Me pagan por esto

Sin salidas

Si se han alcanzado ya los 372.000 desempleados en Canarias, superando el 33% de la población activa, ¿seguirá creciendo el paro? Seguirá creciendo, no se preocupen. Hace un par de días, el profesor Luís Garicano, conocidos los últimos datos de la Encuesta de Población Activa, subrayaba que de la evolución de los cuatro últimos años  se desprendía que por cada punto de caída del PIB, se pierde 1,39% de empleo, por lo que el ilustre economista calculaba en unos 700.000 (repito: 700.000) los empleos que serán destruidos en España a lo largo de 2013. ¿Y en Canarias? Canarias puede perder – en base a una estimación similar – entre 15.000 y 18.000 empleos más, con una tasa de desempleo que podría superar el 35% a finales de 2013. Y eso sin contar –por supuesto – la aplicación de la guadaña al empleo público. Pese a las airadas (y vacuas) protestas del consejero de Presidencia y Justicia, Francisco Hernández Spínola, desde su propio departamento se ha realizado un estudio preliminar que cifra entre 5.000 y 6.000 los empleados públicos –laborales e interinos – que podrían ser despedidos gracias a las facilidades que establece la ley de reforma laboral de Mariano Rajoy y su Gobierno. Se quedarían a salvo (al menos de momento) los funcionarios de carrera.

Es muy curioso que, en unas recientes declaraciones, el presidente de la CEOE de Santa Cruz de Tenerife, José Carlos Francisco, cifre precisamente en 5.000 los trabajadores públicos prescindibles. Francisco apunta que se ahorrarían así unos 400 millones de euros y recuerda que el recorte estatal alcanzará aproximadamente, a su juicio, unos 600 millones de euros para el próximo ejercicio presupuestario. Son cifras atendibles, desde luego, pero muy matizables dentro incluso de la interpretación de Francisco. Primero, el coste actual de los empleados prescindibles: en la hipótesis de Francisco, cada uno de ellos le costaría a la administración pública (salarios, complementos, aportaciones a la seguridad social) unos 80.000 euros, lo que parece una cifra francamente elevada. Segundo, otros 5.000 desempleados (y sin visos de una rápida recolocación) también suponen un coste, y no solo en términos de subsidio de desempleo, sino el más difícilmente cuantificable en la desincentivación del consumo y su efecto en la demanda agregada. Y por último, los 200 millones restantes no son una cifra insignificante, y obliga a nuevas restricciones de gasto en capítulos socialmente muy sensibles. No conviene olvidar, asimismo, que en 2013 y 2014, previsiblemente, todavía se efectuarán furiosas podas para reducir el maldito déficit: el compromiso con Bruselas es alcanzar el 4, 5% el primer año y el 2,8% el segundo. Una meta que nadie (absolutamente nadie) cree posible.

En realidad las declaraciones y réplicas entre Gobierno, oposición parlamentaria y sindicatos se reducen a una melancólica lluvia de confetti verbal. Si no se modifica sustancialmente el proyecto de presupuestos generales del Estado para 2013 durante su debate parlamentario será inevitable — si el Ejecutivo regional no se resigna a una situación de impago generalizado — programar y proceder a despedir a varios miles de laborales e interinos en la administración autonómica. Es una situación que aterra a los políticos. El que pierde el trabajo en el mercado privado suele echar la culpa al Gobierno, pero también concibe otros posibles corresponsables. El trabajador público, en cambio, es puesto de patitas en la calle por la decisión explícita de un Gobierno, un partido o un político, y no se lo perdona electoralmente – ni él ni su familia – el resto de su vida. Algo similar les ocurre a los sindicatos mayoritarios, que tienen entre los funcionarios y laborales a una parte muy sustancial de sus afiliados.

