Alfonso González Jerez

El Largo en La Laguna

Se las esperaba muy felices Luis Yeray Gutiérrez – ese alcalde sandunguero al que temen los fascistas, según el atinado y ecuánime juicio del monologuista Santiago Pérez – en las próximas elecciones municipales. Según sus oráculos el PSOE en La Laguna estaba a tres concejales de la mayoría absoluta, y justo esos tres ediles, así dictan los pronósticos, eran los que obtendría Unidas Podemos, que presentaban de nuevo a Rubens Ascanio, no por incombustible, sino por ignífugo. Yo creo que Ascanio le saldría más barato a La Laguna si le convocasen unas oposiciones unipersonales para ujier, cupletista o sota de espadas, pero allá ellos. Mientras tanto Coalición Canaria y el PP intentaban averiguar si sumaban, restaban, multiplicaban o dividían. Hasta que ayer se confirmó la noticia: Alberto Rodríguez, el hombre del que cuelga un Drago, se presenta al ayuntamiento lagunero sin dejar de aspirar a un escaño en el Parlamento de Canarias.

Rodríguez es, sin duda, perfectamente consciente de que sus probabilidades de alcanzar un escaño parlamentario por la lista regional son casi nulas. Se necesitan unos 70.000 votos para entrar en el reparto. Proyecto Drago ha nacido anteayer, su organización todavía está incompleta y carece de cualquier implantación municipal. En esas condiciones optar a un escaño, incluso, encabezando una lista insular, es bastante ilusorio. Pero el exsecretario de Organización de Podemos, con una notable astucia política, combina lo simbólico con lo práctico. Va por la lista regional para dejar clara la ambición de una apuesta que abarca toda Canarias y ha optado por La Laguna para conseguir un cargo público que le facilite una base organizativa y logística a corto plazo. Se rumorea que a ese respecto Rodríguez y sus compañeros realizaron dos encuestas en Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. En el segundo municipio los resultados demoscópicos fueron mejores que en el primero: la encuesta les concedía entre dos y tres concejales. Y obviamente se eligió La Laguna. Tres concejales significan un grupo municipal propio, una financiación pública, una mínima infraestructura para la fontanería del trabajo político. Por lo demás la candidatura “regional” proporciona publicidad a la candidatura local y viceversa. Por supuesto el anuncio de Alberto Rodríguez consiguió empalidecer ayer a la coalición Unidas Podemos. En su cuenta de Facebook Ascanio aseguró quejumbrosamente que había dado todas las facilidades para que en el “espacio de la izquierda” de La Laguna se insertaran los seguidores de Rodríguez, por no hablar del Largo mismo. Es una tontería y sobre todo una bobalicona mentira, costumbre moral a la que Ascanio se ha mostrado singularmente adicto. No le transmitieron nada digno de ser llamado una oferta a Proyecto Drago. Aunque, para ser precisos, desde el Drago de Rodríguez tampoco mostraron demasiado interés en los tejemanejes mercachifles de Si se Puede, Podemos e Izquierda Unida.

Luis Yeray Gutiérrez  observa, pues, que su socio inmediato y salvífico y complaciente puede ser enteramente devorado por los dragonitas. Todo se ha vuelto de repente viejo, frágil, cuarteado, inconvincente. Unidas Podemos y Etcétera entra en una fase agónica. Santiago Pérez es el meme de un personaje secundario de Cuéntame.    Así y todo se me antoja inimaginable que Rodríguez, en última instancia, no apoye la continuidad de Gutiérrez como alcalde. Pero el precio para los socialistas será muy elevado. Para empezar negociará con el PSOE a cara de perro un programa dragoniano. Para continuar le exigirá medio gobierno municipal. Y finalmente hará política y no solo gestión. Mucha política empapada en sentimientos, denuncias, indignación, empatía, un rollo chachi con la gente y para la gente colega. No le queda nada a Luis Yeray. Quizás sería mejor que se fuera y abriese una discoteca de salsa, merengue y bachata, que es lo suyo de verdad.  Fuera de La Laguna, naturalmente. 

