Alfonso González Jerez

Rodin o Rodri

El proyecto del Museo Rodin en Santa Cruz de Tenerife impulsado por el ayuntamiento capitalino podría parecer inconveniente, inactual, superfluo, abiertamente rechazable. Un servidor cree sinceramente que algunos de sus objetivos eran rigurosamente criticables y participaban al mismo tiempo del entusiasmo político y del amateurismo en la gestión. Pero en solo tres meses lo que parecían críticas razonables (aunque no siempre bien razonadas) han dado paso a una entusiasta cacería donde se han coordinado oposición, sectores académicos y medios en los que se han encontrado amiguitos dispuestos a difundir que Rodin era un pollaboba anacrónico, lo de las copias un negocio apestoso, toda la operación un trasunto olalá de Las Teresitas. Mantener que la idea de instalar un Museo Rodin en Santa Cruz era mala resultaba lícito, pero justificar el rechazo con esta vomitona de estupidez, malignidad e ignorancia es un fracaso en sí mismo.

Y dentro de lo peor se encuentra, sin duda, la actitud de la oposición municipal. Una oposición que en el inefable caso de Ramón Trujillo – el cero a la izquierda más contrastado de la política tinerfeña – se abre con una advertencia a los medios de comunicación: si no difundes automáticamente mi denuncia eres un medio vendido al poder. Como el medio vendido al poder no le hace puñetero caso Trujillo facilita el nombre del mismo y le lanza encima un cazo de mierda. Aunque parezca increíble el medio de comunicación se molesta y decide pasar de las sandeces del concejal. La conclusión de UP es clara: vivimos en un fascismo bermudista. En general ha sido la tónica en este asunto: denunciar el ominoso silencio de los medios de comunicación locales que no suscriben de inmediato el examen de la oposición y aplaudir entusiásticamente una nota de 30 segundos en Tele 5 o un reportaje en El Español indiferente al contexto social y cultural de Santa Cruz de Tenerife en la actualidad y en las últimas tres décadas. Si no salimos con antorchas encendidas hacia el despacho del alcalde somos sospechosos. Durante esos treinta años no ha existido de facto una auténtica política cultural en Santa Cruz de Tenerife; curiosamente ahora, cuando desde el gobierno municipal se aboceta un proyecto en el que el Museo Rodin solo era uno de los ejes, la oposición, por desgracia, no presenta propuestas correctivas, no ofrece alternativas, no muestra ningún interés en consensuar absolutamente nada. Prefiere cacarear un escándalo, intentar rentabilizar electoralmente una indignación impostada. Ni el PSOE ni Unidas Podemos – esa UP que, por cierto, expulsó a Sí se Puede del ayuntamiento santacrucero porque esta ciudad sin Trujillo no puede respirar—cuentan con un proyecto cultural para Santa Cruz de Tenerife.

La dirección del Museo Rodin ha decidido desistir. Si no habrá un Museo Rodin en Tenerife no será por el gobierno municipal, sino porque egregias figuras opositoras han insinuado que esto era un caso de mamandurria; sinceramente me extraña que alguna portavoz no haya publicado su sospecha de que el tal Rodri era amigo del alcalde, tiene un bareto en la calle La Noria y falsifica piezas en un taller de chapa y pintura de Salud Alto. Uno espera, tal vez ilusamente, que en un lustro estén rehabilitados el Parque Cultural Viera y Clavijo, el Templo Masónico, el antiguo edificio de la Escuela de Artes y Oficios y el Palacio de Carta — proyectos todos materializados por el equipo de gobierno actual — y sea posible articular en esta excepcional red de espacios los contenidos de una política cultural que incluya el excepcional patrimonio escultórico con el que cuenta esta ciudad y que no olvide más a nuestro maltratado Museo Municipal de Bellas Artes, un tesoro casi desconocido para los chicharreros del que tanto el gobierno como la oposición deberían ocuparse. Ya mismo.   

