Retiro lo escrito

Trompetazo electoral

El poder aísla de la realidad, dicen los bienpensantes, cuando lo que suele ocurrir es que la falsea. Y cuanto más poder se acumula más fácil es falsearla impunemente. El discurso de Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados no era un diagnóstico sobre la situación política, económica y social de España, sino el trompetazo triunfalista de la campaña electoral: dentro de un par de meses, las europeas, en poco más de un año, las municipales y autonómicas, sin descartar la hipótesis – ya lo dirán las encuestas y la coyuntura económica de la primavera de 2015– de simultanearlas con las generales. El país estará hecho un asco, pero la derecha española vive sus días de gloria: la recesión, en efecto, les ha permitido desarrollar su agenda política e ideológica, sin implementar además una sola reforma estructural seria – en las administraciones públicas, en el mercado laboral, en educación, en el sistema fiscal – que pusiera en peligro el status quo institucional. Si hasta se han inventado competencias a las diputaciones provinciales a fin de tener un pretexto para no cerrarlas. Con cerca de seis millones de parados, un crecimiento de la desigualdad galopante, los servicios sociales y asistenciales desbordados, un déficit público con cifras de dos dígitos desde hace cinco años, una deuda pública monstruosa que se aproxima al 100% del PIB, una incapacidad manifiesta para controlar el gasto – y de la que resulta principal responsable la Administración central del Estado — el ahorro familiar a niveles mínimos y una sequía crediticia interminable cabe cualquier cosa, menos ese grotesco espectáculo de un presidente hinchando pecho patrióticamente y proclamando que lo peor ha quedado atrás.
Mariano Rajoy ha escenificado un deleznable ejercicio de irresponsabilidad política. Su anzuelo para los titulares – todo presidente, en estas ocasiones, se guarda uno – ha consistido en esa tarifa plana  de cien euros mensuales para las empresas que contraten trabajadores indefinidos: la enésima bonificación de esta estirpe que tan excelentes resultados ha proporcionado desde los años ochenta. Pero no nos quejemos. Si a este ensoberbecido botarate parece que le resbala todo es porque todo, en efecto, le resbala, incluido tener en la cárcel al tesorero de su partido durante lustros y los cientos de procesados e imputados en los juzgados que adornan la ejecutoria del Partido Popular. Y la responsabilidad es solo nuestra. Y muy particularmente de los socialdemócratas, los sindicatos y los partidos de izquierda en este país. Porque hoy, aunque gravemente herido, el PP volvería a ganar las elecciones. Básicamente por incomparecencia política, organizativa y programática de los demás.

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Vale todo

Reconozco que no me ha indignado la farsa del programa televisivo Salvados sobre el intento de golpe del 23 de febrero de 1981 y quizás no me ha indignado porque tampoco me sorprende mucho. Desde el punto de vista del espectador lo ofrecido anteayer por Jordi Évole y su equipo, en fin, no deja de ser una estafa. Salvados es un programa semanal de televisión y, como todos los programas, tiene un compromiso con sus seguidores. En su caso, para decirlo brevemente, abordar a través de un relato crítico asuntos graves de trascendencia social y política. Ese pacto implícito entre el programa y sus televidentes quedó hecho añicos el domingo pasado cuando Évole se decidió por ofrecer un falso documental, surtido de hipótesis generalmente delirantes, sobre el 23-F, a modo de bufonada sonriente y gamberroide. En términos de audiencia ha triunfado arrasadoramente.  Pero se suponía que, precisamente, el combate del periodismo crítico de Salvados consistía en sobrevivir comercialmente sobre el compromiso con la investigación de lo que ocurre desde ese relato progresista. En las redes sociales se pudieron registrar perfectamente los vaivenes de sus espectadores, que tienen en su indignación su certificado de lucidez política y moral. Primero, la credulidad enfurecida. A continuación – y sin olvidar a centenares de besugos que se apresuraron a borrar sus tuits – la estupefacción más o menos incómoda. Y finalmente la explosión de júbilo donde, de nuevo, croaban los más listos: es un gran experimento televisivo que pone en cuestión nuestras convicciones, suposiciones, anhelos, sospechas, barruntos, decepciones. Évole ya no era un presentador de televisión con estilo propio o un astuto entrevistador, sino un sociólogo en ciernes practicando una operación meaperiodística. Recordé a la señora Mercedes Milá, que en su día calificó inmortalmente a Gran Hermano como un “apasionante experimento sociológico”.
Tonterías. Évole y su equipo solo buscaban audiencia. Y la han ganado. Pues estupendo.
En televisión vale todo. Es un significante que devora cualquier significado. Por eso debe actuar así Willy García, el director de la Televisión Canaria, cuando se dirige a los diputados del Parlamento y lanza veladas amenazas a Águeda Montelongo. Es una costumbre de la casa. Un rasgo del medio. Una manera de estar (y mear) en un mundo que solo existe para ser televisado, es decir, convertido en espectáculo.