Lo peor de la crisis estructural que destroza el espinazo económico del país y destartala su cohesión social y territorial – deteriorando la legitimidad del sistema político y poniendo en solfa el régimen democrático – es que se paga al contado, pero también a plazos. Se paga en el presente, con la creación de paro, pobreza, miseria como engrudo de un impresionante sufrimiento social, pero se paga intensamente en el futuro, cuando las más graves cicatrices todavía duelan, pero hayan dejado de sangrar. Se pagará pasado mañana, con miles de estudiantes isleños instalados ya en el extranjero, con una generación perdida entre los estudios y el desempleo que vegetará en los baretos y en las esquinas de los barrios, con empresarios y emprendedores que no podrán jamás reanudar su actividad, con el desfase en el desarrollo tecnológico, en plena expansión de la sociedad de la información, en unas islas que también desaprovecharon esa oportunidad y nunca llegaron a invertir en I+D el 50% de lo que invertía la modestísima media española. Se pagará y saldrá muy cara, en fin, la desconexión parcial en la que vivirá sumergida Canarias durante una década respecto a los cambios en la división internacional del trabajo y en la dinámica de inversiones y capitales en el continente africano. La crisis castiga  con saña el presente pero, al mismo tiempo, hipoteca miserablemente nuestro futuro.

Y no hay salida. Al menos un servidor no es capaz de verlas. No pueden considerarse como tales fantasías como la salida del euro (el Estado español debería seguir pagando sus deudas igual y en esa misma moneda), o la alegre zambomba  neoliberal de eliminar todos los mecanismos económicos y fiscales (fuera el REF y todas esas antigüallas que no dejan crecer libremente a las fuerzas del mercado y solo benefician a élites extractivas: buen momento para hacerlo) o los heroicos maximalismos de la independencia, la revolución o un feliz mixturado de ambas. Todas esas opciones pueden satisfacer anhelos políticos, ideológicos o espirituales, pero no contribuirían un ápice a aliviar o superar la quiebra económica y social del Archipiélago: la brutal amenaza de su fracaso como país con un proyecto común viable y próspero. La amenaza de Canarias como país fallido. La negativa de Alemania y sus aliados a poner en marcha en 2013 un proceso de unificación bancaria y armonización fiscal en Europa está dirigida, precisamente, a evitar una socialización a nivel continental de las pérdidas de los países europeos aquejados por la crisis de la deuda. Las pérdidas de España (y de Canarias) se socializarán entre los españoles (y los canarios). Desde luego, puede que la Unión Europea, si no colapsa la economía mundial, sea inteligentemente generosa dentro de un par de años, e implemente un gigantesco plan de estímulo económico por valor de cientos de miles de millones de euros. Puede ser. A ver cómo llegamos. Y si podemos hacerlo.

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Confictividad, diagnósticos y propuestas

Mientras la recesión económica se acerca a su momento paroxístico dos asuntos se me antojan particularmente interesantes. Primero: cómo se va a producir (y eventualmente evitar) la conflagración social que ineludiblemente se acerca cuando la ruina del Estado haga imposible el mantenimiento de los sistemas públicos de educación y sanidad y los servicios sociales. Y segundo: cómo se pueden desarrollar y articular diagnósticos y propuestas de solución alternativas al discurso oficial (si es que existen) que no provengan de trincheras alérgicas a cualquier reforma real.

Este invierno que se niega a acercarse va a ser singularmente duro y largo y cada vez más pavoroso. Será un invierno que amenazará con no acabarse nunca. Aunque las redes familiares parezcan exhaustas – la solidaridad intergeneracional entre abuelos, padres y nietos – serán las que continúen sosteniendo la supervivencia de miles de familiar en los próximos años. Si uno observa la experiencia de otras sociedades de clases medias sometidas a procesos de pauperización (como la Argentina de finales del sigloXX y principios del XXI) eclosionarán en breve tiempo fenómenos como el trueque vecinal de objetos, insumos y servicios y se dejarán de pagar servicios básicos como la electricidad, el agua o, hasta cierto punto, los transportes públicos. Las fuerzas policiales se plantearán una reorganización territorial y operativa porque su principal objetivo no estará, como hasta ahora, en el cumplimiento de la ley, sino en la preservación del orden público y en el control de la expresión del malestar social. Se ampliarán las reformas legales para criminalizar la protesta y la disidencia y se avanzará en ese camino, precisamente, argumentando el derecho a la seguridad y al orden de unas clases medias que son y serán las víctimas prioritarias en la nueva fase de la recesión económica. Y les aseguro que muchos miembros de esa mesocracia agonizante pedirán jarabe de palo y mano firme contra cualquier desorden.

