Ascanio, con reparos

A primera hora de ayer, en una furtiva lágrima tuitera, Rubens Ascanio, primer teniente alcalde del ayuntamiento de La Laguna, advirtió que contra lo afirmado por este periódico y un servidor, él no era el coautor de la denuncia contra Fernando Clavijo por levantar reparos en su etapa como alcalde que muy recientemente ha archivado el Tribunal Supremo.  Ascanio, desde luego, tiene razón. Ni él personalmente ni su organización política redactaron ni firmaron la denuncia, por lo que cabe hacer es reconocer el yerro y presentar las debidas excusas, y así lo hago.

Pero inevitablemente he debido reflexionar sobre el origen de mi lamentable equivocación. ¿Por qué me he confundido? Y la conclusión se me antoja francamente melancólica: es el propio Rubens Ascanio el que me ha llevado a un error tan execrable. Porque, efectivamente, el concejal de Sí se Puede,  que el próximo mayo será de nuevo candidato a la Alcaldía, no interpuso junto a Santiago Pérez la denuncia, pero la explotó políticamente a menudo y a veces con cierta gozosa intensidad. Cuando hace cuatro años hizo pública su candidatura — sus candidaturas en La Laguna son las oposiciones que hace periódicamente para disponer de plato en la mesa — Ascanio se refirió, para variar, a los reparos, y mostró su convencimiento de que tanto Fernando Clavijo como José Alberto Díaz terminarían procesados por “la gravedad” de los mismos. Para ser sincero tampoco es que necesite encontrar demasiadas referencias. Recuerdo personalmente numerosas intervenciones en el pleno municipal de Ascanio en los que se escandalizaba por los reparos levantados en los últimos años, difundía oscuras sospechas sobre los mismos y los calificaba como un síntoma inequívoco de la putrefacción democrática del ayuntamiento. También es cierto que dijo tantas cosas Rubens Ascanio en esos años de fuego inquisitorial y retórica excrementicia. Por ejemplo, llamar a Clavijo mafioso, Corleone lo bautizó en un momento de supremo ingenio. O describir a Coalición Canaria como una cuadrilla de delincuentes. O insultar a los cargos de confianza del gobierno municipal. Seguro que Ascanio, una memoria privilegiada, lo recuerda perfectamente, cómo insultaba con una sonrisa amarillenta a la gente, a mí por ejemplo, en los plenos municipales, porque los trabajadores eventuales del gobierno de CC – un gobierno que compartió con el PSOE hasta ocho meses antes de las elecciones locales de 2019 —  eran una recua de indeseables, no como los suyos, los de entonces y los de ahora, donde figuran candidatos fracasados de otras listas de SSP en diversas corporaciones.

Como Ascanio se ha hecho ahora un hombrecito hecho y derecho –un hombrecito de Estado — ya sabe lo que es un reparo. Incluso ha debido levantar alguno en su área de gobierno. Podrían hacerse hipótesis verosímiles. Por ejemplo, que lo que ocurrió políticamente, en su momento, fue un reparto de papeles: para Ascanio y los suyos el caso grúas y para Santiago Pérez – y Santiago Pérez – el caso reparos. Por conveniencia organizativa o porque el primero no estaba dispuesto a poner un euro más de su grupo municipal en acciones legales y el segundo disponía de más libertad al respecto. Pero yo no puedo creerlo. En todo caso Ascanio y sus compañeros denunciaron agriamente –y con argumentos en algunos puntos muy similares a los incluidos en la demanda de Pérez – los levantamientos de reparos de ambos alcaldes y con ese material combustionaron varias trifulcas plenarias. Nada de esto le merece una reflexión a Ascanio que, sin embargo, eleva un error periodístico a la categoría de iniquidad moral y se victimiza ciceronianamente, como si le hubiera adjudicado un crimen. Yo, como dije al principio, no tengo problemas para excusarme. Pero con reparos. Con todos los reparos irreparables que pueden extraerse de la patética carrera política de Rubens Ascanio.  