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Sánchez Dragó y las palabras

Lo que le ocurría a Sánchez-Dragó es que solo le interesaban las palabras. No las ideas, ni los conceptos, ni las coherencias, ni los datos, ni los estilos, ni los devenires históricos, ni la crítica: solo las palabras. Tal vez por eso –por ejemplo –hablaba mejor que escribía. Lo suyo era un narcisismo verbal entusiasta, incansable, espídico, pétreamente seguro de sí mismo. Volviendo (siempre) al mamotreto de Gargoris y Habidis (una historia mágica de España) lo que evidencia es una pasión por la palabrería que se hacía pasar – a veces impostada, otras juguetonamente –por historiografía, por mitografía, por arqueología, por análisis político. No hay nada de eso. Solo una ciénaga de frases de la que brotaban flores reventonas de un casticismo expresivo a veces insufrible. Solo un inacabable centón de anécdotas, cuentos, historietas, dioses, autoridades, apólogos, supersticiones y símbolos convertidos en marionetas de mil y un titiriteros. Detrás de tanta frondosidad palabrera te encontrabas con el rabo pelado del viejo esencialismo nacionalista de raíz menendezpelayesca. España existía desde siempre y siempre existirá. España ya vibraba  en tiempos de los iberos y seguirá creándose a sí misma  después de que un agujero negro se trague a la Tierra.

Vivir alquilado en la habitación de las palabras – gracias a una familia con pasta, una carrera y los buenos amigos que conseguía rápidamente en cualquier parte – te permite prescindir de la miserable historia. Cuando Sánchez-Dragó entró en el PCE clandestino lo hizo, sobre todo, porque detestaba la vulgaridad de la dictadura franquista y especialmente porque era emocionante. Para él ser comunista consistió (brevemente) en utilizar algunas palabras y frases comunistas. Lo que quería no era transformar la sociedad, sino hacer lo que le daba la gana. Siempre se decidió por eso, y a veces esa santa voluntad era admirable y otras muchas abominable. Durante su juventud no tuvo mucha piedad ni consideración a la hora de vivir. Con nadie: ni con amigos, ni con compañeros, ni con mujeres, ni con las causas perdidas. Era un bruto con talento para discursear durante horas sobre todo lo que había leído y todo lo que no había leído. Después se remansó y se educó a sí mismo. Sospecho que le ocurrió cuando pudo comprobar que escribía, efectivamente, y escribía mucho, pero que nunca sería el gran escritor que se soñó desde niño. Y sinceramente ese extraño logro, metabolizar con tranquilidad, paz y cortesía que no sería Flaubert, ni Tolstoi ni Galdós, habla muy bien de la inteligencia y la madurez de Sánchez-Dragó. Muy pocas personas perdonan a los demás ni a sí mismo haber fracasado. Como a pesar de acumular volúmenes seguía sin tener una obra, decidió ser un personaje: no publicaría verdaderas novelas, sino falsas intimidades. Nunca escribió una buena novela, sus ensayos después de Gargoris y Habidis aburrían y como articulista actuaba como abriendo una espita verborreica y cerrándola bruscamente tres minutos más tarde. En dos subgéneros, sin embargo, brilló espléndidamente: la entrevista y la tertulia. Programas de televisión como Biblioteca Nacional o Negro sobre blanco consiguieron audiencias notables, intervenciones espléndidas, discusiones memorables de tres generaciones de escritores españoles. Al fin y a la postre una meritoria labor de divulgación sostenida, en diversas etapas, durante más de treinta años.

Entrevisté una vez a Sánchez-Dragó. Un dechado de respeto y amabilidad, sin pizca de afectación, que no se hacía pasar por nadie que no fuera él mismo, es decir, ese personaje jinete impar de su libertad y su testosterona. Por entonces, mediados los noventa, estaba muy cabreado con el aborto y me espetó: “El ministro de Justicia es un asesino”. Convertí la frase en el titular de la entrevista. Mi director entonces, Jorge Bethencourt, me advirtió que iba a arrancarme la cabeza. Sánchez Dragó me llamó esa misma tarde al periódico. “Vaya por dios. Qué huevos tienes. ¿Pasará algo?”. Me encogí de hombros  y suspiré. “Bueno, solo son palabras. Las nuestras. Solo palabras. Estos imbéciles nunca lo entienden”. Él sí. Solo palabras. Él lo entendía perfectamente.