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Sus sucias manos

La institución del Día de las Letras Canarias llegó justo a tiempo para blanquear la desastrosa gestión de la política cultural que han desplegado los gobiernos de Coalición Canaria en los últimos años. Bajo la égida de Inés Rojas se ha llegado a la conclusión, finalmente, de que la mejor política cultural es la que no se realiza. En menos de un lustro se pasó de un intervencionismo de aspiración entre malreauxiana y catalana, cargado de septenios y de estrategias culturales, a un darwinismo feroz de presupuestos ridículos y sálvese quien pueda. En este tránsito el Gobierno autonómico no renunció al humor y ha puesto a disposición de los supervivientes una denominada oficina de apoyo al sector cultural, “una plataforma permanente (sic) de información, apoyo y asesoramiento especializado”, dependiente de la empresa pública Canarias Cultura en Red. En lo esencial esta plataforma se dedica a informar pachorrudamente de que no hay perras y que los interesados pueden dirigirse a otra parte a molestar con sus solicitudes, sus angustias y sus cuitas. Ignoro si la dotación presupuestaria de Canarias Cultura en Red permite repartir clínex entre los solicitantes. Lo que sí hay son tres direcciones generales, las de Cultura, Deportes y Cooperación Cultural y Patrimonio, dotadas de presupuestos ridículos y con una actividad mínima, pero indispensables para cubrir las cuotas internas de CC y recolocar a algún alcalde perniquebrado.
Este artículo, pibes y pibas, debes escribirse todos los años, como quien peregrina ritualmente a ninguna parte; servidor lo hace, cada vez más harto y cansado, desde que Francisco Ramos Camejo ocupaba laViceconsejería de Cultura y Deportes, media eternidad de improvisaciones, derroches, dirigismos y ocasiones perdidas. Así, de éxito en éxito, hemos alcanzado las más altas cumbres de la miseria. No solo se suprimen las aportaciones a las bibliotecas públicas; actualmente, como hace un cuarto de siglo, a los niños y adolescentes isleños apenas se les aproxima a conocer la historia, la literatura o el arte canario, y no existen excusas metropolitanas desde que las competencias en materia de educación y elaboración de currículos están traspasadas a las Comunidades autonómicas. Es repugnante escuchar a los que mandan citar a Agustín Millares y alabar su espíritu crítico y rebelde, pero enseguida recuerdo la fuerza de la auténtica poesía, la inasible belleza de la palabra poética, y me reconforto pensando que ningún rebenque podrá nunca poner sus sucias manos sobre un solo verso de Agustín Millares.

