor (cualquier deudor, no sólo el hipotecario) que no tiene bienes suficientes para pagar y que no ha incurrido en fraude, para lo cual se fijan las debidas garantías, se le libera de las deudas pendientes”. Este mecanismo regulador funciona en la legislación concursal de Estados Unidos y los principales países europeos (Alemania, Italia, Francia, Reino Unido, Austria, Suecia). En Estados Unidos, meca terrible del capitalismo salvaje, se denomina fresh starts, y el curioso puede consultar en Internet un espléndido estudio que le dedica la jurista Matilde Cuena Casas: “Una vez ejecutado el patrimonio embargable del deudor, el pasivo restante queda exonerado por efecto del fallo judicial y sin consentimiento del acreedor. Aunque el deudor obtenga en el futuro nuevos ingresos, éstos no podrán ser utilizados para el pago de deudas anteriores a la declaración de concurso. De ahí que se denomine “fresh start”, puesto que el deudor puede “volver a empezar”, iniciar una nueva actividad empresarial o profesional con la tranquilidad de que los nuevos ingresos que genere podrán ser utilizados para generar mas actividad económica”. En el derecho concursal estadounidense el fresh start  no se entiende como una medida de gracia, sino casi como un instrumento de política económica cuyo objeto básico es “alcanzar la eficiencia económica en la asignación de los riesgos de pérdida relacionada con la falta de pago”. Resolver la catástrofe hipotecaria que afecta a cientos de miles de personas en España y en Canarias no es únicamente un problema ético, sino también un problema de eficiencia de recursos económicos y, en todo caso, depende de una voluntad política más urgente ahora que nunca.

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