 

 

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El fin de Ciudadanos

Ayer, creo que fue ayer, me enteré de que Ciudadanos había nombrado a una señora como candidata a la alcaldía de La Laguna, lo que se me antoja que linda con lo portentoso. Es como si mandasen a un velociraptor a un concurso de cochinos negros. O a un zombi a participar en una maratón. No sé si Ciudadanos agoniza en Madrid, pero hace mucho tiempo hiede a cadaverina en Canarias. Lo que en la Península algunos pueden entender como una tragedia, aquí es imposible no vivirlo como una farsa.

Porque eso es lo que desde siempre fue Ciudadanos en Canarias. Una vaga caricatura del proyecto reformista liberalmente socialdemócrata o socialdemócratamente liberal – en un principio – que partió de la excepcionalidad catalana y quiso transformarse en una opción transformadora en toda España. A Ciudadanos no le era necesario un gran equipaje programático e ideológico en Madrid – o antes en Barcelona –. Le bastaba con denunciar explícita y básicamente tres cosas: el bipartidismo del PSOE y el PP bajo la bandera de la regeneración política, los nacionalismos periféricos, con particular énfasis en el catalán y el vasco, que socialistas y conservadores empleaban para  crear mayorías parlamentarias en su beneficio a cambio de privilegios económicos y fiscales, y la carencia de reformas modernizadoras en ámbitos como la enseñanza, la legislación fiscal o el sistema de financiación autonómica. La evolución de Ciudadanos y su caída en la insignificancia es conocida: Albert Rivera soñó alguna vez con el sorprasso al PP pero luego se empecinó en servirle de apoyo ortopédico en toda España. Cuando se decidió por la huida sus votantes catalanes – que habían convertido a Ciutadans en primer a fuerza del Parlament – se quedaron estupefactos al ver a Inés Arrimadas volar a Madrid para ungirse como lideresa. Desde entonces ese vago perfume de indecisión y oportunismo que reinaba en la organización se agrió día a día y hoy es un hedor  insoportable de chalaneo entre cómico y vomitivo.

Ciudadanos no tuvo jamás un proyecto para Canarias, entre otros motivos, porque sus dirigentes en las islas carecían de capacidad para diseñarlo y de autoridad para imponerlo. Todo lo importante – y algunas cosas que no lo eran tanto – se decidían desde Madrid, como la candidata presidencial en las elecciones de 2019, Vidina Espino, una periodista de televisión que carecía de cualquier experiencia de gestión pública o privada. El ukase madrileño fue, en realidad, el detonante de una primera implosión de Ciudadanos, aunque tardó meses en materializarse. Los relativamente buenos resultados del partido de Albert Rivera en las autonómicas y locales de mayo de 2019 se debieron, casi exclusivamente, a la extrema debilidad del PP canario en esa coyuntura electoral.  La testarudez de la dirección madrileña en que los cargos electos se votasen a sí mismos para impedir gobiernos del PSOE no derivaba de su amor por el PSOE, sino de su odio africano por los socialistas de Pedro Sánchez. En todo caso no había una estrategia de alianzas definida, sino un conjunto de pretextos para pillar chacho en todas direcciones: Evelyn Alonso hacia CC, Matilde Zambudio hacia el PSOE, Teresita Berástegui hacia la Agrupación Socialista Gomera navegando en una viceconsejería que no siente ni padece, y la misma Vidina Espino, en la lista de los coalicioneros grancanarios, pero como independiente, vaya usted a saber exactamente de qué. También circula rumorosamente que don Ricardo Fernández de la Puente podría incorporarse a un hipotético Gobierno del Partido Popular. No sobra recordar que ya fue viceconsejero de Turismo con Paulino Rivero: uno de los poquísimos casos de figura política que pasó de trabajar en un gobierno nacionalista a figurar en las listas de Ciudadanos, una caja de bombones caducados, un club cuchillero de narcisos, ingenuos y arrebatacapas, un fraude en la política isleña que ya duró demasiado tiempo. 