 

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Nada de perdón

Escucho y leo a mucha gente que demanda que Santiago Pérez y Rubens Ascanio pidan perdón después de que el Tribunal Supremo haya archivado la denuncia que interpusieron hace un lustro contra Fernando Clavijo y que se desarrolló bajo el membrete de caso Reparos. Eso es una tontería. Lo que hay que hacer es combatir políticamente a estos sujetos y desenmascararlos como lo que son: gente desvergonzada, malandrines henchidos de mediocridad, carentes de escrúpulos y dispuestos a cualquier marranada para acabar con los adversarios políticos, a los que niegan sistemáticamente, por sus sagradas gónadas izquierdistas, la legitimidad democrática que se arrogan en exclusiva para sí mismos. Porque uno puede equivocarse en sus apreciaciones al acudir a un juzgado, pero aquí no hay un error evaluativo, sino un sórdido método de competencia política para utilizar los tribunales de justicia como un instrumento de difamación pública. Primero fue la ridiculez del caso Grúas; después esta basura difamatoria a propósito de los reparos que un alcalde levantó, en una excepcional época de crisis económica y financiera, para garantizar la continuidad de servicios sociales prestados por el ayuntamiento lagunero.

A la espera de que los mendas hagan de nuevo el ridículo con explicaciones – una apuesta: a que lo que pasa es que Manuel Marchena es un atroz derechista y el Supremo está controlado por falangistas y requetés y todo el que no apoye mi fantasmagoría judicial es un vendido, un idiota, un indeseable – esta resolución no solo da carpetazo razonado a un lustro durante el cual se utilizó una denuncia, con el siempre diligente apoyo de la Fiscalía,  para insultar, escarnecer y vituperar a Fernando Clavijo, que jamás llegó a estar acusado de nada y menos aún fue procesado. En titulares de prensa, en intervenciones parlamentarias, en debates políticos y en mítines todo el mundo escuchó como Clavijo era un criminal que terminaría en la trena. Noemí Santana, en una sesión parlamentaria, lo llamó delincuente, y se quedó muy satisfecha. Recientemente la secretaria de Organización del PSOE,  Nira Fierro, habló de los perversos polimorfos que huyen al Senado para no afrontar acusaciones de corrupción, y seguro que hoy se estará callada. El auto de archivo también sirve para iluminar lo que ha ocurrido en el ayuntamiento de La Laguna desde 2019: estos casi cuatro años en los que por fin los cruzados del Santo Advenimiento pusieron sus heroicas nalgas en las poltronas por las que suspiraban.

El actual alcalde de La Laguna –junto con otros compañeros del equipo de gobierno – está sometido a investigación judicial. El secretario general del pleno municipal denunció el pasado mes de enero el fraccionamiento ilegal de 32 contratos y ha exigido la revisión de los acuerdos con nueve empresas de servicios por un montante superior al medio millón de euros. El mismo secretario ha declarado “nulos de pleno derecho”  228 contratos menores adjudicados por el gobierno municipal  entre 2019 y 2021 que suman más de 2.600.000 euros. Después de incesantes reclamaciones Luis Yeray Gutiérrez y sus concejales continúan sin aportar todos los decretos ya no a los grupos de oposición, sino al propio secretario. Si no existen reparos en la corporación lagunera desde 2019 es porque se ha hurtado a la intervención municipal la herramienta de formular informes negativos previos a cualquier contratación menor. Es un truco payasesco urdido por Santiago Pérez, que ya ni se toma la molestia de asistir al pleno que aprueba el presupuesto municipal: se va a bailar con la Negra Tomasa a La Palma. Mientras se enfangaban en estas tropelías y gestionaban sin proyecto ni ideas (aunque, eso sí, triplicando el gasto en propaganda) seguían insultando miserablemente. No deben ser perdonados. Deben ser conocidos y reconocidos. No por sus comedias de enredo, sino por el cinismo abyecto de su concepción de la política.  