 

 

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Pío Baroja

Uno debe tener cuidado con sus rescatadores. Sobre todo con los más piadosos: suelen ser los más crueles. Para arrancarte de las garras de los secuestradores están dispuestos a todo. Incluso a cambiar tu libertad por tus ojos o por una pierna. Los que rescatan a escritores de supuestos secuestradores ideológicos son gente definitivamente peligrosa, aunque ocurre en todas partes. Recuerdo a un amigo que insistía mucho en que Frank Capra era un tipo muy progresista, siempre al lado de las mayorías. Cuando le documenté que Cabra había militado toda su vida en el Partido Republicano me contestó, imperturbable, que los que se habían equivocado al fichar a Capra eran los republicanos. Capra estaba al lado de las mayorías de clase media, blancos y respetuosos no solo con las leyes, sino con los prejuicios vigentes, y en sus películas regía el curioso principio de que los ricachones sentían vergüenza al explotar a la clase obrera. Lo hacían, pero con muchísima vergüenza, y demás de vez en cuando, en sus películas, pedían perdón.

Ahora se han cumplido los 150 años del nacimiento de Pío Baroja y un escuadrón de letraheridos se ha lanzado a la enésima operación para higienizarlo ideológicamente. En algún que otro caso casi lo convierten en un antifranquista. Todo eso es una patochada. Baroja jamás fue de izquierdas. El único partido en el que quizás militó – en el que hizo campaña electoral para convertirse en concejal y diputado sin conseguirlo – fue el Republicano Radical y la verdad es que el lerroxismo (vocinglero, anticlerical, patriótico y muy poco reformista) le venía como anillo al dedo, al menos en la segunda década del siglo. Toda la biografía de juventud y madurez de Baroja está trufada de incoherencias: simpatías anarquistas, reformismo vacuo y mesiánico, curiosidad a veces un punto congratulatoria por las revoluciones comunistas y fascistas, aplausos a regímenes dictatoriales, incluyendo, obviamente, la dictadura franquista con toda su miseria y su brutalidad. En realidad no existió ningún compromiso político o moral en esas sucesivas coyunturas. Estaban signadas por la comodidad, la curiosidad o simplemente por el miedo y la desesperación. Baroja fue esencialmente  barojiano: un individualista feroz y pacífico, descreído y (sin embargo) hechizado por los hombres y las mujeres, por sus vidas erróneas y sus triunfos fugaces, por el peso melancólico de la Historia y por el placer inaudito de contar el cuento. Ni republicano, ni franquista, ni vasco militante ni españolista dramático. Déjenlo vivir. Déjenlo sobrevivirse.

Siempre me ha maravillado que un opinador incansable como Baroja – chismoso casi siempre ameno y que no sabía reprimir sus desprecios – consiguiera ser un espléndido novelista. La gente que se pasa el día opinando – créanme – no suelen interesarse demasiado por los alrededores. Intuyo que Baroja lo consiguió precisamente porque su confusa y escéptica identidad ideológica nunca se interpuso en su labor, que no era denunciar, ni criticar, ni poner en cuestión nada. Como las cosas no tienen arreglo lo único que queda es contarlas “con precisión y rapidez” como dice el mismo escritor. No le interesan ni los grandes hechos ni los grandes  hombres: más bien le repelen. La vida no tiene sentido interno, ni coherencia moral, ni mensaje encriptado. Es desorden, dolor y un caos vociferante e interminable. Y así la contó como la pudo ver. Decir lo que se debe decir es su mandato: un mandamiento que corrompe cualquier estilística. Por tanto a Baroja no le interesa demasiado escribir bien. Y no lo hizo.

Un escritor ahíto de convicciones,  pero que narra las existencias vulgares al margen de las mismas, que cuenta sin maquillaje ni consuelos la lucha por la vida, que cree menos en la Historia que en las historias de los hombres y que se negó a catequizar y a ser catequizado: al novelista Pío Baroja le queda por delante una larga inmortalidad.   

