democracia

Lo de Lula (y dos papas)

Así como hay gente que sigue en año nuevo un concierto que se celebra tradicionalmente en Viena  –la ciudad con el mejor café del mundo – otros no pusimos a seguir la toma de posesión de Lula da Silva como presidente del Brasil: el inicio de su tercer mandato cumplidos ya los 77 años. El discurso del nuevo y viejo presidente es, como propiamente suyo, histórico y jacarandoso. Proclama que su equipo y él –o viceversa –van a reconstruir el país. El periódico que uno leyó tantos años corre a buscar el titular políticamente correcto: “Un Brasil esperanzado da a Lula una nueva oportunidad”. Un Brasil esperanzado. Lo cierto es que Lula apenas consiguió dos puntos más que Bolsonaro en las urnas, poco más de dos millones de votos; el estrecho margen quizás se entiende mejor si se recuerda que los votos nulos supusieron unos cuatro millones de papeletas, casi el doble. El Brasil esperanzado del mencionado titular es, en el mejor de los casos, la mitad del país, ese 50,9% de los ciudadanos que votaron por Lula, de los cuales varios cientos de miles lo hicieron pensando en el mal menor: más vale Lula, aunque no me guste nada, que otro mandato más para Bolsonaro y sus horrores fascistoides. Para la otra mitad la jornada de ayer fue una amarga decepción, aunque tenían motivos para tranquilizarse. Porque Lula consiguió un tercer mandato, pero el Partido de los Trabajadores se llevó una paliza en las elecciones parlamentarias y a gobernadores, simultáneas a las presidenciales.

Cuando el flamante presidente afirma que reconstruirá el país simula olvidar que no cuenta con mayoría en el parlamento y que solo un puñado de los gobernadores son militantes del PT. Brasil es una república federal y, como tal, ha desarrollado una amplia descentralización política y administrativa. El nuevo gobierno federal – que para la inmensa mayoría de los brasileños es una instancia muy lejana respecto a su vida cotidiana – tendrá problemas formidables para llegar a consensos parlamentarios y articular alianzas con la mayoría de los gobernadores. En los años de Bolsonaro, sin duda oscuros pero con un respaldo ciudadano cada vez más amplio, no ha sido el PT el encargado de mantener una oposición de izquierda, sino movimientos sociales en distintos frentes, un foquismo incipiente en las grandes ciudades que reclama viviendas, sanidad, becas, transporte público, protección a los ecosistemas, subsidios. Son movimientos e iniciativas que desconfían del PT y de los viejos sindicatos  y que reclaman una verdadera democratización del país y una lucha contra la pobreza que conlleve cambios económicos y fiscales esenciales. Porque el PT – su corrupción, sus feroces disputas internas, su falta de rigor en la gestión, su indiscutible oligarquización — es uno de los responsables del florecimiento del bolsonarismo. Después de los logros del primer mandato de Lula el PT ha caído en un creciente descrédito.  Más allá de Lula de Silva, que acabará este mandato ya octagenario, no se aprecia en la lontananza ningún sustituto verosímil para el liderazgo supremo de la organización. Ahora mismo esa circunstancia es muy menor; a medida que avance el tercer mandato de Lula cobrará importancia y, sin duda, tensionará y mucho al PT.

Para mí es incomprensible que los grandes diarios españoles traten a sus lectores como imbéciles ofreciéndoles el relato colorista de un héroe del pueblo gracias al cual Brasil ahora está ilusionao. Al lado hay otra noticia aún más graciosa: “Dos papas convertidos en banderas de una guerra cultural en la Iglesia”. Te la lees y uno es un gran intelectual neotomista muy de derechas – ¿lo de gran intelectual tomista no es una contradictio in terminis?  — y otro es un aficionado al fútbol y al mate muy de izquierda. También el periodismo se ha convertido ya en Netflix.    

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A por otros cuatro años

Los insultos proferidos desde la tribuna del Congreso de los Diputados contra la ministra de Igualdad, Irene Montero, son graves por sí mismos. Una agresión hedionda y tabernaria que además le propina otra mujer, una diputada de Vox en busca de un minuto de gloria supurante.  El insulto ha sido tan bajo y furioso –tan envilecedor para todos — que de repente Moreno ya no fue la autora política de una normativa legal defectuosa y discutible, sino una víctima del fascismo. Por unas horas las cuentas de Podemos se han dejado de emitir bulos y falsedades sobre la ley Montero, sobre las instrucciones de la Fiscalía General del Estado, sobre abogados de violadores, jueces prevaricadores y demás carroña para, en cambio, defender a la ministra frente a los fachas. Porque, como es obvio, ¿quién no va a condenar los intolerables  insultos a la ministra? Por desgracia es demasiado golosa la tentación de instrumentalizar el ataque pro domo sua. Y así se comienza de inmediato a construir una victimización que oculta como una alfombra todas las enormidades que en la enloquecida apología de le ley han esparcido Montero y sus compañeros. Por supuesto, este combate propagandístico contra la realidad a la realidad se la trae sin cuidado. Ya son casi una cincuentena las condenas revisadas y rebajadas en pocas semanas; anteayer se dictó por la Audiencia de Santa Cruz de Tenerife que una pena de diez años quedaba reducida a nueve. Pero la ley no se reformará. Palabra de ministra. Lo que habrá es una “avalancha de derechos para aplastar a los fascistas”. Un método original para acabar con el fascismo, por otro lado. Como si la República de Weimar se hubiera caracterizado por retirarles derechos políticos a los alemanes.