 

 

 

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Simplificaciones letales

Imágenes de la autopista del Sur en Tenerife. Colas kilométricas ayer, al comienzo de vacaciones de Semana Santa. Pero también se producen atascos, por ejemplo, en la carretera de acceso al pueblo de Masca. Los que tocan con cierta furia las bocinas de sus vehículos son peninsulares y extranjeros, pero también canarios. Las grandes inversiones en nuevas instalaciones turísticas generan protestas –generalmente minoritarias, pero retomadas por partidos políticos parlamentarios y proyectadas por los medios de comunicación – en Tenerife y en Fuerteventura, pero también en La Palma y La Gomera. La turismofobia tal vez no sea popular, pero es acogida cada vez con más simpatía por los isleños. Es un estadio curioso: “Yo sé que el turismo nos da de comer y que no dejen de venir turistas, pero estos pibes y pibas que protestan tienen razón, muy bien por ellos, ya está bien”.  Nuestra esquizofrenia tranquila, tradicional, entre mosqueada y resignada. Parece que hemos llegado a una situación insoportable y pronto no podremos avanzar un paso –algo así como la Humanidad de la  película distópica Cuando el destino nos alcance —  sin pisotear a alguien o ser pisoteado. El origen de esta percepción de asfixia y acorralamiento – que por supuesto tiene una base fáctica, pero que es una y otra vez presentada como una coyuntura preapocalíptica – se enlaza con la extensión del turismo en las islas con su secuela de cemento, hormigón, gentrificación, alza del coste de la vida y  y concentración demográfica — en todo el imaginario popular. Una vida cada vez más cara, más difícil y más ingrata termina por la estigmatización del turismo en ese imaginario atormentado. No es algo nuevo. El turismo siempre ha sido esperanza y amenaza, pasado y futuro, una fuerza ante la cual se reivindica una identidad territorial y cultural que al mismo tiempo se ofrece como objeto de consumo, tal y como intentó enseñarnos Fernando Estévez.

Y, sin embargo, Canarias ha perdido camas en los establecimientos hoteleros y extrahoteleros entre 2015 y 2022, y solo una parte de dicha pérdida –sustancial, pero no mayoritaria – tiene que ver con los efectos de la pandemia o la pospandemia en 2020 y 2021. En los últimos siete años han cerrado 685 establecimientos (hoteles, apartamentos y apartahoteles, hostales y pensiones) y unas 68.200 camas. Más de la mitad de las camas hoteleras y parahoteleras perdidas corresponden a la isla de Gran Canaria. ¿Cómo es posible entonces que aumente el número de turistas y la ocupación se incremente hasta el 95% en  los sures isleños? Por supuesto, la sobreexplotación es una razón pero, sobre todo, esta saturación se explica porque la mayor parte de las camas las ha perdido el sector turístico, pero no han desaparecido. Han pasado al alquiler residencial y al vacacional. Como operan legal y fiscalmente en la sombra es imposible calcular porcentajes, reflexionar sobre cifras precisas, trazar una radiografía plenamente fiable. Pero son muchos miles las camas de alquiler vacacional en todas las islas, incluidas las llamadas menores. En un territorio como La Gomera, por supuesto,  son mayoritarias, y no han dejado de incrementarse en la última década. En una localidad tan modesta como Tamaduste, en El Hierro – un lugar que amo y al que nunca volveré – puede encontrar el interesado una decena de establecimientos de alquiler vacacional. Estos negocios ni informan a la policía de la llegada de huéspedes, ni pagan impuestos, ni en el caso de contratar a trabajadores para el mantenimiento de las casas o las habitaciones, se les asegura según las condiciones del convenio colectivo turístico. Mientras los grandes hoteles (lujo y superlujo) han visto disminuir sus márgenes de beneficio una oferta ni profesional ni socialmente responsable no ha parado de crecer.

Cualquier simplificación a la hora de relacionar industria turística, superpoblación, nuevas formas de pobreza y exclusión social y degradación medioambiental es peligrosa. Superemos las fantasías de prosperidad ilimitada y las obsesiones ideológicas de control irrestricto. Nos urge que se abra un debate realista –basado en los datos y no en los sentimientos — para un futuro habitable en un país digno de ser amado.

