Crisis económica

Clínex

De sus respectivas declaraciones se colige que Rajoy y Merkel no hablaron ayer de economía. Vaya a usted a saber sobre qué charloteaban entre sonrisas catatónicas. La señora Merkel expresó su confianza en el señor Rajoy, que pareció relajarse como un boquerón en un spa, y el señor Rajoy manifestó que su colega alemana no le había enmendado la plana ni le había acribillado a consejos, porque esas cosas no ocurren entre países aliados, como los matrimonios de treinta años jamás hablan de posturas sexuales. La ritualidad de estos encuentros presidenciales debería cuidarse un poco más. No es que nos oculten nada, sino con la práctica de esta inanidad parecen admitir que lo sabemos todos, y solo se trata de una foto para tranquilizar a los mercados.

Los mercados bursátiles se tranquilizaron, en efecto, pero por las declaraciones del presidente del Banco Central Europeo y no por la coreografía muda de Merkel y Rajoy. Y se trata de una nueva sorpresa: Daghri afirmó que el BCE está dispuesto a comprar más deuda pública española, pero solo después de que el Gobierno español solicitara el rescate en Bruselas. Es algo parecido a garantizarte una provisión ilimitada de clinex después de pegarte un tiro en la frente. El BCE está dispuesto a comprar deuda pública española, en efecto, si nos empobrecemos y arruinados más y mejor. Arruínate más, amigo, arruínate mejor: devasta tus servicios públicos, destruye tu cohesión social, renuncia a la modernización de tu estructura productiva, resígnate a ser un Portugal donde se hablan cuatro idiomas y el hidrógeno solo se utilice  para deconstruir tortillas de papas y bocadillos de berberechos en los restaurantes de cinco tenedores. Para gritar de alegría y dedicarle sonetos de pie quebrado al banquero italiano. Es profunda, barrocamente estúpido: nadie ignora que España será incapaz de cumplir sus compromisos fiscales. No lo hará de ninguna manera, para empezar, porque tales compromisos en semejantes plazos son inalcanzables. Los bancos y fondos de inversión se ponen muy nerviosos, y miles de millones de euros comienzan a abandonar el país (extranjeros vendiendo activos españoles  y liquidando cuentas, españoles metiendo en depósitos extranjeros hasta un 17% del PIB) y la solución es, tranquilos, que se compre deuda española como mecanismo suplementario del rescate, imponiendo unas condiciones presupuestarias, fiscales y laborales muchísimas más duras. ¿Por qué los mercados iban a confiar en que España sea capaz de cumplir condiciones más terribles aun que las presentes? Lo del BCE es una necedad, una nueva añagaza para ganar tiempo, y ni es aceptable en el caso español ni supone ninguna contribución que apuntale la continuidad del euro. Ninguna. Ayer ha sido un día para olvidar, una estación macabra entre dos pesadillas, y seguro que lo olvidaremos pronto.

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Película

Acabó un agosto de incendios, muertes ilustres – ya no habrá más espléndidos chimorreos de Gore Vidal, ya murió el último filósofo marxista español, Francisco Fernández Buey, que sabía pensar – y una suerte de miedo expectante instalado en los corazones y los bolsillos de la gran mayoría de los ciudadanos que tienen cada vez menos razones para considerarse ciudadanos. Los modernistas afirmaban que la vida imita al arte y lo estamos comprobando en esta crisis sistémica e interminable, la crisis de nuestra vida, que cumple el relato perfecto de una película apocalíptica. No se va a acabar todo y ya está. Es necesario un clima, una atmósfera, una progresión dramática. Primero aparecen los aguafiestas, todavía con los cuernos de la abundancia desbordando de leche y miel y hormigón armado: esto va a petar. Aquí no hubo demasiados aguafiestas, la verdad, porque hasta la izquierda parlamentaria, que abominaba de la debilidad del Estado de Bienestar y del creciente desigualdad social, ni se olió la catástrofe que ahora nos avasalla. Después el Gobierno –cualquier Gobierno – asegura que, pese a la gravedad de la situación, todo está bajo control, y que bastarán algunos molestos sacrificios para retomar la normalidad. Las señales del fin se multiplican y la gente comienza a desconfiar de la autoridad incompetente. Las medidas se redoblan y el Gobierno asegura que quien no las acate es un cómplice de la situación (crisis nuclear, invasión de marcianos, meteoro destructivo, epidemia veloz y letal, zombis hambrientos) y será tratado como tal. Al final a todos se les cae la venda, el control vuela por los aires y el personal comienza a correr en todas direcciones como gallinas sin cabeza. Entonces empieza lo bueno, es decir, lo peor.