Y ya, por supuesto, todo es fascismo, todo es machismo, todo es heteropatriarcado, todo es no pasarán. Si una periodista (Esther Palomera) condena el seguidismo de la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, en su afán de aceptar en silencio o con entusiasmo toda declaración de Pablo Iglesias, Palomera es reducida a una machista repulsiva. Una señora  joven, talentosa y demenciada escribe en El País que “toda violencia verbal o de pensamiento (atención: de pensamiento) contra una persona es una violencia física”.  El  silogismo queda más o menos claro: si toda violencia simbólica, es más, si cualquier pensamiento violento es violencia física, yo, en legítima defensa, te puedo soltar dos hostias en cuanto intuya que estás pensando algo indigno sobre mí. Mientras todo esto nos distrae ocurre lo más importante, lo que tiene una verdadera relevancia estructural y un impacto inmediato en la vida de los ciudadanos. La aprobación de unos presupuestos generales más expansivos que nunca, metiendo todo el carbón imaginable para alimentar la caldera de la inflación y el que venga atrás que arree, e incrementando sueldos y pensiones a los funcionarios y jubilados, los dos grandes ejércitos electorales del país.  Los impuestos a la banca y a las compañías eléctricas, de cuya calidad técnico-jurídica cabe esperar lo peor. Y, por supuesto, el primer movimiento para reformar o suprimir del código penal el delito de sedición. Primero fueron los indultos a los condenados por el Tribunal Supremo por el golpe contra la Constitución y el Estatuto en Cataluña. Y ahora se pone en marcha una reforma legal para que Oriol Junqueras y otros militantes de ERC y de Junts  per Catalunya  puedan presentarse a las próximas elecciones autonómicas: derecho penal de autor.  Ya lo exaltó Gabriel Rufián: “¡Le hemos quitado el juguete a los jueces fascistas!” Convengamos que llamar fascistas a los magistrados del Supremo en el Congreso de los Diputados no es ni siquiera violencia de pensamiento. Solo un eructo triunfal.  Mercadeando con esta insigne peña (yolandistas, pablistas, independentistas vascos y catalanes) piensa seguir Pedro Sánchez en la Presidencia otros cuatro años. Aunque termine gobernando solo en el distrito Moncloa-Aravaca. 

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Trump, oh, el horror

Discurso de Donald Trump desde la opulenta ordinariez de Mar-a-Lago, anunciando que se presentará a las elecciones presidenciales de 2024. Y lo hará: como republicano para ganar o como independiente para vengarse. Grita amenazas, estupideces, píos anhelos patrióticos, visiones apocalípticas, algún chiste grueso, promesas de redención. Qué terrible es Trump, qué amenaza arrolladora para lo que queda de república democrática, cómo parar a este ogro que convierte en vileza todo lo que toca. Oh. Menos mal que, como apuntó Eternamente Yolanda, en las elecciones de medio mandato han ganado los nuestros. Imagino el sobresalto de cualquier senador demócrata al ser calificado como compañero por una militante comunista. El yolandismo es eso: la chorrada gratificante como categoría política, el buenismo susurrante como liturgia, la simplificación pueril de la realidad para que nuestro sueño llegue rápido y evitemos cualquier pesadilla. La pesadilla de votar a otro partido, por ejemplo.

Trump, sin duda, es muy malo, es lo peor de lo peor, pero en España, desde hace tres años, crece lozano y orgulloso un populismo cada vez más enfrentado a los principios básicos de gobernanza democrática, cada día más despreciativo con las instituciones y los procedimientos propios de una democracia representativa. Lo penúltimo es un ministra que acusa a los jueces de  incumplir una norma, la ley de Garantía de la Libertad Sexual, que es técnicamente un bodrio, hasta el punto de que ha permitido – en realidad ha obligado: no se puede dejar de aplica la retroactividad– a rebajar las penas a delincuentes sexuales. Durante meses se advirtió a esta sujeta, la ministra digo, desde el Consejo General del Poder Judicial, desde las asociaciones profesionales de magistrados, desde grupos parlamentarios como el PP o ERC, que su proyecto legislativo era una chapuza y que ocurriría lo que terminó por ocurrir, pero no hizo puñetero caso y forzó la aprobación de su engendro. Su reacción – y la de la gente de su cuerda, es decir, con sueldos sabrosones que dependen de la benevolencia de la excelentísima señora – ha sido acusar a los jueces de machistas y poner en marcha, de nuevo, la leyenda de un la una lawfare cuasigolpista contra un gobierno deizquierdas. Antes atacar la independencia de uno de los poderes del Estado – una característica de cualquier democracia — a admitir que me he equivocado y corregir el yerro. Los jueces, son todos fachas, menos Victoria  Rosell, y la solución consiste en ponerlos a hacer cursos de perspectiva de género hasta que dicten sentencias correctas, es decir, sentencias que agraden el Gobierno en general y al Ministerio de Igualdad en particular. En realidad el Observatorio contra la Violencia Doméstica informó que  ya existe por ley, desde 2019, la obligatoriedad de realizar un curso sobre perspectiva de género y ya lo han realizado 1.467 jueces y juezas.

