La realidad es la oposición

La realidad siempre trabaja para la oposición. Como político veterano (y singularmente dotado para escapar vivo: hubiera sobrevivido en Auschwitz siendo rabino) Blas Trujillo lo tiene muy asumido. La respuesta solo puede ser ignorarla aunque parezca que se habla de ella constantemente. En el campo de la sanidad pública, que en los últimos años ha sido su negociado, Trujillo está vendiendo ahora la regularización de las plantillas del Servicio Canario de Salud como un éxito arduamente conseguido. Acabar con la temporalidad. Convertir en funcionarios o laborales fijos a más de 4.600 efectivos el próximo año a través de la ley de presupuestos generales de la Comunidad de 2023, donde se introdujo una “disposición” por la cual el Gobierno autónomo creará de aquí al 30 de marzo “las plazas que respondan a necesidades estructurales  como consecuencia del incremento de las exigencias asistenciales”. Respecto al follón en el Hospital Universitario de Canarias pues se van a realizar 1.052 nombramientos hasta el mes de abril, aparte de los profesionales ya regularizados en 2018 y 2021. Sin quitarle ningún mérito al señor Trujillo y su equipo, no parece procedimentalmente muy complejo. Se introduce una “disposición” en la ley presupuestaria en un caso, se llama a los eventuales desde la dirección del HUC para formalizar nombramientos y reclamar las firmas en otro. Sobre todo no conviene olvidar que lo que mejora inequívocamente es la condición laboral de los profesionales sanitarios, no la condición asistencial (patológica, diagnóstica o quirúrgica)  de los pacientes.

Porque la gestión de Blas Trujillo, antes y después de la etapa de Conrado Domínguez al frente de SCS, resulta claramente insatisfactoria, y en ciertos ámbitos delicados, un fracaso poco cuestionable. Meter muchos millones de euros más en la maquinaria del SCS, estabilizar plantillas y contratar a cientos de profesionales no conduce inevitablemente a una mejora de la gestión y Trujillo lo está demostrando cada día: baste señalar cómo ha empeorado la saturación tradicional de las urgencias o el escaso impacto del Plan Aborda en la Atención Primaria o de la inanidad de las medidas tomadas para disminuir las listas de espera. Cualquier usuario de la sanidad pública canaria en los últimos meses puede comprobar que la situación no ha cambiado en lo sustancial ni cualitativa ni cuantitativamente pese al muy considerable esfuerzo presupuestario realizado por el Ejecutivo. No es cuestión (ahora mismo) de dinero, sino de agilidad e inteligencia en la gestión, de modelo de administración sanitaria, de capacidad técnica y operativa en lo organizacional y lo procedimental. Una gestión mediocre, continuista, con una planificación ajena a la realidad y que atravesó el terrible shock de la pandemia del coronavirus  — que sigue ahí pese a los esfuerzos de Trujillo de trivializarlo estadísticamente – puede consumir y de hecho está consumiendo a una velocidad pasmosa todos los recursos financieros que se les eche.

Ocurre algo similar en la educación: la obsesión de la contratación como mecanismo sustitutorio de una gestión eficiente y eficaz. No, no es suficiente contratar a otros 2.000 enseñantes. No lo es ni de lejos si se sigue negando incomprensiblemente a las universidades un contrato-programa, si no se diseñan los currículos en tiempo y forma, si la Consejería de Educación ni siquiera es capaz de abonar lo adeudado a los empresarios del transporte escolar después de años de promesas y postergaciones. Al presidente Ángel Víctor Torres le parece “llamativo” que el transporte escolar haga paro “cuando se le va a a pagar”. No, presidente. Lo llamativo sería que hicieran paro después de pagarles. Que no es lo mismo. Ni siquiera en Arucas.        