Estamos a unos pocos minutos del tercer acto: el meteoro se acerca, los marcianos están a punto de aterrizar y los zombis tienen un hambre canina. El presidente Mariano Rajoy intentará no pedir el rescate global de la economía española – un rescate cuyas dimensiones suponen además una amenaza para la integridad de la eurozona – hasta finales de octubre. Otra vez lo mismo. Otra vez para salvar un feudo autonómico (Galicia) pospondrá durante varias semanas una medida aterradora. Mientras tanto el Gobierno de Canarias prepara un cierre más o menos inmediato de los presupuestos generales del presente 2012 y sigue jugando a que aquí los servicios públicos resisten victoriosamente las miserias financieras. Lo único que leo como solución crítica y alternativa es salir a la calle, gritar e incluso rodear el Congreso de los Diputados. Exactamente lo mismo que en una película apocalíptica: correr de un lado para otro como pollos descabezados.

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Vacío

“Hay que vivir en la realidad”, dijo ayer la vicepresidenta Saenz de Santamaría al salir de la Tienda de los Horrores, es decir, del Consejo de Ministros, y lo dijo con una entonación extraña, como si no se decidiera entre una sentencia existencialista y la letra de un bolero. A su lado, con la habitual sonrisita de hurón perdonavidas, el ministro Cristóbal Montoro dirigía ocasionales miradas de desprecio burlón a los periodistas. Cuando más acojonado se encuentra este pobre diablo más ensoberbecido se muestra. Los analistas económicos cuentan que sus palabras el pasado jueves, en la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados, han contribuido sustancialmente a la escalada vivida por la prima de riesgo española en las últimas 24 horas. Ya saben, aquello de que el Gobierno no podía garantizar el pago de las nóminas de los funcionarios. Lo dijo. Y lo dijo cuando se estaba celebrando, precisamente, una subasta de deuda pública, que pudo ser cubierta casi milagrosamente elevando los intereses medio potosí. Aun más: un ratito antes de comenzar la rueda de prensa del Consejo de Ministro comparece en Valencia el portavoz del Gobierno de la Generalitat y anuncia que su comunidad autonómica solicita el rescate al Gobierno central. La Comunidad de Valencia está en quiebra, en definitiva, y necesita fondos estatales para hacer frente a sus obligaciones de gasto más elementales. Al parecer a Fabra y a su colección de gaznápiros y trincones no se les ocurrió esperar hasta la noche o mejor aun, hasta el sábado.

Todo esto es alucinatorio, porque es cierto: hasta la ilusión de que no podría encontrarse peor presidente para una crisis de semejante envergadura que Rodríguez Zapatero nos han quitado. Si el Gobierno de Mariano Rajoy está desacreditado –aun más fuera que dentro de  España – es porque se trata de un pésimo Gobierno que llegó al poder sin un diagnóstico preciso de una situación angustiosa ni una estrategia para desbrozar dificultades y salir de la misma. Ni reformas económicas y fiscales estructurales, ni plan de reforma de las administraciones públicas, ni diseño de un mapa inteligente para navegar por las revueltas aguas de la Unión Europea. Absolutamente nada. Un vacío perfecto bajo la batuta de un líder pancista y cortesano cuya sabiduría y diligencia se limitan a haber sobrevivido a todas las zancadillas, descalificaciones y puñaladas políticas en la cúspide de su organización. Desde luego, son un Gobierno de derechas, de la rancia derecha nacionalcatólica española, que desprecia al Estado, salvo cuando se trata de incrustar a los suyos en sus más doradas covachuelas, y que al socaire de la catástrofe introducirá  sus ñames para promover privatizaciones de servicios públicos e imponer sus valores educativos y culturales. Pero es interesante insistir en que son un Gobierno inepto, torpe, estúpido y mentiroso.

El próximo octubre España deberá pagar 27.000 millones de euros de vencimiento de su deuda pública. Hasta entonces el país atravesará un infierno con aumento del desempleo, cierres patronales y encarecimiento del coste de la vida. La quiebra del Estado parece inevitable. Ya no estamos al borde del precipicio: caemos en el vacío a toda velocidad abrazados a un futuro que no existe.