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La marcha de Ferrovial

Si alguien quiere enterarse de las razón que llevan a Rafael del Pino y a los accionistas de Ferrovial a marchase a  le basta con leer el clarividente artículo de Esteban Hernández sobre el asunto  en El Confidencial. Ferrovial no pretende –principalmente– ahorrarse impuestos y menos aún es ese el objetivo central del señor del Pino, uno de los empresarios más inteligentes y mejor relacionados del país, que lleva bastantes años compitiendo en el extranjero y captando la mejor mentefactura española. La decisión de Ferrovial se inserta en un movimiento que está tomando velocidad y que se intensificara en los próximos tiempos: el frenazo –parcial – de la globalización y la política de recolocación empresarial que está impulsando el gobierno de Joe Biden. Es lo que pretende Ferrovial: operar a lo grande en Norteamérica. Porque incluso si abona más impuestos ahí la cantidad de recursos en juego es descomunal y, por supuesto, vale la pena. Si Ferrovial pretende seguir creciendo en un horizonte de una década no le queda realmente otro camino en este contexto económico y geopolítico.

Desde finales del año pasado pueden leerse innumerables noticias, reportajes e informes sobre el temor en el seno de la UE –Comisión y Banco Central sobre todo – a que grandes empresas europeas se relocalicen en Estados Unidos. Bueno, es un éxodo complejo y ruidoso que ya está empezando. Es la consecuencia combinada de dos estrategias del gobierno estadounidense. Primero, el fondo obtenido por Biden a través de sus acuerdos con el Congreso para financiar su gigantesco plan de infraestructuras, dotado con 1,2 billones de dólares. De esta cifra, más de 110.000 millones de dólares se invertirán en creación y rehabilitación de autopistas y carreteras y otros 120.0000 millones en trenes de alta velocidad, ferrocarriles y vehículos eléctricos, todo, supuestamente, en los próximos ocho años.  Segundo, la llamada  ley de Reducción de la Inflación, que implica ayudas por valor de unos 430.000 millones de dólares y que incluye exenciones fiscales, subvenciones y reembolsos para tecnologías verdes y de ahorro energético. Muy rápidamente: Holanda proporciona a Ferrovial un marco regulatorio más estable y un acceso más directo a mercados financieros en mejores condiciones crediticias, y es un paso operacional hacia el objetivo de cotizar en bolsa en Estados Unidos. Un país en la que ya trabaja en gestión de autopistas y en la ejecución de varios tramos del AVE de California. También desarrolla proyectos en el Reino Unidos Australia o Chile. La gente que se altera ahora con el traslado de la residencia fiscal de Ferrovial a Holanda parece que no se sentía molesta cuando compraba empresas como Amey, en Inglaterra, y ajustaba un 10% de su plantilla (luego, ciertamente, la incrementó).

La compañía presidida por Rafael del Pino no intenta  salir corriendo para no pagar impuestos. Quien caricaturice así la decisión de Ferrovial evidencia que no se está enterando de nada. Simplemente transforma sus estrategias de desarrollo y crecimiento para adaptarlas a las nuevas estructuras y pautas del capital internacional: la relocalización empresarial contra una globalización a la baja, el neoproteccionismo norteamericano con sonrisa ecológica y la firme determinación de los estadounidenses de atraer a las mejores empresas europeas. No es una particularidad de Rafael del Pino y sus accionistas, ni una deserción pesetera, ni una falta de patriotismo donde jamás el patriotismo ha pintado nada. De hecho, Ferrovial arriesga. Y, por supuesto, su decisión  deviene jurídicamente inevitable. Lo mejor que podía hacerse es no montar autos de fé para condenar la acumulación capitalista e insultar a la empresa y su presidente como alumnos hiperventilados de segundo de Políticas, sino extraerles un compromiso público y explícito de mantenimiento de su actividad empresarial, de su inversión en innovación y de sus más de 5.000 puestos de trabajo directos en España.   