Las alternativas al discurso oficial se dividen en dos grupos: las incoherentes y las irrealizables. En general es lúgubremente divertido comprobar que mucha gente, organizada o no, cree que basta con tener la razón moral para tener toda la razón. Por desgracia tener la razón moralmente no faculta para la lucidez analítica ni suele ser de demasiada utilidad para intervenir en un proceso con una complejidad política, económica y técnica tremebunda. La tercera fuerza política española es Izquierda Unida y debatirá en diciembre, en su X Asamblea Federal, un conjunto de medidas para salir de la crisis económica, desde la implantación de las 35 horas semanales hasta reducir a los 15 años el periodo de cotización para cobrar una pensión, desde establecer un salario mínimo interprofesional de 1.100 euros hasta aumentar tres años el derecho a recibir el subsidio por desempleo. ¿Son objetivos justos? Por supuesto. Son objetivos estupendos, si no estuviéramos en un Estado al borde de la quiebra, con un crecimiento económico negativo y una deuda pública que supera el 85% del PIB y una deuda privada que se ha encaramado en el 350% del PIB y sigue aumentando. Sin embargo, si se pregunta modestamente de dónde se saca la fabulosa pastizara que exigen estas medidas se responde inmediatamente con el aumento de la presión fiscal sobre los ricos. Ahora mismo, en octubre de 2012, y después de las sucesivas talas presupuestarias emprendidas desde la primavera de 2010, el Estado español (incluyendo comunidades autónomas y ayuntamientos) gasta casi el doble de lo que ingresa. Supone una puerilidad asombrosa sostener que la cooptación fiscal de la mayoría de los beneficios de las treinta mayores empresas españolas (por ejemplo) revertiría esta situación. La inmensa mayoría de esas treinta empresas se encuentran gravemente endeudadas y son responsables, precisamente, de más del 65% de la deuda privada en este país. En cuanto a los bancos y cajas resultan, curiosamente, los principales tenedores de la deuda pública que se acumula monstruosamente: el pago de sus vencimientos se está cumplimentando, cada vez más estrechamente, con nuevas emisiones de deuda. La mayor parte de las pymes se enfrentan a una situación dramática (cada trimestre cierran unas 1.500 pequeñas empresas en España) y colocar el salario mínimo por encima de los mil euros (así te dediques a limpiar los cristales o atender la centralita telefónica) solo puede ser entendido como un chiste de pésimo gusto. En el fondo la panoplia de estratagemas y medidas que propugna Izquierda Unida hace caso omiso de la realidad política, económica y fiscal de un país al borde del default: solo así, desde una suerte de justiciera catalepsia, puede uno proponer tales cosas, que son perfectamente irrealizables. Recuerdan la canción de los incas de Les Luthiers: “somos los incas/somos incansables/nuestras riquezas son incalculables/abominamos de incautos e incapaces/ y nuestras canciones son incantables”.

Empezará el peor invierno de nuestras vidas, en el que constataremos que la recesión económica ha llegado para quedarse y transformarse en una política miserable que dimite de sí misma, en una cultura de la desesperación, en una ideología dominante. Si se puede (y debe) luchar contra esto y el enorme acúmulo de sufrimiento personal y social que arrastrará no será desde posturas inmovilistas o un voluntarismo cacareante, desde un resistencialismo que encuentra su trinchera en el pasado, no en el futuro. La izquierda debe encaminarse a tres objetivos: la internacionalización de sus críticas y demandas, la propuesta de auténticas reformas concretas (empezando por el mercado laboral) y la defensa sin prejuicios de su propia identidad frente al proyecto europeo, los desafíos nacionalistas y soberanistas o las tentaciones populistas. Si no es así será devorada aunque obtenga cuatro diputados más en las próximas elecciones generales o autonómicas.

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La encrucijada de Venezuela

                                                                                

Los venezolanos no eligen hoy domingo entre dos candidatos presidenciales. Eligen entre la continuidad (comprometida continuidad) de un régimen político construido durante los últimos 14 años o su abandono (comprometido abandono) para regresar, básicamente, a la arquitectura institucional de la IV República. Es una elección preñada de peligros y acechanzas por la polarización política e ideológica que divide a Venezuela. Es más probable el éxito de Hugo Chávez, pero el Comandante-presidente no va a arrasar como en anteriores elecciones, y puede encontrarse con más de un 40% de ciudadanos que rechazan tanto su legado como, sobre todo, su proyecto. ¿Es democráticamente lícito expandir y reforzar un régimen político e institucional que rechazaran  en las urnas más de un 40% de los electores?  ¿Hacer tragar su socialismo del siglo XXI a una inmensa minoría? El opositor Henrique Capriles puede ganar – es la novedad en estos comicios – pero si lo hace será por la mínima. ¿Es democráticamente presentable desmontar una Constitución y un régimen por el que podrían votar el 48 % de los ciudadanos, por ejemplo?