 

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Lo de Lula (y dos papas)

Así como hay gente que sigue en año nuevo un concierto que se celebra tradicionalmente en Viena  –la ciudad con el mejor café del mundo – otros no pusimos a seguir la toma de posesión de Lula da Silva como presidente del Brasil: el inicio de su tercer mandato cumplidos ya los 77 años. El discurso del nuevo y viejo presidente es, como propiamente suyo, histórico y jacarandoso. Proclama que su equipo y él –o viceversa –van a reconstruir el país. El periódico que uno leyó tantos años corre a buscar el titular políticamente correcto: “Un Brasil esperanzado da a Lula una nueva oportunidad”. Un Brasil esperanzado. Lo cierto es que Lula apenas consiguió dos puntos más que Bolsonaro en las urnas, poco más de dos millones de votos; el estrecho margen quizás se entiende mejor si se recuerda que los votos nulos supusieron unos cuatro millones de papeletas, casi el doble. El Brasil esperanzado del mencionado titular es, en el mejor de los casos, la mitad del país, ese 50,9% de los ciudadanos que votaron por Lula, de los cuales varios cientos de miles lo hicieron pensando en el mal menor: más vale Lula, aunque no me guste nada, que otro mandato más para Bolsonaro y sus horrores fascistoides. Para la otra mitad la jornada de ayer fue una amarga decepción, aunque tenían motivos para tranquilizarse. Porque Lula consiguió un tercer mandato, pero el Partido de los Trabajadores se llevó una paliza en las elecciones parlamentarias y a gobernadores, simultáneas a las presidenciales.

Cuando el flamante presidente afirma que reconstruirá el país simula olvidar que no cuenta con mayoría en el parlamento y que solo un puñado de los gobernadores son militantes del PT. Brasil es una república federal y, como tal, ha desarrollado una amplia descentralización política y administrativa. El nuevo gobierno federal – que para la inmensa mayoría de los brasileños es una instancia muy lejana respecto a su vida cotidiana – tendrá problemas formidables para llegar a consensos parlamentarios y articular alianzas con la mayoría de los gobernadores. En los años de Bolsonaro, sin duda oscuros pero con un respaldo ciudadano cada vez más amplio, no ha sido el PT el encargado de mantener una oposición de izquierda, sino movimientos sociales en distintos frentes, un foquismo incipiente en las grandes ciudades que reclama viviendas, sanidad, becas, transporte público, protección a los ecosistemas, subsidios. Son movimientos e iniciativas que desconfían del PT y de los viejos sindicatos  y que reclaman una verdadera democratización del país y una lucha contra la pobreza que conlleve cambios económicos y fiscales esenciales. Porque el PT – su corrupción, sus feroces disputas internas, su falta de rigor en la gestión, su indiscutible oligarquización — es uno de los responsables del florecimiento del bolsonarismo. Después de los logros del primer mandato de Lula el PT ha caído en un creciente descrédito.  Más allá de Lula de Silva, que acabará este mandato ya octagenario, no se aprecia en la lontananza ningún sustituto verosímil para el liderazgo supremo de la organización. Ahora mismo esa circunstancia es muy menor; a medida que avance el tercer mandato de Lula cobrará importancia y, sin duda, tensionará y mucho al PT.

Para mí es incomprensible que los grandes diarios españoles traten a sus lectores como imbéciles ofreciéndoles el relato colorista de un héroe del pueblo gracias al cual Brasil ahora está ilusionao. Al lado hay otra noticia aún más graciosa: “Dos papas convertidos en banderas de una guerra cultural en la Iglesia”. Te la lees y uno es un gran intelectual neotomista muy de derechas – ¿lo de gran intelectual tomista no es una contradictio in terminis?  — y otro es un aficionado al fútbol y al mate muy de izquierda. También el periodismo se ha convertido ya en Netflix.    

