Antonio Castro

Un síntoma palmero

La salida de la diputada Rosa Pulido de Coalición Canaria – que no implica, faltaría más, el abandono del escaño – debe entenderse básicamente en clave palmera, pero en absoluto es un asunto local  sin consecuencias externas. A nadie puede sorprender que la señora Pulido deje CC y se incorpore de inmediato a Nueva Canarias. Los dirigentes coalicioneros contaban con ello hace mucho tiempo. Pulido forma parte del grupo de militantes que, procedentes de la extinta ICAN, y nucleados alrededor de su figura más representativa, Maeve Sanjuán, terminaron hastiados de la sibilina férula de Antonio Castro, cuya voluntad de eternización – un chiste palmero lo cataloga como una monja incorrupta en el siglo XXI– tiene un precio muy alto: el propio partido. El hermano de la todavía diputada, Miguel Ángel Pulido, exviceconsejero de Ordenación Territorial del Gobierno autonómico, presentó su baja en CC hace poco más de un año. Y como ocurrió con Sanjuán, con el mismo y fatal destino:  la organización liderada por Román Rodríguez.
Rosa Pulido ha intentado hacer pasar sus apurados pretextos para romper el carnet de Coalición por argumentos razonables. Al parecer el Gobierno regional – integrado por CC y el PSC-PSOE – se ha derechizado mucho, está servilmente plegado a Mariano Rajoy,  y la señora Pulido acaba de descubrirlo, a tres escasos meses de las elecciones autonómicas, y ha sufrido un sofoco insuperable. La señora Pulido – como antes Maeve Sanjuán – han tenido quince años para distinguir entre don Antonio Castro y el Che Guevara, incluso entre Juan Ramón Hernández y Olof Palme, pero sea por falta de tiempo, sea por una ligera distracción, no consiguieron hacerlo hasta muy recientemente. Aun admitiendo la belleza de las martingalas ideológicas, es incomprensible que no opten por  la explicación real: era imposible la continuidad en un partido político en el que cualquier discrepancia, cualquier diferencia de criterio, cualquier disidencia o autonomía personal son estigmatizadas,  fiscalizadas y al final desactivadas por un liderazgo que se prolonga durante más de treinta años y se ha transformado en un régimen en sí mismo. El decadente régimen del garrote y el marquesote. La acuciosa sombra plagada de orejas de don Antonio Castro Cordobez que solo acoge bajo su manto la adhesión silenciosa, aunque sea melancólica. Un liderazgo sin el que API no hubiera sido posible, pero con el que CC de La Palma ya es intransitable, y que ha conducido, en los últimos años, a la astracanesca pérdida del Cabildo de La Palma y a una debilidad mengüante, impotente, en casi todos los municipios palmeros, incluyendo Santa Cruz y Los Llanos de Aridane.
Como proyecto político y artefacto electoral, Coalición Canaria tiene un gravísimo problema en La Palma, aunque los broncos fuegos de Lanzarote y los traumas liliputienses de Gran Canaria contribuyan a ocultarlo. Un problema sin rupturas escandalosas ni enfrentamientos épicos: la disolución en la insignificancia de una organización fosilizada, domeñada, deformada y arruinada por un patriarca que considerable inimaginable otra alternativa que no sea él mismo.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Añoche soñé que volvia a hacer periodismo en Manderley

El Parlamento de Canarias, más exactamente, su presidente y su mesa, han declarado personas non gratas a los periodistas parlamentarios, y lo han hecho con el silencio cómplice (o la pachorra indiferente) de los distintos portavoces y grupos políticos. Ni la Presidencia ni la Mesa, por supuesto, han emitido ninguna declaración institucional específica en este sentido, aunque observando el bochornoso transcurso de los acontecimientos de los últimos años, sus esfuerzos por entorpecer una y otra vez el trabajo de los profesionales de la información,  su cada vez más abierto desprecio hacia los periodistas, cabe colegir que quizás no fuera por falta de ganas. Los responsables del gobierno parlamentario comparten implícitamente el juicio de Bismark sobre los periodistas: son individuos que, sin excepciones, se han equivocado de vocación. Que se busquen otra y dejen de inmiscuirse en las digestiones plenarias de sus señorías y de reflejar críticamente sus brillantes diálogos de besugos.