La identificación del régimen político venezolano y la persona de Hugo Chávez es absoluta y ha tomado la forma de un delirante culto a la personalidad que, por supuesto, no se detiene en esa modesta equivalencia. Hugo Chávez es Venezuela. Hugo Chávez es la patria. Hugo Chávez es la revolución, la dignidad nacional, el futuro, la prosperidad y la justicia. El mismo presidente, en un mitin reciente, les explicó a los jóvenes asistentes que Hugo Chávez no era otro que ellos mismos. En un foro de Internet pude leer, incluso, como un fervoroso seguidor afirmaba que una arepa “estaba bien Chávez, bien sabrosa”, y recordé cómo los dirigentes sindicales argentinos se saludaban una mañana de suave brisa y cielo azul facilitándose porque hacía “un día peronista”. Sin responder a la caricatura de gorila uniformado y vesánico que se empeñan en dibujar sus enemigos, Hugo Chávez es una de las últimas reencarnaciones, perfectamente reconocible, del tradicional caudillismo latinoamericano: un hombre providencial que, dotado de una visión prodigiosa, es capaz de impulsar nada menos que todo un proceso histórico, porque, ¿quién podría pensar, a mediados de los años noventa, que el pueblo venezolano anhelaba una sociedad socialista, una revolución socialista? Nadie. Absolutamente nadie, porque no había tal comezón popular. No ha sido una revolución socialista lo que llevó a Chávez al poder. Ha sido el poder de Chávez el que ha precipitado un conjunto de cambios políticos, institucionales y económicos, progresivamente acelerados, que el mismo presidente-comandante ha bautizado como revolución bolivariana, abusando anacrónicamente de la figura del fundador de la Venezuela independiente de la Corona española. Ciertamente una amplia mayoría de los votantes venezolanos lo ha elegido y reelegido en las urnas. La principal fuente de legitimación del régimen chavista es el aval popular al comandante-presidente en cuatro citas electorales. Y su permanencia en el poder tiene tres razones fundamentales.

1.Hugo Chávez rentabilizó la ruptura (tan espectacular como pacífica) con la degeneración del régimen de la IV República, el turnismo pútrido y venal entre adecos y copeyanos, la gusanera de la corrupción, la indiferencia suicida ante los crecientes problemas de pobreza y exclusión social que afectaban a millones de venezolanos. Una observación: Chávez no acabó con la IV República y su sistema de partidos. Cuando dirigió el golpe de Estado en 1992, Chávez fracasó bastante miserablemente. Los partidos tradicionales se hundieron, simplemente, incapaces de reaccionar, anegados por su descrédito, su torpeza, su trivialidad canalla, la huida de sus líderes y camarillas. El flamante presidente aportó una novedad: descubrir en la mayoría pobre venezolana (sobre todo en las clases bajas y en los deshederados del cinturón de Caracas y otras capitales: los habitantes de los ranchos) el objeto prioritario de una ambiciosa política social. Y transmitirles luego a sus beneficiarios que ellos contarían como sujetos en la nueva construcción política nacional. Chávez creó las misiones: un instrumento de gestión para implementar y organizar las políticas sociales,  y las primeras misiones, dedicadas a la erradicación del analfabetismo y a la atención médica primaría y preventiva, fueron en general un éxito del que se beneficiaron muchos cientos de miles de venezolanos. Las posteriores se han saldado, en cambio, con crecientes y rumbosos fracasos, al igual que los mercales, puntos de almacenaje y venta de alimentos y productos de primera necesidad.

2. El hundimiento del sistema político instalado en 1959 fue tan cataclismático y definitivo, y la ocupación del espacio público por el chavismo tan veloz, que la recuperación necesaria para la articulación de una plataforma política de oposición llevó largo tiempo y fue bloqueada reiteradamente por las disidencias entre las mismas fuerzas opositoras.

3. El fracasado golpe de Estado de 2002 y la huelga general de 2003 –con su centro neurálgico en la compañía estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA) – fueron dos vías erróneas (abiertamente criminal la primera, estúpidamente maximalista la segunda) para acabar con el Gobierno de Hugo Chávez, que salió reforzado de ambas crisis, tanto interna como externamente.