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Un tipo como este

Yo no creo que la apertura de un Museo Rodin en Santa Cruz hubiera sido un error si se hubiera entendido como una herramienta que articulase un proyecto cultural para la capital tinerfeña más amplio e inclusivo que el museo mismo. Al menos es discutible y en ese espacio de discusión entiendo y respeto a varios de los que rechazaban terminantemente un acuerdo con la entidad francesa. Lo que se me ha antojado penoso es la actitud de la oposición municipal, sus miserias argumentales, sus fantasías pufísticas y su inveterada incapacidad para ofrecer alternativas. Eso ha sido suficiente para que un pequeño personaje de opereta transformadora, el concejal Ramón Trujillo, se deleitara en la Noche de Reyes con un regalo que se hizo a sí mismo: insultarme. Yo sobre Trujillo, en el lapso de treinta años, habré escrito cuatro o cinco veces, pero confieso que siempre abundando en una idea fundamental: un tipo como este ha sido uno de los principales obstáculos al que ha debido enfrentarse la izquierda en Santa Cruz y en Tenerife. La izquierda, en esta capital, no ha tenido como mayor adversario a CC, al PP y ni siquiera al PSOE, sino a sí misma y a los que han decidido administrarla per secula seculorum  para llevarla a un fracaso tras otro. En sus torpes denuestos Trujillo me tacha de izquierdófobo, como si detestar a la izquierda fuera una enfermedad mental; él, en cambio, es un derechófobo, lo que es ético, justo y necesario, porque la gente de derechas es una basura. Se me antoja maravilloso. Un tipo como este, que frustró el acuerdo electoral en 2019 entre UP y Alternativa Sí se Puede, impidiendo obtener cinco o seis concejales porque él y solo él debería encabezar la lista al ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, debería ser más discreto a la hora de distribuir carnets de enemigos de la izquierda.

Lo que más le indigna a Trujillo, con todo, es que yo “trivialice y justifique”  la censura de los medios de comunicación. Por más que releo ese artículo que tanto lo ha exasperado no encuentro ningún argumento a favor de la censura. No me extraña: Trujillo entiende por censura el hecho de que los medios no de adhieran a sus discursos, sus críticas y sus denuncias. Si no le das la razón ampliamente a Trujillo es que te están censurando aunque no lo sepas, triste y alienado totufo. El concejal ha insistido testarudamente en que incluso han despedido a periodistas para evitar que sigan hablando, pero no acierta a poner un solo ejemplo. Yo sí sé distinguir la censura. Por ejemplo, cuando un político mediocre y temblón se lanza en una red social a desacreditar a un periodista – algo que ha practicado más de un concejal en el ayuntamiento santacrucero – está intentando amedrentarlo, es decir, censurarlo. He escrito aquí muchas veces lo que todos sabemos: la crisis económica y la decadencia del modelo de negocio han debilitado a los medios frente al poder político, en Canarias, en España, en Argentina o en Italia. La mayor censura que sufrimos los periodistas es no encontrar trabajo, es ser despedidos por ajustes de plantilla o cierre de la publicación o la emisora, es cobrar poco o mal, lo entiendan los trujillos  o no lo entiendan, prefieran la puñetera realidad o sus ensueños de heroísmo masturbatorio. En todo caso a usted, concejal, nadie le ha dado vela en nuestro entierro.

Uno puede y a veces debe referirse a un político como una medianía inútil, como un personaje superfluo que cree que la ideología puede rescatarlo de su manifiesta inutilidad, como alguien que durante lustros no ha alcanzado a aportar nada al bien común ciudadano. Nada de esto alude a su honestidad, su honorabilidad o a ningún aspecto de su vida privada. No entender una obviedad tan inmediata aclara, también, las convicciones democráticas de un tipo como este y su respeto a la crítica como una función básica del periodismo plural y libre.