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Una carta para ayer y hoy

Un empresario inglés, en una carta remitida a un amigo en el invierno de 1870, le contaba malhumoradamente que temía, “porque todavía solo tengo indicios, y no pruebas” que dos de sus empleados eran socialistas y habían entrado en un sindicato. “Lo que me faltaba”, añadía, “era que entrara la locura criminal de los socialistas en mi propia casa”. Después de referirse a algunos problemas logísticos de abastecimiento en sus talleres, el empresario, cabreado, volvía al tema de los obreros socialistas. “No sé si has visto sus periodicuchos y sus panfletos (…) Estos chiflados quieren que se les multiplique sus salarios por cuatro o cinco, que solo trabajen nueve horas diarias, que tengan diez minutos para desayunar, que en el turno de noche no se admita a menores de catorce años (…) Ya sabes lo que pasaría si se salieran con la suya: que tendría que cerrar la empresa (…) Lo mismo te ocurriría a ti, y a todos (…) El socialismo será la ruina de Inglaterra…”

Bueno, Inglaterra no se hizo socialista, pero cuando, con cierto retraso frente a Alemania, comenzó a construir un Estado de Bienestar, tampoco se arruinó. Antes llegó el sufragio universal, la reducción de la jornada laboral, la institución de un salario mínimo y la prohibición del trabajo infantil. La economía británica siguió creciendo y prosperando. La epístola citada más arriba es solo un ejemplo entre miles que podrían mostrarse. En realidad desde mediados del siglo XIX se desarrolló toda una literatura panfletaria cuya principal objeto era demostrar que el socialismo era no solo una abominación moral, sino un disparate económico, un suicidio empresarial, una doctrina de lesa patria fruto de una conspiración internacional. La domesticación del capitalismo liberal (es una obviedad que produce vergüenza repetir) no fue el fruto de la feliz y libérrima evolución del sistema económico, sino de la presión y de la acción políticas de partidos de masas dotados de un programa socialista y de una alta organización. En Alemania y Escandinavia los partidos socialistas y socialdemócratas, a principios del siglo XX, glutinaban entre el 25 y el 40% de los votos: el SPD superó, en 1911, el millón de afiliados. En países pequeños, como Bélgica, el fenómeno no era menor (su partido obrero principal contaba con 276.000 miembros en vísperas de la I Guerra Mundial) y hasta en Estados Unidos el candidato presidencial socialista (sí, socialista) obtuvo 950.000 votos en las elecciones de 1914. En todos los países con democracias liberales y parlamentos elegidos (más o menos) democráticamente los partidos socialistas prosperaron con velocidad inusitada y los sindicatos obreros se extendieron con mayor rapidez y militancia aun. Incluso en países como Francia o Italia, donde  los partidos socialistas y comunistas eran por entonces organizaciones comparativamente modestas, sus resultados electorales solían ser crecientes (los socialistas franceses cosecharon 104 escaños en 1914), de manera que constituían un factor significativo en la política nacional.

Ese mundo – el mundo anterior a la I Guerra Mundial, pero también el de los años veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo – era un mundo más pobre e ignorante, con menores índices de productividad y una capacidad científica y tecnológica muy inferior. Gracias primordial (aunque no exclusivamente) a las fuerzas socialistas y comunistas europeas murió menos gente de hambre, enfermedades y agotamiento y se ganó en democratización de la política y de la sociedad en la mayor parte  continente.  Y sin embargo, a principios del siglo XXI, lo que se está exigiendo al espacio político-social más avanzado del planeta, Europa, es austeridad, resignación a una prolongada convivencia con el desempleo, mutilación o aniquilación del Estado de Bienestar como una conquista política fiscalmente inviable y hasta contraproducente. Los socios europeos que se encuentran en mejor situación económica – Alemania, Holanda, Suecia, Finlandia – también tienen sus encuestas y sus números: un alemán de 2012 gana menos dinero y cuenta con peores servicios sociales y asistenciales que los que disfrutaba su padre en 1982. Algo funciona mal, crecientemente mal, en las democracias parlamentarias europeas, y no solo en las europeas, y quizás una de las raíces del malestar se encuentra, precisamente, en la evidente pérdida de autonomía del sistema político respecto a las fuerzas del capital, en esta coyuntura histórica, respecto a la organización singularmente competente un neocapitalismo financiero prodigiosamente globalizado. Los propios acuerdos que se fragüan en la Unión Europea sigue obedeciendo a una lógica intergubernamental. El federalismo queda (todavía al menos) muy lejos para la política institucional, pero ha sido superado por los mercados que actúan, en sus opciones estrategias, a tiempo real en todo el planeta. Los parlamentos actuales – por decirlo a lo Habermas – ya no son espacios para un consenso racional a través del diálogo entre diversas opciones. El equilibrio político se mantiene ahora mediante  una serie de compromisos entre intereses privados – cuyo origen no se encuentra en los ciudadanos, sino en las corporaciones y los organismos paraestatales – que de suyo son conflictivos. En los parlamentos los partidos mayoritarios – ya integrados en un subsistema estatal, ya reconocidos como agentes paraestatales, incluso desde un punto de vista constitucional– registran y sancionan decisiones tomadas previamente para mostrar y demostrar al público las opiniones forjadas de antemano. Esta realidad no ha conducido a una crisis de legitimación del sistema. Pero para la gran mayoría de los europeos entiende el Estado (y así ocurre hace muchas décadas) no como un conjunto de símbolos o un relato mitológico de cohesión, sino como el instrumento que ha sabido preservarlos de la crisis demasiado agudas o prolongadas, que ha introducido racionalidad y fiscalización sobre la actividad del capital, proporcionado redes de asistencia y solidaridad, dotado de estabilizadores automáticos al sistema social en forma de seguros de desempleo y jubilaciones, creado y salvaguardado cierto nivel de igualdad de oportunidades. Cuando el Estado democrático ya no sirve para lo que le ha servido en Europa en el último medio siglo, ¿para qué servirá? ¿Y cómo lo enterarán ciudadanos que apenas merecerán el apelativo de ciudadanos?