Pese a la flamígera retórica que lo acompaña, el régimen político que corresponde al socialismo del siglo XXI – el definido por la Constitución de 1999–  no presenta especiales novedades. Lo principal no es el texto de la Constitución, sino lo que Chávez ha hecho con ella. Aunque constitucionalmente se establece la clásica división de poderes (al que se le añade el poder electoral y el poder popular) lo cierto es que todos han sido cooptados por el régimen chavista. La Constitución ha funcionado, de esta manera, para dar cobertura legal y respetabilidad internacional al desarrollo de un régimen autoritario (todavía no una dictadura abierta) que se ha valido del Estado petrolero y sus recursos financieros para extender cada día más sus dispositivos de control sobre toda la vida social y económica de Venezuela. El apoyo popular a Chávez y su régimen se basa, fundamentalmente, en la inyección de un gasto público incontrolado a través de redes clientelares amplias y entrecruzadas que funcionan a nivel federal, estatal y local, a veces normativizadas en leyes y disposiciones y otras de carácter informal. Desde el brutal aumento de las plantillas funcionariales y sus salarios hasta las subvenciones a explotaciones agrícolas fracasadas, desde los créditos públicos hasta el subsidio de alimentos, el petróleo lo paga todo, y el Gobierno tiene su única hucha en PDVSA, que a pesar del alto precio del crudo, sufre una deuda financiera de 53.000 millones de dólares. Por primera vez en su historia, el Banco Central de Venezuela debió enjugar su déficit de caja el pasado año. Y es que 600.000 barriles diarios del petróleo no se cobran: casi se regalan a Cuba, Nicaragua y China.

El crecimiento del 4,8% del PIB en 2011 se debe, sobre todo, al aumento del consumo estimulado por el gasto (que no la inversión) público, lo que explica a su vez una inflación superior al 28%. Porque Venezuela solo exporta petróleo mientras sus importaciones han crecido más de un 150% en la última década. Jamás el país ha sido tan dependiente, incluso en productos alimenticios, como bajo el otoño presidencial de Hugo Chávez, que ante los gravísimos problemas de Venezuela (infraestructuras envejecidas u obsoletas, enseñanza universitaria arruinada, extraordinaria violencia callejera con miles de muertos anuales y secuestros diarios, continuos problemas de abastecimiento eléctrico, una industria de refino en decadencia técnica, corrupción universalizada, inflación galopante, más de un millón de desempleados y petróleo como único viático exportador) pide seis años más a un país que no sabe –porque no ha sido informado debidamente –si al comandante le quedan tres meses o tres años más de vida.

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Y llegamos al desierto

El Gobierno de Canarias ha cambiado su política cultural: ahora consiste en no tener política cultural. La consejera de Políticas Sociales, Cultura y Leísmos, Inés Rojás, lo explicó esta semana en una rueda de prensa celebrada en Las Palmas y que tenía como objeto explicar lo inexplicable. Sin duda una voz ronca y escasamente inteligible como la de la señora Rojas era la más apropiada para desarrollar este enigmático relato.