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Cultura para todos

Mediada la mañana en el pleno parlamentario se hizo carne mortal el viceconsejero de Cultura del Gobierno autónomo,  Juan Márquez, que entró en la tribuna de invitados acompañado de una marabunta de cargos públicos, colaboradores, asesores más o menos áulicos y dos o tres empresarios que se enriquecieron en su día con Coalición Canaria en el poder y que ahora y en el futuro quieren poder embostarse después de que les sean perdonados sus pecados de lustros anteriores. El motivo de tan ilustre comitiva era la votación del dictamen de la propuesta de ley del Sistema Público de Cultura en Canarias que todas sus señorías interpretaron, en un escenario conceptual e intelectual de cartón piedra, como testigos entusiastas de un momento histórico excepcional.

Un servidor invita encarecidamente a su veintena de lectores que consulten el dictamen de la Comisión de Educación y Cultura sobre la ley engendrada por Márquez y su equipo de luminarias  y más enriquecida  que Elon Musk– según afirmaron todos los portavoces parlamentarios—por corporaciones públicas y entidades privadas. El comienzo del texto es de una claridad deslumbrante: “La cultura es uno de los grandes conceptos (sic) que mueven el Estado democrático y de derecho contemporáneo (sic) hasta el punto de haber sido propuesta (sic) como el cuarto elemento del Estado que habría que sumar a los tres tradicionales de poder, población y territorio (sic)”.  Es un asunto menor, lo entiendo, pero, de verdad, ¿de qué edición del Petit Larouse extrajeron los redactores la definición de Estado contemporáneo?  Toda la exposición de motivos es una exhibición de ignorancia petulante y mamarrachesca desarrollada en una prosa parapléjica. No obstante debe reconocerse que esta introducción no desdice el contenido real de una ley a la vez principista e invasiva y obsesionada por el control político- administrativo de la creación cultural, una ley innecesaria y burocratizante que además define y limita la estrategia de las políticas culturales que se impulsen en Canarias bajo premisas o demasiado obvias o demasiado discutibles. Por supuesto que un engendro reglamentista de esta naturaleza, cuya voluntad dirigista es indisimulable,  culmina con la creación de dos nuevos órganos cavernosos: la Comisión de Coordinación del sistema público de cultura de Canarias y el Consejo Canario de Cultura, torre babélica en la que estarán representados todos los sectores, todas las artes y oficios, todas las sensibilidades y ambiciones y los sindicatos y los empresarios y la suegra del lector de esta columna si ha leído Mararía o se despista un poco.

Lo más penoso fue escuchar las encomiásticas majaderías de los diputados. Uno de ellos se congratuló casi hasta las lágrimas porque la nueva ley garantizaba el acceso a la cultura como un derecho, como si no lo hicieran ya la Constitución española y el Estatuto de Autonomía. Otro graznó que la ley blindaba un presupuesto creciente para las políticas culturas públicas, cuando no existe ninguna normativa en el ordenamiento jurídico español o internacional con semejante fuerza demiúrgica. Tampoco resulta necesaria una ley autonómica para la coordinación de las administraciones públicas en materia cultural y patrimonial. Es más flexible, más práctico, más eficiente llegar a acuerdos consorciales, periódicos y siempre revisables, que estar sujetos al cumplimiento de una ley que va a entorpecer con más expedientes y comisiones y reuniones y memorandos la colaboración interadministrativa. Nada de esto impidió, por supuesto, que el voto favorable a la ley fuera unánime y que puestos en pie sus señorías aplaudieran a Márquez como cierta familia de mamíferos marinos suelen hacer en los espectáculos del Loro Parque. Entre los diputados me fijé en un anciano que ya no repetirá en la Cámara pero que a cambio de insistir  consiguió el respaldo de los suyos al proyecto de ley.  Desde la Viceconsejería de Cultura le han prometido que será el primer presidente del Consejo Canario de Cultura. También el echadero es toda una cultura.     