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La pureza imprudente

Los pibes y pibas de Unión, Progreso y Democracia están poniendo en circulación una proyección electoral realizada a finales de 2011. Con los resultados de los comicios de noviembre de ese año, que proporcionaron una amplia mayoría absoluta al PP, los autores han proyectado una hipótesis suprimiendo las circunscripciones electorales y absteniéndose de aplicar la ley D`Hont. Sin coeficiente corrector y con una única circunscripción nacional casi serían veinte las fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, incluyendo partidos y plataformas tan bizarras como PACMA o Escaños en Blanco. Por supuesto el PP se quedaría muy lejos de la mayoría absoluta y el PSOE obtendría incluso ocho escaños menos. Los grandes beneficiados serían Izquierda Unida y (vaya sorpresa) UPyD.
Este curioso experimento ofrece, según la buena gente de UPyD, el cumplimiento estricto de la máxima democrática “un hombre, un voto”. Me parece que se equivocan: el compromiso democrático del derecho al voto no equivale a que el voto obtenga necesariamente representación y, sobre todo, a que tu voto – y el partido o coalición de tu preferencia – participe ineluctablemente en las tareas de gobierno. Pero más allá de esta estruendosa obviedad, un sistema proporcional puro (como es pomposamente denominado) resulta básicamente la placenta de un sistema político inestable y que muy difícilmente puede responder, con capacidad de diagnóstico y resolución ejecutiva, a los graves problemas estructurales de sociedades complejas instaladas en una crisis permanente. El mismo resultado electorales del PP en 2011 fue excepcional. No se  registraba una mayoría absoluta semejante desde los años ochenta. Si se desarrolla el mismo ejercicio hipotético con los resultados de las elecciones de 2008 el número de fuerzas representadas en el Congreso de los Diputados sería aun mayor y las coaliciones de gobierno – con cuatro, cinco o seis partidos discutiendo hasta la última coma de cualquier proyecto legislativo o acción gubernamental — se convertirían en manicomios buhoneros y fugaces. Italia – incluso después de la reforma electoral pactada entre Berlusoni y el centroizquierda – brilla como un ejemplo muy poco ejemplar. La reforma electoral es necesaria – y en Canarias urgente – pero no para sacrificar la gobernabilidad, sino para mejorarla sin merma del pluralismo político.  A los obsesionados por la reforma electoral como pócima para resolver todos los males, desde la érronea creencia que tienen su exclusivo origen en el olipologio partidista que padecemos, habría que recordarles que la calidad de una democracia depende también de otros muchos factores, desde la efectiva separación de los poderes públicos hasta la corrupción, y que el purismo representativo no representa un instrumento precisamente eficaz para salvaguardarla.

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Un murguero triste

Ayer descubrí a un murguero triste. Subía solitariamente por la calle, ya de madrugada, y parecía arrastrar hasta la nariz de payaso por el suelo humedecido por una ligerísima lluvia. Una auténtica novedad, porque los murgueros no suelen mostrarse tristes, sino cabreados.  Ya no recuerdo la última vez que ví a alguno de ellos reírse en el escenario. Los murgueros, desde hace varios lustros, están permanentemente emputados, porque han asumido un papel que nadie jamás les pidió: ser la voz del pueblo. Una tremebunda responsabilidad que no puede asumirse ni ejercerse, obviamente, con una sonrisa en los labios. Desde que se produjo este acontecimiento, es decir, la transformación de las murgas en un hibrido pintarrajeado entre el Orfeón Donostiarra y Maximilien  Robespierre, los murgueros ya no se ríen, sino se encrespan; ya no vacilan, sino denuncian; ya no son agentes libres que terminaban –como todos nosotros –borrachos al amanecer, sino que forman parte normalizada, asimilada, deglutida del carnaval institucional, regado con cientos de miles de euros y cubierto por una maraña selvática de ordenanzas, normas y reglamentos
El murguero triste, acaso melancólico, venía, con toda seguridad, del concurso de murgas. Hasta en su lento y cansino andar se le notaba hondamente decepcionado. Su murga no había ganado y no cabe dudar que se lo merecía. La voz del pueblo, como el pueblo en general, resulta muy sensible al halago, y los premios son, básicamente, distinciones halagadoras. Mientras las murgas se transformaban en agentes reconocidos, premiados y subvencionados de la sociedad civil, los partidos políticos han hecho el camino inverso, murguerizándose hasta extremos, precisamente, payasescos. No hay murgas más cabalmente murgueras que los actuales partidos políticos. Todos son la voz del pueblo. Todos denuncian lo que se ha hecho vergonzosamente mal. Todos disfrutan de una democracia interna tremendamente murguera. Todos desafinan bajo la batuta del payaso jefe y cuando llega la hora del concurso, es decir, de las elecciones, todos han ganado en buena lid, y si refunfuñan es para advertir que las bases del concurso se reducen a un conjunto de trampas para que siempre venzan los mismos y no se pueda escuchar (en efecto) la voz del pueblo.
Me gustaría haber podido explicárselo al murguero triste, solitario y final del otro día. Haberle dicho, con lágrimas en los ojos: “Han estado muy bien. El próximo año estarán en la final y puede que saquen un diputado”. O algo así.

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