No sé si lo recuerdan, aunque ocurrió hace pocos años: apenas en la pasada legislatura autonómica. La Viceconsejería de Cultura (y Deportes) lucía como un trasatlántico que avanzaba por un delicioso y tranquilo océano presupuestario. La consejera de Educación y Cultura, Milagros Luis Brito, y el viceconsejero de Cultura y Deportes, Alberto Delgado, formaban un tandem no muy bien avenido, pero que compartían básicamente las mismas convicciones, porque se trataba de instrucciones y bendiciones que venían de arriba. En esos años de vino y rosas se impulsaron un conjunto de actos, programas y decisiones políticas inspiradas en un modelo de política cultural activo, planificador e intervencionista, cuya  expresión más rutilante fue Septenio, un plan inspirado en una iniciativa similar de la Generalitat de Cataluña que se ejecutó sin dejar huella (por cierto) en el tejido cultural catalán. En el lanzamiento de Septenio – que llegó a contar con un presupuesto de cuatro millones de euros anuales – se ensayó un nuevo discurso del poder institucional, cuyas principales características estribaban en un llamado a la modernidad creativa, la proyección exterior de la cultura canaria y la planificación minuciosa de programas integrales desde una Viceconsejería de Cultura que se entendía a sí misma como nodo de la actividad cultural del Archipiélago.  Incluso se redactó – es decir, se encargó la redacción a una empresa exterior – una Plan Estratégico para la Cultura, con un análisis previo cargado de inofensivas obviedades y un horizonte más largo que un día sin pan. Bajo esta nueva retórica modernoide, sin embargo, se encontraba una realidad más ingrata y apegada a las conductas que han caracterizado la política cultural canaria en los últimos veinte años: el dirigismo estéril que solo se alimenta a sí mismo, la subvención como arma para neutralizar cualquier descontento, critica o disconformidad, la pavorosa falta de profesionalidad técnica en la gestión cultural, el despilfarro financiero (inolvidable aunque parecen ya olvidadas las dos Bienales de Arquitectura y Paisaje), la escasísima colaboración interadministrativa, el compadreo con clientelas sumisas y tontos útiles, las incoherencias entre la obsesión por fastos y signos emblemáticos y las martingalas de la identidad cultural, la soberbia política y la ignorancia militante. ¿Y cómo podía ser de otra manera? La política cultural está condicionada por la cultura política de la que la diseñan e impulsan.  Y la cultura política en Canarias se caracteriza esencialmente por su desprecio hacia la sociedad civil, desde el paternalismo, el ningüneo o la explotación, socavando las posibilidades de cualquier proyecto democratizador de la sociedad y la cultura.

Traspasado el meridiano de la legislatura el sueño de este malrauxionismo macaronéniso comenzó a romperse en pedazos. La cada vez más aguda crisis económica se tradujo en crecientes restricciones presupuestarias y el Gobierno, en un incomparable instante de lucidez, consideró que un lugar inofensivo donde meter las tijeras eran los presupuestos de la Viceconsejería de Cultura. Al principio (año 2010) fue una poda agresiva, finalmente, en los dos últimos ejercicios presupuestarios, se pasó a la tala sin contemplaciones. Más vale no recordar los comités de protesta que se organizaron en Tenerife y Gran Canaria entre empresarios y productores culturales, el cabrero del siempre afable Benito Cabrera, la agria respuesta de Totoyo Millares y la dramática amenaza de dimisión de Alberto Delgado (porque, en efecto, cuando los sectores culturales del Archipiélago se despertaron, Alberto Delgado, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí). De alguna manera se encontraron 400.000 euros y se echaron en la olla. La protesta quedó mágicamente desactivada. Pero sus promotores más inteligentes sabían que se aproximaba el principio del fin.

No se le ha perdonado (ni se le perdonará) un solo euro que pueda restarse a los presupuestos de la Viceconsejería de Cultura y Deportes. La bonanza económica general y los flujos presupuestarios del Gobierno autonómico y los cabildos insulares habían propiciado que, en el año 2007, las actividades de la todavía germinal industria cultural en las islas ocuparan directamente a más de 20.000 personas, aportando alrededor de un 2% del PIB del Archipiélago. Como cualquier sociólogo cultural puede señalar, la industria cultural estimula procesos de modernización de una sociedad urgentemente necesitada de los mismos como la canaria y es una influencia benévola a favor de una mayor articulación y cohesión social. En apenas tres años el tejido del empresariado cultural canario ha quedado brutalmente desgarrado, en un proceso de fragmentación y aniquilación que todavía no ha terminado,  y bastante más de la mitad de esas 20.000 personas engrosan hoy las listas del paro.

Y  de ese paisaje desolado emerge ahora Inés Rojas para explicar que, precisamente, eso era lo mejor que nos podría ocurrir. La señora Rojas –  segundada, cabe imaginar, por todo su equipo – descubre ahora que la Viceconsejería de Cultura ni puede ni debe ser “el centro de gravedad” de la actividad cultural en Canarias, sino que debe fomentar “entornos propicios” para la creación de proyectos con capital privado o mixto. Curiosamente, la consejera Inés Rojas entiende esto como “un esfuerzo democratizador de la cultura”, sin reparar en la acusación implícita que tan afirmación conlleva para el modelo puesto en marcha por su Gobierno años atrás. Es más o menos como considerar el hambre como una garantía infalible de las ganas de comer. Cabe colegir de las declaraciones de Rojas que o la miseria presupuestaria supone una inyección democratizadora en el acceso a la cultura o la mañana de la rueda de prensa desayunó algo poco digestivo. Los objetivos del novísimo modelo de política cultural son (por supuesto) apoyar la creatividad, la consolidación de la industria cultural, la innovación y el equilibrio de la cohesión social. Y hacerlo sin un céntimo. Para eso ya se desarrollarán los mecanismos necesarios (sic) o se esperará que sea aprobado el nuevo REF. La guinda final de este cínico suflé de naderías es la creación de un Consejo Canario de las Artes Culturales (sic, otra vez) que engendrará un Observatorio Canario de la Cultura para evaluar el seguimiento de unos objetivos plenamente fantasmagóricos.