Esta semana la humillación hacia los periodistas parlamentarios llegó a un límite insólito. Por primera vez en treinta años se les prohibió entrar en el Parlamento para realizar su trabajo. Con la crisis política originada por la moción de censura en el Cabildo de La Palma como punto único del orden del día, coalicioneros y socialistas habían convocado la mesa del seguimiento del pacto que sostiene al Gobierno de Paulino Rivero. Los representantes de Coalición Canaria y el PSC-PSOE decidieron reunirse en la Cámara por la tarde y ahí se presentaron los periodistas. La mecánica, en estas ocasiones, es muy sencilla. Los periodistas no entran en el Parlamento a huronear entre las cortinas o a buscar revistas porno  bajo los escaños vacíos. Esperan pacientemente a que termine la reunión (lo que puede durar quince minutos o tres horas) y recogen declaraciones de los negociadores. En esta ocasión no fue así. Un ujier les cerró el paso y el agente de la Policía canaria les invitó a salir a la calle. Ante las asombradas protestas el ujier aseguró que un diputado – se ha mencionado el nombre de su señoría Manuel Fajardo, portavoz del grupo parlamentario socialista, quien posteriormente negó que ordenara nada – había prohibido la entrada. Los periodistas debieron esperar en la vía pública. Esa misma noche el PSC-PSOE emitió varios tweets al respeto,  exculpando una y otra vez a Fajardo, que incluso se expresaba “dolido” porque alguien lo creyese capaz de fastidiar a los periodistas, a los que con un recochineo ejemplar mandaba un saludo cariñoso.  Por su parte, el diputado Asier Antona, presidente del grupo parlamentario del PP y su secretario general, aseguraba, en la misma red social, que pediría explicaciones al respecto.

Lo malo es que ni Fajardo, ni Antona, ni ningún diputado, en realidad, pueden ignorar verosímilmente el estúpido acoso que están sufriendo los periodistas que cubren el Parlamento de Canarias en los últimos años: los que coinciden con la presidencia de Antonio Castro Cordobez. Desde impedir a los periodistas (incluidos los gráficos) su estancia en los pasillos hasta prohibir tajantemente que los redactores que obtengan imágenes fotográficas, desde acotar la tribuna de prensa con un ridículo cordón – con lo que pocos pueden asistir a los debates en el mismo salón de plenos – hasta ralentizar hasta la desesperación cualquier información que se solicite, por parte de la prensa, a la Mesa de la Cámara, pasando por apagar – sí, apagar – las luces para que los informadores, simplemente, no puedan trabajar. La meta última deseada por el presidente y la Mesa del Parlamento – no puede extraerse otra conclusión – lleva a que los periodistas queden estabulados, como silenciosos corderos, en la sala de prensa y sigan el desarrollo de los plenos por el circuito cerrado de televisión. Se admite algún balido de espanto si toma la palabra su señoría Manuel Fernández.

Estas intolerables e intolerantes medidas coercitivas no figuran en ningún reglamento ni protocolo pergeñado por Castro Cordobez y sus compañeros de la Mesa ni mucho menos han sido negociadas con los periodistas. Han sido impuestas desde la arbitrariedad más despendolada, aunque nunca con un mal gesto por parte del presidente, al que le gusta actuar desde un paternalismo estratosférico que se sorprende sinceramente ante las quejas por su grosera prepotencia. Por supuesto que una de las claves de esta situación es la personalidad de Antonio Castro y el sello lacrado que (digámoslo así) ha impuesto al gobierno parlamentario. Castro Cordobez es particularmente celoso del protocolo, la jerarquía y la hipotética grandeur de su cargo.  Más que un diputado (y un político muy activo) del siglo XXI su figura, su estructura mental y su estilo se corresponde al de un senador de la Restauración canovista. Y desde ese punto de vista los periodistas tienen su lugar, por supuesto: una esquina dotada de un televisor para reproducir estenográficamente lo que mascullan, gritan o tartamudean los representantes parlamentarios. Que nadie ose pertubar el sagrado orden de la sede de la soberanía popular. De esta manera, Antonio Castro gobierna la Cámara como el ama de llaves de Rebeca gobernaba la mansión, su mansión, con sus pruritos inescrutables y cambiantes, sus miradas polisémicas y sus ternos oscuros. Y los periodistas deben saber que ni se puede corretear por las escaleras ni visitar las habitaciones cerradas a cal y canto en Mardeley.

Pero, ¿y la actitud del resto de la Mesa del Parlamento? ¿Y los presidentes y portavoces de los grupos?  Ni saben ni contestan, pero en ningún caso parecen excesivamente molestos por la situación. Las obsesiones persecutorias de Castro Cordobez no les perjudican en la coyuntura de mayor mediocridad política, intelectual y oratoria que se ha vivido en la Cámara. Los parlamentos de los años ochenta eran el senado de la República romana comparados con el hedor de la actual miseria que impregna el edificio de la calle Teobaldo Power. El desprecio cómplice hacia la prensa es una manifestación más de la partidización y burocratización de la praxis parlamentaria. Un parlamento al que algún diputado, en un pasado no demasiado lejano, me definió como “una cosa nuestra, de los partidos”. Una cámara entendida como cosa nostra, efectivamente. ¿Cómo conceder credibilidad a propósitos de transparencia y regeneración democrática cuando se obstaculiza a los periodistas informar en el propio parlamento?  ¿La desafección a la democracia representativa se corrige desinfectando de actividad periodística el recinto parlamentario para reducir al mínimo los molestos testigos presenciales? Cada día, en el mismo Parlamento de Canarias, se le está poniendo una zancadilla al derecho a la información y la propia legitimación política del sistema parlamentario.