La izquierda es una de las víctimas político-ideológicas de esta situación. A veces pienso que merecidamente. Cómo nos hemos resignado. Ya no hay fetichización de la mercancía, ya no existe alienación por soportar trabajos miserables y esclavizantes,  ya el proyecto de democratización de la sociedad (y no el mero ejercicio del voto, la percepción por desempleo o el aumento de las becas) parece pura basura histórica. Y la vía de salida no está en esa izquierda (a veces vocinglera, otras parapeteada en divanes académicos) que, por ejemplo, considera la economía como un mero derivado de la voluntad política. La izquierda que considera la economía, en definitiva, como una palanca para hacer lo que nos plazca, no una ciencia social con sus leyes y su congruencia teórica. La izquierda que todavía es capaz de desarrollar entre brochazos un diagnóstico de la situación, pero que no vislumbra una praxis eficaz y eficiente para avanzar entre las mentiras y semiverdades y estupideces encanalladas del discurso oficial. El que nos dice y nos repite que son necesarios sacrificios y renuncias, una competitividad ininterrumpida, unos salarios hambrones y una vejez indigna para evitar que el sistema económico naufrague. Como hacía aquel empresario inglés, furioso y terminante, al escribir a su colega en el frío invierno de Londres de 1870.

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Prosperidad

Una de las novelas contemporáneas más curiosas que puede leerse se titula Red Plenty (Prosperidad roja) y está firmada por un escritor casi inencontrable, Francis Spufford. Hasta cierto punto cabe clarificarla como una novela histórica, pues narra, con profusión de debates especializados y detalles técnicos, el esfuerzo intenso, generoso, confiado y entusiasta, aunque al cabo destrozado por la realidad, por convertir la sociedad soviética en una sociedad próspera con acceso a bienes de consumo. Esta odisea – poco examinada historiográficamente – se desarrolló en despachos y laboratorios entre finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. El PIB de la Unión Sovietica crecía entonces entre un 8% y un 12% anual. A costa de un precio terrorífico (hambre, miseria, destrucción física del campesinado, trabajo esclavo en campos de concentración, condiciones laborales oprobiosas para la supuestamente gobernante clase obrera) el inmenso país había construido las bases de una poderosa – aunque en muchos aspectos ineficiente – industria pesada. Kruschev  y su tropa reformista creían llegado el momento de desplegar la capacidad de la economía soviética para satisfacer a una población que padecía un nivel de vida lamentable. Había que producir neveras, cocinas, duchas, coches, ventiladores, ropa decente. Había que conseguir desterrar cualquier racionamiento. Había que lograr que comprar carne, leche, huevos o pan no supusiera pasarse horas en las colas de los economatos, a veces para volver con las manos frías y vacías.

Perdieron la partida. Las razones son muchas: las indescriptibles dificultades para sistematizar información económica o diseñar sistemas logísticos eficaces, la creciente preponderancia del gasto militar y civil que suponía el mantenimiento del Imperio, la imposibilidad técnica de encontrar un dispositivo de asignación de recursos tan eficiente como el mercado. Cayó Kruschev y sus sucesores abandonaron cualquier veleidad reformista, resignándose a conservar el sistema político, sus estructuras de poder y sus propios traseros. Ya en los años setenta comenzaron a endeudarse con organismos internacionales y con los bancos del infierno capitalista hasta que todo se fue al traste.

La actual crisis económica estructural no parece conocer estos esfuerzos melancólicos. La salud de las cuentas públicas está por encima de la salud de los ciudadanos. Esos cuyos salarios han perdido poder adquisitivo durante los últimos veinte años y que se mantuvieron en la clase media gracias al crédito financiero. El Gobierno de Mariano Rajoy prepara un nuevo reajuste presupuestario que ahondará en la recesión, desmantelará el sistema productivo del país y condenará cualquier garantía de cohesión social. No son reformas: es un atraco al presente y, sobre todo, al futuro de la viabilidad de un proyecto social democrático. Ni properidad roja, ni azul, ni gris marengo.

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