Entre los derechos básicos de los ciudadanos de una democracia está el que el Estado estimule, facilite y tutele su acceso a la educación, a la sanidad y a la cultura. El Gobierno de Canarias, simplemente, ha abandonado su responsabilidad política en esta materia. Del espejismo presupuestario de un modelo de política cultural dirigista, vertical, derrochador y acrítico ha pasado a renunciar, incluso, a gestionar la miseria. Desde el Observatorio Canario de la Cultura solo se podrá contemplar un desierto poblado exclusivamente por las ruedas de prensa de Inés Rojas.

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Una carta para ayer y hoy

Un empresario inglés, en una carta remitida a un amigo en el invierno de 1870, le contaba malhumoradamente que temía, “porque todavía solo tengo indicios, y no pruebas” que dos de sus empleados eran socialistas y habían entrado en un sindicato. “Lo que me faltaba”, añadía, “era que entrara la locura criminal de los socialistas en mi propia casa”. Después de referirse a algunos problemas logísticos de abastecimiento en sus talleres, el empresario, cabreado, volvía al tema de los obreros socialistas. “No sé si has visto sus periodicuchos y sus panfletos (…) Estos chiflados quieren que se les multiplique sus salarios por cuatro o cinco, que solo trabajen nueve horas diarias, que tengan diez minutos para desayunar, que en el turno de noche no se admita a menores de catorce años (…) Ya sabes lo que pasaría si se salieran con la suya: que tendría que cerrar la empresa (…) Lo mismo te ocurriría a ti, y a todos (…) El socialismo será la ruina de Inglaterra…”

Bueno, Inglaterra no se hizo socialista, pero cuando, con cierto retraso frente a Alemania, comenzó a construir un Estado de Bienestar, tampoco se arruinó. Antes llegó el sufragio universal, la reducción de la jornada laboral, la institución de un salario mínimo y la prohibición del trabajo infantil. La economía británica siguió creciendo y prosperando. La epístola citada más arriba es solo un ejemplo entre miles que podrían mostrarse. En realidad desde mediados del siglo XIX se desarrolló toda una literatura panfletaria cuya principal objeto era demostrar que el socialismo era no solo una abominación moral, sino un disparate económico, un suicidio empresarial, una doctrina de lesa patria fruto de una conspiración internacional. La domesticación del capitalismo liberal (es una obviedad que produce vergüenza repetir) no fue el fruto de la feliz y libérrima evolución del sistema económico, sino de la presión y de la acción políticas de partidos de masas dotados de un programa socialista y de una alta organización. En Alemania y Escandinavia los partidos socialistas y socialdemócratas, a principios del siglo XX, glutinaban entre el 25 y el 40% de los votos: el SPD superó, en 1911, el millón de afiliados. En países pequeños, como Bélgica, el fenómeno no era menor (su partido obrero principal contaba con 276.000 miembros en vísperas de la I Guerra Mundial) y hasta en Estados Unidos el candidato presidencial socialista (sí, socialista) obtuvo 950.000 votos en las elecciones de 1914. En todos los países con democracias liberales y parlamentos elegidos (más o menos) democráticamente los partidos socialistas prosperaron con velocidad inusitada y los sindicatos obreros se extendieron con mayor rapidez y militancia aun. Incluso en países como Francia o Italia, donde  los partidos socialistas y comunistas eran por entonces organizaciones comparativamente modestas, sus resultados electorales solían ser crecientes (los socialistas franceses cosecharon 104 escaños en 1914), de manera que constituían un factor significativo en la política nacional.