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Manolo Vieira

Se le murió a la gente Manolo Vieira y de inmediato, es inevitable, comenzó la llovizna de elogios, encomios, ditirambos, parabienes. Vieira es el mayor humorista que ha tenido en Canarias y durante algunos años, sinceramente, pareció el único. Y también el primero. ¿Alguien conoce algún predecesor mínimamente interesante? Existe literatura humorística – en la poesía satírica y burlesca de finales del XIX y principios del XX se puede encontrar, así como en novelistas del último medio siglo – pero humoristas no. Es un hecho interesante y tal vez culturalmente significativo. El canario sabe reírse pero no hacer reír. Durante mucho tiempo el chistoso, el gracioso, el ocurrente, estaba mal visto. En el fondo todavía lo está: maldito burletero. Por supuesto lo que se puso a hacer Vieira muy a principios de los años ochenta, cuando pasó de camarero a cómico, era stand up, el formato cómico creado en Estados Unidos más o menos después de la II Guerra Mundial, algo que el joven Vieira posiblemente no sabía. Por entonces solo existía un referente lejano, Gila, y los  chistosos que salían en los programas de espectáculo de TVE, de Fernando Esteso a Pepe Da Rosa. Dice la leyenda que Vieira comenzó contando chistes pero que poco a poco – o quizás rápidamente – introdujo narraciones y observaciones sobre la vida cotidiana y populosa de Las Palmas, especialmente de La Isleta, que era su barrio.

No tardó en saborear el éxito. Una de sus claves fue que  Manolo Vieira encarnó, en sus monólogos narrativos, el papel de observador concernido. Era un tipo de La Isleta que contaba cosas que le ocurrían a otros tipos de La Isleta. Con su mismo léxico, su mista sintaxis, sus mismos ritmos y silencios irónicos. Vieira eras tú, él y ella, nosotros o yo, pero mucho más astuto que todos: había transformado menudencias cotidianas en una identidad compartida, en un código emocional, en un espejo hilarante.  Sus discípulos e imitadores (a veces no es fácil distinguirlos) nunca lo superaron porque Vieira se nutría de su propia biografía, de sus experiencias cotidianas, de su interacción con una realidad dura y jodida, pero finalmente acogedora. Y cuando todo eso acabó le bastó con la memoria, por supuesto. Lo mismo que ocurre con otro camarero egregio, Alexis Ravelo. En ambos casos el oficio era su vida y su vida alimentaba su oficio devorador. Observación penetrante, capacidad de simbolizar un mundo de relaciones y asociaciones, excepcional talento narrativo. Se pueden transmitir técnicas, pero no se puede enseñar un espíritu artístico.

Vieira, sin embargo, es un humorista cuya complejidad va más allá de un costumbrismo afable y cómplice. La identidad le servía, más como escudo que como espada, para burlarse de todas las cosas – la ridiculez, los toletes, el godo, la cursilería, los abusadores, la petulancia, los cobardes, los chismosos, la pedantería – salvo de una: la propia identidad. Es cierto que en algunos monólogos – no siempre los mejores – parece desdoblarse por un instante y aquí y allá llega al límite, pero jamás lo cruza. Era demasiado inteligente y, sobre todo, conocía demasiado a su público para saber que el canario no sabe ni quiere ni soporta, en realidad, reírse de sí mismo. Al canario reírse de sí mismo se le antoja algo inimaginable: un pueblo masoquista cree que ya está bien criticado y ridiculizado por los demás. Es comprensible que Manolo Vieira, por su edad y su experiencia vital, no diera el paso. El paso de reírse abierta y si cabe ferozmente de nuestras idioteces, nuestras miserias, nuestros terrores, nuestros complejos y pesadillas, nuestros sueños y fantasías. Pero los que se llaman sus discípulos – ahora mismo todos – han incumplido ese tránsito imprescindible para llevar al humor canario a la madurez y abrirlo a nuevos caminos que no sea complacerse con nuestros tics, nuestras inercias mentales, nuestras mentiras. Pasar de reírse con tu público a reírse contra tu público y seducirlo con esa apuesta. Para que el humorismo canario alcance su madurez definitiva debe superar la self pity risueña, la indulgencia para con nuestras tonterías.  Los canarios deben aprender a reírse de sí mismos.  Después del comienzo irrepetible — y demasiado repetido — de Vieira esa debiera ser el objetivo de los humoristas isleños A ver cuándo empiezan.

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