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Mensaje presidencial

Siguiendo una prescripción facultativa he escuchado el mensaje de Fin de Año del presidente Ángel Víctor Torres varios días después. Es un subgénero. El mensaje, no el presidente. El subgénero exige un tono tranquilo, un hablar sosegado, una mirada brillante entre confiada y paternal. También demanda como ingrediente principal la esperanza. Te guste más o te guste menos un presidente no puede prescindir de la esperanza. En los discursos presidenciales está tolerada cierta melancolía, una especie de ducha tibia para desprenderse de los restos de un pasado triste pero al fin y al cabo prescindible. Pero el escepticismo no. El escepticismo es antipolítico. El político no puede siquiera mostrarse escéptico porque estaría lapidándose a sí mismo. Es decir, si existen razones para el escepticismo, para el cansancio, para el descreimiento,  es que el político no está haciendo su trabajo debidamente. Por eso los políticos en general, y los presidentes en particular, necesitan del optimismo, y detestan a los agoreros, a los críticos, a los escépticos. Sabe que si ganaran perdería toda legitimidad. El optimismo siempre ha sido, pero hoy lo es más que nunca, una herramienta de comunicación política. ¿Por qué más que nunca? Porque la política se ha sentimentalizado y sin optimismo es difícil crear sentimientos positivos.

El presidente Torres es un político tradicional, curtido en el acre municipalismo de medianías, pero admirablemente aclimatado a los nuevos tiempos de la posverdad, la retórica negacionista y el sentimentalismo tardosocialdemócrata. Como político tradicional  sabe que debe elogiarse al pueblo. Incansablemente si es necesario. Alabar su valor, su trabajo, su capacidad de sacrificio, su amor a la patria, al pueblo, al barrio. Es un método tradicional porque alabando al pueblo el político termina alabándose a sí mismo. Primero porque le rinde pleitesía a algo de lo que forma parte. Y en el caso de gobernar porque ese pueblo, tan digno e inteligente, le ha elegido a él, con lo que se cierra un círculo perfecto. Luego Torres se refirió, por supuesto, a esa simpática y ya entrañable serie de catastróficas desdichas que han terminado siendo su corbata favorita, su pata de conejo, el osito de peluche con el que concilia el sueño todas las noches. Ya se sabe: Thomas Cook,  una pandemia universal, una crisis económica terrible, un volcán que estalla en La Palma y enrojece los cielos durante semanas, una guerra en Ucrania que conlleva nuevos problemas de abastecimiento y una inflación galopante. Hace poco, en una entrevista periodística, Román Rodríguez le decía al periodista que a pesar de todas las desgracias el Gobierno autónomo había funcionado maravillosamente. “Sin ninguno de estos problemas”, agregó, “hubiéramos hecho virguerías”. Es exactamente lo contrario. Lo que han hecho –incluidas algunos aciertos indudables – es gracias  a las desgracias, y en especial a la pandemia y la crisis económica subsiguiente, que llevó a la UE ha políticas de expansión de gasto y suspensión de las reglas fiscales y al Gobierno español a inyectar recursos financieros no previstos presupuestariamente. Es más: cabe sospechar razonablemente que en unas circunstancias normales el Gobierno hubiera estado en apuros y su cohesión interna hubiera atravesado momentos muy delicados.

Finalmente el jefe del Ejecutivo tiró de otro clásico. El futuro será mucho mejor. O como ya dijo un político hace más de siglo y medio: “Nuestras mejores canciones están aún por cantarse”. Seguramente Torres espera que no ocurra nada hasta finales de mayo. Tal vez sea demasiado optimista pero, ¿cómo no serlo en su caso si cada catástrofe viene con un pan bajo el brazo, si es una felicidad ser fijo discontinuo con 600 euros mensuales, si no deja de crecer la desigualdad social? Ni que fuéramos bobos.