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Parricidio frustrado

Cuando Gombrowicz, después de treinta años de exilio, abandonó Argentina para regresar a Europa, un pequeño grupo de admiradores –todos los lectores que tenía en Buenos Aires – lo acompañaron hasta el puerto. En el último momento, cuando el barco ya se alejaba, Gombrowicz se asomó por la borda y les gritó a pleno pulmón: “¡Muchachos, maten a Borges!”. No era un mal consejo. Todos los hijos deben matar simbólicamente a su padre si quieren sobrevivirlo y, en último extremo, si quieren quererlo y aprender de él. Cuando eso no ocurre las consecuencias para padres, hijos y espíritus santos suelen ser desastrosas. José Luis Perestelo no se resolvió nunca a asesinar a Antonio Castro Cordobez, como no lo ha hecho Juan Ramón Hernández. Durante lustros Antonio Castro aplicó siempre la misma taimada metodología: uno y otro se echaban a pelear por la primogenitura, y cuando todo parecía saltar por los aires, el fundador de API aparecía sobre una nube, como un arcángel san Miguel con aire acondicionado incorporado a la espada, les afeaba la conducta e imponía el orden jerárquico y la frágil concordia. Ambos agachaban la cabeza hasta la próxima ocasión. Pero Perestelo ya está harto de bajar la cabeza.  Lo que no supo hacer en el interior de CC lo hará ahora desde fuera desdiciendo treinta años de militancia política. Y su objetivo será tirar desde el viaducto de Los Tilos esa matrioska que representa a Guadalupe González Taño, pero que en su interior acoge a Juan Ramón Hernández, que a su vez contiene a Antonio Castro Cordobez.
El tránsito de Perestelo a Nueva Canarias, al que seguirán un buen puñado de cargos y excargos públicos procedentes de Ican y la fanfarria de Impa, no tiene, por supuesto, ninguna justificación político-ideológica. Perestelo no ha sido jamás un nacionalista de izquierdas. Tampoco un gestor precisamente excepcional, sino un político de aguzada inteligencia y de una simpatía popular a prueba de rones y madrugadas. Su pase a Nueva Canarias es, para los coalicioneros, una noticia bastante más escalofriante que un entendimiento ocasional entre el PSOE y el PP en el Cabildo de La Palma. Un Perestelo candidato al Parlamento y a la corporación insular bajo las siglas de Nueva Canarias contribuiría decididamente a reducir los diputados de CC e incluso a perder su carácter de primera fuerza política en la isla en 2015.  Y todo por no haber matado a tiempo al padre. A un padre que, por supuesto, sigue convencido de su generosa, inocente, merecida eternidad.

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El sarcófago

Me lo preguntó un joven compañero grancanario, que por primera vez debía cubrir la información parlamentaria, al que encontré mientras me dirigía cojeando al médico.
–Pues sí, me han mandado a cubrir la constitución de la Cámara, colega. ¿Por dónde queda el Parlamento?
Se me encogió el corazón en un ataque de ternura.
–Sigue los furgones de la Policía Nacional. No tiene pérdida.
En las puertas de la asamblea se había concentrado una veintena de indignados. A este paso los indignados se convertirán en una atracción turística más. A ver si la Sociedad de Desarrollo impone que sus encantadoras guaguas de dos pisos, esas caricaturas londinenses que avanzan por las calles santacruceras como encendidos supositorios torturantes, puedan ofrecer a nuestros visitantes imágenes en vivo y en directo de los indignados indignándose entre bocata deliberativo y pincho de tortilla insurreccional y gritando a los guiris encantados: “¡Ustedes no nos representan!”. Los extranjeros podrían fotografiar la Chicharro Revolution y mostrar en Liverpool que Santa Cruz guarda atractivos insólitos además de las tiendas de hindúes, la plaza de Los Patos y un auditorio de Calatrava erigido en un descampado que linda con un parque marítimo y un Mc Donald. Tocaban a dos diputados por indignado o, si se prefiere, a cuatro policías por indignado. Cuando se aproximó el coche oficial del presidente del Gobierno comenzaron a corear eslóganes. Para empezar, un clásico de la era predigital: “¡Paulino (….) trabaja de peón!”.
Insistieron en la cantaleta durante un buen rato. Lo realmente extraordinario reside en que el único que ha trabajado como peón en sus años mozos es, precisamente, el presidente del Gobierno, porque del aspecto de los indignados ahí presentes podía deducirse, con un margen de error minúsculo, que para todos ellos la pala y la carretilla eran entidades tan mitológicas como la democracia parlamentaria. En el interior, mientras tanto, comenzaba a celebrarse una misa corpore insepulto. Todos, salvo lógicamente él mismo, votaban para introducir en un catafalco de púrpura y oro a Antonio Castro Cordobez, que había luchado denodadamente por evitar presidir el Parlamento de Canarias. Don Antonio quería regresar al Gobierno, pero sus herederos, desde que salieron de La Palma, ya no son los respetuosos pibes de antaño, sino ambiciones hechas y derechas. Desde La Palma Guadalupe González Taño proclamó: “Lo hará muy bien”. Fue el último clavo para cerrar el sarcófago.

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