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Yolandizar

Yo ni siquiera voy a discutir que pudiera ser cosa de la edad. No cabe descartarlo. Uno ha visto tantas veces este numerito, esta coreografía que empieza como una fiesta de instituto y termina como holocausto caníbal. Pero a un servidor toda esta gigantesca martingala montada alrededor de Yolanda Díaz (y por la propia Yolanda Díaz) se le antoja un ejercicio plenamente marketinero, es decir, básicamente farsesco. Es una convocatoria –para decirlo en puridad – antipodemita, oportunista y vacua. Llega esta señora y te dice, henchida de emoción: “Quiero ser la primea presidenta del Gobierno de España”. Entiendo que le afecte mucho, por supuesto pero, ¿a mí qué diablos me importa? Supuestamente la emotividad colectiva de este anhelo está enraizado en el significado de quien lo anuncia. ¿Qué significa política e ideológicamente Yolanda Díaz? Una excomunista socialdemocratizada, al igual que la socialdemocracia del PSOE ha optado por el populismo despepitado e irresponsable. Díaz podía militar en el PSOE perfectamente mañana mismo. Subir tres veces el salario mínimo interprofesional está bien – con sus luces y sus sombras — pero no es ningún cambio (o comienzo de cambio) estructural en este país. Lo es más, por ejemplo, acertar en el diseño de una política de becas y que se articulen los programas estatales con las becas de comunidades autónomas y de entes locales. Pero eso no forma parte del negociado de Díaz, por supuesto, y calla, como calla cuando el ingreso mínimo vital solo llega al 27% de los hogares donde se necesita dos años después de su creación. Pero da igual.

Se trata de una operación política tan obvia y compleja como un botijo y que tiene en el PSOE de Pedro Sánchez un cómplice necesario. Una parte sustancial de los socios de Podemos están hartos del verticalismo de Ioane Belarra y sus conmilitones y de la ceñuda  tutela de Pablo Iglesias, que dejó el Gobierno, en un gesto de suprema banalidad, porque lo que le gusta es dictar cátedra jenízara en sus programas televisivos, gruñir en la cadena SER y ejercer de sumo sacerdote sin marcharse las manos con las contradicciones y decepciones de la gestión pública. Esos lujos tienen su precio. Y el mayor precio es haber dejado inerme a su partido declarando a Yolanda Díaz como su sucesora como figura central de Unidas Podemos en el Ejecutivo. Al pequeño y ensoberbecido intelectual que es Iglesias no se le pasó por la cabeza que la ministra de Trabajo tuviera unas ambiciones propias particularmente intensas. Debió fijarse en el rubio de bote, los labios rojo pasión, los trajes de nívea blancura, la sonrisa de mermelada y la vocecita atiplada de la vicepresidenta. Se estaba construyendo un personaje a toda velocidad: principista y negociadora, paciente e inflexible, empática pero prudente.  Para pasarles por encima.

De repente Podemos ha envejecido. Qué impresionante crónica morada la de la última década: desde denunciar la falsedad de la representación en el sistema parlamentario a comprobar atónitos que su coaligado (Izquierda Unida) te levante la que es obtenido con ese discurso deslegitimador. La creciente debilitación de las expectativas electorales de Podemos – y el hartazgo hacia el pablismo – ha alarmado a la izquierda madrileña y periférica: En Común Podem, Más País, Compromís et alii. El PSOE aplaude silenciosamente: su máxima aspiración es que Podemos termine admitiéndose como pieza en Sumar, confederación de partidos y plataformas y clubes yolandizadamente moderados que permita reeditar un Gobierno entre el PSOE y una izquierda reorganizada, más amable, más pactista, más doméstica, con los mismos apoyos de fuerzas independentistas catalanas y vascas. “Hoy empieza todo”, dijo Díaz ayer. Antes la izquierda creía en la Historia y sabía que nunca hay un momento donde empieza todo. Ni siquiera las ambiciones más humildes, sonrientes y descarnadas. 

 

 

 

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