 

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Periodismo pichulita

Una pregunta: ¿el periodismo puede hablar de cualquier cosa? Parece obvio. Existe un axioma del oficio que le he oído a Vázquez Montalbán, a Jorge Lanata o a Indro Montanelli: “No existen géneros pequeños, sino periodistas pequeños”.  Es muy plausible. Pero, ¿y cuando el periodista decide empequeñecerse? ¿Cuándo el mismo oficio opta por liliputizarse? Abrir el camino al conocimiento de la verdad de un hecho es periodismo. Pero, ¿de todos los hechos? ¿El periodismo puede ser un dignamente un chismoserismo? Confieso que me he quedado petrificado al descubrir a periodistas a los que aprecio, e incluso admiro, escribiendo sobre la ruptura sentimental – en fin – de  Mario Vargas Llosa con Isabel Presley. La mayoría han adoptado, como es obvio, un tono muy irónico, al entender que están muy por encima del asunto. Pero si estás tan por encima del asunto, ¿para qué escribes sobre el asunto en cuestión? Les pondré el caso de un periodista gallego que escribe muy bien y que se llevaron a Madrid y ahí le ordenan: “Oye, vete mañana a cubrir un discurso de Núñez Feijoó, y pasado a una manifa de animalistas, y cúrrate los partidos de fútbol de la selección en el Mundial, y ya puestos, escribe sobre lo del Nobel y la Porcelanosa…” Aparte de que eso no es un periodista de Sanxenxo, sino un escribano de Tebas, lo terrible es que el estilista se dedica a hacer chistes que oscilan entre Martínez Soria y Vizcaíno Casas. Cosas como que Vargas Llosa le remitió a Presley el manuscrito de su última novela y ella le respondió que no regresara nunca más, puf, menuda crítica literaria más brutal, jajaja, se quedó hecho polvo el peruano.

¿Qué es lo que ha llevado a que el periodismo patrio le dedique página y más páginas a este episodio? Se me dirá que la implicada es la figura dominante del papel couché en los últimos cuarenta años y que el implicado es premio Nobel de Literatura, pero eso deviene circunstancial o mejor, es tratado en estas semanas muy circunstancialmente por el chismoserismo. No se garrapatea sobre las lecturas de la dama o sobre las primicias a tanto la pieza del caballero o viceversa. Lo que sea cada uno es solo un marcador dramático y no forma parte del meollo del asunto. El meollo es, por supuesto, la intimidad real o imaginaria entre ambos. ¿Y cuándo ha sido la intimidad entre dos personas objetivo del periodismo, si esa relación no tiene una trascendencia más allá de lo estrictamente familiar o amical? Todo el mundo, en efecto, tiene una historia, y todas las historias son potencialmente interesantes. Pero esta historia que ahora se cuenta ya está escrita. Sus meandros narrativos han sido prefijados hace siglos y en cada artículo suenan como ventosidades dulcemente esperadas: celos, cuernos, caracteres incompatibles, mentiras y postergaciones. Es un cuento viejo, no una valiosa historia que pudiera deslumbrarnos a todos,  y el placer de los lectores consiste en escucharlo una y otra vez. Huum. Sabroso.

Alguien ha encontrado en un cuento publicado por Mario Vargas el anuncio de la ruptura, como si los escritores dejaran pistas que en algún momento se convierten en profecías autocumplidas. No, así no funciona el oficio, pero da igual. El protagonista del cuento explica que se enamoró de una mujer no con la cabeza, sino con la pichula. La palabra ha encantado al chismocerismo y no hay columnista imbécil –de cualquier sexo – que no la celebre. Yo la leí por primera vez en una admirable novela corta de Vargas Llosa titulada Los cachorros.  Pichulita Cuéllar, después de su terrible accidente, es desterrado por familiares y amigos y pierde su propia dignidad. Es un poco lo que el periodismo está haciendo consigo mismo. Un periodismo que lo sentimentaliza todo. Un periodismo de trinchera. Un periodismo que solo sabe ser apocalíptico o frívolo, genial o idiota, y al que todo el mundo va apartando con desprecio. Un periodismo pichulita.       