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La misma pesadilla

El rechazo inicial – pero repetido – sobre el proyecto      en Fuerteventura se planteaba por qué ahí. Porque en una zona rústica y en una ubicación que dista apenas 440 metros del Parque Natural de las Dunas de Corralejo y de la zona de especial protección para las aves (ZEPA). Luego se conoció el precio: 50 céntimos por metro cuadrado fue lo que le cobró RIU a Dreamland Estudios, cuyo administrador mercantil es  el señor José Antonio Newport. En la tierra de los sueños caben estudios de cine, museos, centro comercial, bares y restaurantes, aunque el núcleo de este horror será un parque temático, sobre qué tema se desconoce todavía. Una vez que  esté en pleno funcionamiento, el consumo de agua estará próximo a los 700.000 litros diarios, por no hablar de la energía eléctrica operativamente imprescindible. A finales de esta década los promotores – básicamente el grupo inmobiliario Newport – pretenden recibir anualmente medio millón de turistas. Porque, obviamente, esa es la clave. Los responsables del invento han utilizado más bien chocarreramente lo de “estudios de producción y posproducción de cine” como maquillaje para justificar la “declaración de interés insular” que pidieron y exigieron al muy minoritario presidente del Cabildo majorero, Sergio Lloret. Newport – que magnífico nombre para una novela criminal de Agatha Christie-  intenta vender que su proyecto significará una aportación relevante a la diversificación de la economía de Fuerteventura, pero es la misma cacharrería de siempre para captar el mayor número de turistas disponibles. Claro que siempre caben consuelos. Los señores de Dreamland piensan levantarle 50 euros a cada turista extranjero o peninsular en concepto de entrada, pero a nosotros, los indígenas, nos la dejaría generosamente a 37 euros.  

Dentro de cinco meses se celebrarán elecciones autonómicas y locales. Los partidos políticos no lo harán de motu propio, pero se debe introducir en la agenda electoral una aclaración terminante sobre los límites de crecimiento turístico, la búsqueda de la excelencia en el negocio y la dirección de estrategias bien definidas – y necesariamente transversales y en colaboración sistemática con la sociedad civil  — para poner las mejores condiciones y alicientes a una auténtica diversificación económica de Canarias. En realidad la siempre cacareada diversificación económica solo puede ser el producto, y no la condición general, de un conjunto de reformas políticas, administrativas, educativas y empresariales en Canarias. Las organizaciones políticas deben llegar a un compromiso explícito. ¿Se apoyan proyectos como Cuna del Alma en Adeje o Dreamland en Corralejo? ¿De veras que se permitirá destruir el barranco de Arguineguín y toda su belleza y biodiversidad por un proyecto técnicamente obsoleto, caro, riesgoso y puesto a disposición de una multinacional como el salto de Chira?  ¿O prefieren votar a favor o votar en contra en los ayuntamientos para que luego los máximos dirigentes de sus partidos guarden silencio o incluso digan lo contrario?

Ya no se trata de ecologismo, sino del más elemental sentido común medioambientalista, y de desterrar ya esas sórdidas intervenciones empresariales en el espacio público y su acre perfume corleonesco. Se trata, en el fondo, de  reclamar un comportamiento escrupulosamente democrático que atienda a los intereses generales y cumpla y haga cumplir la ley. Se trata, en definitiva, que un proyecto como Dreamland es una antigualla del pasado turístico más extractivo y resulta tan intolerable como un presidente del Cabildo que se niega a dimitir aunque solo cuente con el apoyo de un consejero y que tiene un rostro lo suficientemente marmóleo como para decir que con un equipo de gobierno compuesto por dos personas “superaremos la velocidad de crucero que teníamos los meses pasados”. Dimita de una vez,  Lloret. Si no por vergüenza, hágalo por sentido del ridículo.