Ese mundo – el mundo anterior a la I Guerra Mundial, pero también el de los años veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo – era un mundo más pobre e ignorante, con menores índices de productividad y una capacidad científica y tecnológica muy inferior. Gracias primordial (aunque no exclusivamente) a las fuerzas socialistas y comunistas europeas murió menos gente de hambre, enfermedades y agotamiento y se ganó en democratización de la política y de la sociedad en la mayor parte  continente.  Y sin embargo, a principios del siglo XXI, lo que se está exigiendo al espacio político-social más avanzado del planeta, Europa, es austeridad, resignación a una prolongada convivencia con el desempleo, mutilación o aniquilación del Estado de Bienestar como una conquista política fiscalmente inviable y hasta contraproducente. Los socios europeos que se encuentran en mejor situación económica – Alemania, Holanda, Suecia, Finlandia – también tienen sus encuestas y sus números: un alemán de 2012 gana menos dinero y cuenta con peores servicios sociales y asistenciales que los que disfrutaba su padre en 1982. Algo funciona mal, crecientemente mal, en las democracias parlamentarias europeas, y no solo en las europeas, y quizás una de las raíces del malestar se encuentra, precisamente, en la evidente pérdida de autonomía del sistema político respecto a las fuerzas del capital, en esta coyuntura histórica, respecto a la organización singularmente competente un neocapitalismo financiero prodigiosamente globalizado. Los propios acuerdos que se fragüan en la Unión Europea sigue obedeciendo a una lógica intergubernamental. El federalismo queda (todavía al menos) muy lejos para la política institucional, pero ha sido superado por los mercados que actúan, en sus opciones estrategias, a tiempo real en todo el planeta. Los parlamentos actuales – por decirlo a lo Habermas – ya no son espacios para un consenso racional a través del diálogo entre diversas opciones. El equilibrio político se mantiene ahora mediante  una serie de compromisos entre intereses privados – cuyo origen no se encuentra en los ciudadanos, sino en las corporaciones y los organismos paraestatales – que de suyo son conflictivos. En los parlamentos los partidos mayoritarios – ya integrados en un subsistema estatal, ya reconocidos como agentes paraestatales, incluso desde un punto de vista constitucional– registran y sancionan decisiones tomadas previamente para mostrar y demostrar al público las opiniones forjadas de antemano. Esta realidad no ha conducido a una crisis de legitimación del sistema. Pero para la gran mayoría de los europeos entiende el Estado (y así ocurre hace muchas décadas) no como un conjunto de símbolos o un relato mitológico de cohesión, sino como el instrumento que ha sabido preservarlos de la crisis demasiado agudas o prolongadas, que ha introducido racionalidad y fiscalización sobre la actividad del capital, proporcionado redes de asistencia y solidaridad, dotado de estabilizadores automáticos al sistema social en forma de seguros de desempleo y jubilaciones, creado y salvaguardado cierto nivel de igualdad de oportunidades. Cuando el Estado democrático ya no sirve para lo que le ha servido en Europa en el último medio siglo, ¿para qué servirá? ¿Y cómo lo enterarán ciudadanos que apenas merecerán el apelativo de ciudadanos?

La izquierda es una de las víctimas político-ideológicas de esta situación. A veces pienso que merecidamente. Cómo nos hemos resignado. Ya no hay fetichización de la mercancía, ya no existe alienación por soportar trabajos miserables y esclavizantes,  ya el proyecto de democratización de la sociedad (y no el mero ejercicio del voto, la percepción por desempleo o el aumento de las becas) parece pura basura histórica. Y la vía de salida no está en esa izquierda (a veces vocinglera, otras parapeteada en divanes académicos) que, por ejemplo, considera la economía como un mero derivado de la voluntad política. La izquierda que considera la economía, en definitiva, como una palanca para hacer lo que nos plazca, no una ciencia social con sus leyes y su congruencia teórica. La izquierda que todavía es capaz de desarrollar entre brochazos un diagnóstico de la situación, pero que no vislumbra una praxis eficaz y eficiente para avanzar entre las mentiras y semiverdades y estupideces encanalladas del discurso oficial. El que nos dice y nos repite que son necesarios sacrificios y renuncias, una competitividad ininterrumpida, unos salarios hambrones y una vejez indigna para evitar que el sistema económico naufrague. Como hacía aquel empresario inglés, furioso y terminante, al escribir a su colega en el frío invierno de Londres de 1870.

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