 

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En la muerte de Nicolás Redondo

La muerte a los 95 años de Nicolás Redondo se antoja un triste colofón a las celebraciones de los cuarenta años de la llegada del PSOE al Gobierno español. Su longevidad ha asombrado a algunos, que lo creían muerto y enterrado hace lustros. ¿Por qué  fue importante Redondo, secretario general de la UGT, para el devenir del PSOE? Porque Redondo, líder del socialismo obrerista de Vizcaya, decidió en Suresnes no presentarse a la secretaria general y apoyó con toda su testaruda fuerza de voluntad a un joven de 32 años llamado Felipe González. Dos o tres días antes también fue el empeño de Redondo el que llevó a joven González a pronunciar un discurso sobre la situación del tardofranquismo y de las fuerzas y debilidades del PSOE que obtuvo un respaldo entusiásticamente unánime. El vasco tenía el congreso ganado. Precisamente el apoyo de los militantes andaluces a su figura era muy claro. Fue él  — con el nihil obstat de Ramón Rubial – quien entronizó a Felipe González, quien apenas ocho años después ganaría unas elecciones generales con una amplísima mayoría absoluta. El último que lo ha contado (y muy bien) es Ignacio Varela en Por el cambio, un libro my conveniente que no tiene una página sin interés.

Dicen que Nicolás Redondo mantuvo la lucidez hasta hace muy pocos meses. Es una lástima no haber escuchado su opinión sobre este gobierno psocialista y esta Unión General de Trabajadores. Por algo se mantuvo callado ante lo que Yolanda Díaz ha llamado “el mejor gobierno de la democracia”. Porque ya la desvergüenza sale gratis. Incluso sale a devolver: Díaz ni siquiera necesita una mínima perspectiva temporal para proclamar su triunfal autoevaluación. Si Redondo le hizo una huelga al gobierno de Felipe González por una reforma laboral que no incluía tocar la indemnización por despido, ¿cómo hubiera reaccionado frente a una reforma “progresista” que no modificaba los recortes que en materia indemnizatoria había hecho previamente la derecha? Este era un mundo ya incomprensible para un dirigente sindical nacido antes de la Guerra Civil. Un mundo en el que los sindicatos habían renunciado a su autonomía para funcionar exclusivamente – sobre todo en las administraciones públicas, su último espacio de privilegio, liquidada ya la mayor parte de la industria nacional –como correa de transmisión de los anhelos y propagandas del Gobierno. Es muy improbable que a Redondo le fascinara el espectáculo de los dirigentes de UGT y Comisiones Obreras aplaudiendo extasiados a una ministra de Trabajo. En el fondo estiró todo lo que pudo la épica de la lucha marxista y revolucionaria. Si en el PSOE Felipe decidía que había que ser socialistas antes que marxistas a él no le parecía mal, con tal  no intentaran convencerlo que había que ser socioliberal antes de ser socialdemócratas. Pero en el sindicato era distinto. El sindicato era el sindicato. Yo escuché a más de un socialista que, en los años de la “doble militancia” Redondo y los suyos consideraban que el PSOE se estaba convirtiendo a toda velocidad en una maquinaria del poder desprovista de ideología y compromiso social, pero que el sindicato era la reserva moral del psocialismo español. Tal vez. YE, sin embargo, fue bajo el liderazgo de Nicolás Redondo cuando, al mismo tiempo que el PSOE se pragmatizaba – en especial desde principios de los noventa — la UGT se transformó en una burocracia con su guerra de guerrillas, sus clanes compinches, su negativa a cualquier transformación propia frente a la transformación veloz de la sociedad posindustrial. Como tantos luchadores antifranquistas de su generación sentía una obvia incomodidad ante la sencilla pregunta de si desaparecido el movimiento obrero, el obrerismo y casi el obrero, era todavía posible, útil, convincente el sindicalismo. “Siempre que las cosas del sindicato las lleve el sindicato todo va bien”, dijo una vez, insistiendo en el mantra de la autonomía. Meses después el escándalo de la cooperativa de viviendas PSV lo contradijo. Poco más se marchó y comenzó a sembrar casi 30 años de silencios y desdenes.

 

 

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