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Medio siglo después

Hacía tanto calor en Maracaibo. Porque en Maracaibo el calor no es una situación climática, sino un personaje grosero y despótico,  el personaje que manda echándote aire caliente en la cara, alguien con quien te las tienes que ver a cada hora del día y de la noche y no suele estar de buen humor. En Maracaibo sudar es respirar y viceversa. Y esa tarde, 35 grados a la sombra, el calor había decidido que se le rindiese pleitesía y nubes de mosquitos vigilaban en el aire que nadie se relajase demasiado. Nos habían trasladado en el cadillac rojo y blanco – una de las máquinas más hermosas que he visto en mi vida – desde Caracas, casi al amanecer, a este edificio horrible en el que dábamos vueltas y vueltas y que los adultos llamaban el estadio. Como ocurría y ocurre en cualquier gran evento que se celebra en Venezuela todo estaba perfectamente desorganizado y salvo las mejores entradas – bien numeradas e identificables – era imposible saber dónde deberías sentarse. Aquí y allá se producían discusiones educadas o canallas. Y por encima de todos los niños notábamos una excitación colectiva ligeramente atemorizante. Estaba a punto de ocurrir algo que ignorábamos. Los adultos hablaban ilusionados, nerviosos, expectantes. Intuí que estaba a punto de llegar alguien que no podía ser normal. Un rey, un general, una estrella de cine, un superhéroe: el objeto confuso y emocionado de todos los comentarios de una devoción apretada y sudorosa, cada vez más incontrolable, cada vez más desesperada.

Cuando por fin accedimos a nuestras gradas descubrí a un vendedor de chicha. Me dicen que han desaparecido prácticamente de las calles de Caracas, como tantas otras cosas arrasadas por el aluvión de mierda del chavismo miserable. La gran mayoría de los vendedores de chicha eran negros y, sobre todo, mulatos, y la chicha se fabricaba en un tambor de hojalata con ruedas y se mantenía fría gracias a decenas de cubitos de hielo. Pedí un vaso tan tercamente que me lo dieron. Forma parte de los sabores perdidos para siempre, de una memoria sensorial irrecuperable. La tomé lentamente, fría y dulce,  y me sentí feliz. Entonces comenzó un griterío ululante capaz de aterrorizar a un tigre. Me llevaron en volandas hasta las gradas. El mundo parecía a punto de venirse abajo. El sol estallaba en lo más alto.

Los adultos estaban disfrutando un partido de fútbol y cada par de minutos gritaban algo, como si fuera una oración. Por supuesto, con seis o siete años yo no veía absolutamente nada. Todo el mundo estaba de pié y todos los cuerpos parecían uno aullando, temblando, pateando, inclinándose hacia adelante o hacía atrás. En ese bosque de piernas comencé a sentirme asfixiado. Se dieron cuenta. Me tomaron de los brazos y me pusieron sobre unos amplios hombros para que pudiera ver el espectáculo. No fue fácil. El sol me deslumbraba. Durante varios minutos solo pude apreciar manchas sobre un césped que parecía de plata. De repente, gracias a una nube, todo se aclaró. Vi entonces como un jugador interceptó la pelota. Y comenzó una danza incomprensible y hermosa mientras el público aguantaba la respiración. No, no era el jugador el que llevaba el balón, era el balón que lo llevaba a él a través de una coreografía sencilla y natural que atravesaba las defensas como una niebla. Los jugadores del equipo contrario no parecía que intentaran detenerlo. Al contrario: cautivos e hipnotizados, se movían colaborando con la danza y su avance sin pausa hacia la portería. Hubiera sido como detener una pincelada de Velázquez, un arco de medio punto perfecto, una bulería en la guitarra de Paco de Lucía. Finalmente le pasó el balón a un compañero y marcó un gol a través suyo. Jamás escucharé de nuevo el clamor que durante un segundo venció al calor, al alma mortal, al Universo mundo. Un rostro se me acercó y apenas pude oírlo: “Has visto a Pelé. ¡Has visto a Pelé!”. No comprendí nada. Solo hoy, medio siglo después, el más lento, el más atolondrado, el verdadero tonto de la familia te he entendido al fin.

 

 

 

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