Esto es lo último pero, por supuesto, solo lo último. En España el Gobierno elige para Fiscal General del Estado a una señora que dos meses antes era ministra de Justicia. A otra compañera, que se sacó justita la licenciatura en Derecho y es funcionaria de la Seguridad Social, presidenta del Consejo de Estado. A un miembro del comité ejecutivo del PSOE,  presidente del CIS, y a un amigo del presidente –por mencionar un caso al azar— jefe de Correos y Telégrafos sin ninguna experiencia en el sector y 200.000 euros mensuales de sueldo. Un presidente que ha mentido una y otra vez tanto dentro como fuera del Parlamento sobre sus compromisos políticos, que ha trampeado sobre sus sus límites y opciones para cerrar acuerdos de gobierno, pactando con fuerzas políticas que tienen como objetivo estratégico desmembrar el Estado, y que ha utilizado con fiereza el decreto ley como método legislativo predilecto y las modificaciones en los códigos legales para asegurarse continuar en el poder. Un presidente que ha pasado de rescatar a un barco cargado de inmigrantes como foto electoral a permitir  que asesinen a decenas de magrebíes y a continuación alabar a la policía española y a la gendarmería marroquí. Pedro Sánchez crea y destroza carreras y prestigios en el PSOE con el gusto despiadado que ha utilizado Trump en el GOP. Populismo maquillado de socialdemocracia que te murmura al oído: “No te olvides: la democracia es nuestra y solo nuestra, tuya y mía, y de nadie más”.

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Fatiga democrática

Para muchos politólogos la democracia liberal está cayendo en una crisis  de la que es improbable que se recupere en un futuro próximo. “En el paso de la modernidad posindustrial a la modernidad digital se está extendiendo, en muchas de las democracias liberales más establecidas y supuestamente inmutables un síndrome de fatiga democrática”, ha escrito Ongolfur Blühdorn,  “y su importancia más mucho más allá de las crisis democráticas que se han estado debatiendo durante un tiempo considerable”. Aunque una parte sustancial de la población todavía suscriba los ideales y valores democráticos, lo cierto es que la desconfianza en la utilidad práctica de la democracia liberal y representativa se abre camino cada vez más rotundamente. Y la razón principal del cansancio democrático – causa y resultado del florecimiento de opciones y personalidades de una derecha extrema, populista e iliberal — es relativamente sencilla: porque la gente vive peor que hace veinte años, porque juventud y futuro son conceptos que se han enajenado, porque el horizonte profesional y económico de la mayoría es cada vez más incierto y oscuro, porque el mundo se ha vuelto culturalmente incomprensible para muchos que sienten su identidad amenazada.

¿Qué hace la izquierda? En esta última crisis, la tercera en el último cuarto de siglo, se le ha permitido una expansión del gasto público, básicamente para mantener a salvo los servicios públicos (sanidad y educación) y desplegar apósitos asistenciales. Pero el ascensor social está roto, las clases medias se han pauperizado, no deja de aumentar la desigualdad y disponer de un título universitario hace tiempo que ya no es garantía de conseguir un buen trabajo. En Canarias, por ejemplo, las clases medias siempre han sido mayoritariamente funcionariales. Estas islas son un buen laboratorio para comprobar, en efecto, la profunda banalidad de las políticas de izquierda en los tiempos críticos poscovid, que han podido aliviar el malestar en algunos sectores y colectivos, pero que se han mostrado incapaces de contribuir significativamente a una diversificación y modernización del sistema económico;  en cambio vibran de entusiasmo por el regreso del turismo de masas. ¿De qué ha servido la democracia? ¿Qué utilidad instrumental ha tenido el régimen autonómico para Canarias si en este siglo la tasa de desempleo más baja ha sido del 10% de la población activa, si mantiene el mismo PIB per cápita desde hace veinte años, si todavía se debe discutir hasta la última migaja del REF frente al Gobierno central, si nuestras universidades continúan infradotadas financieramente y la mayoría de los adolescentes canarios no conocen bien ni su propia lengua? Y menos aún la neolengua de la élite política gubernamental, que vocifera su satisfacción por el número de contratos indefinidos que se firmen ahora en Canarias, como si indefinidos significara algo así como eternos. Por supuesto que han aumentado los contratos indefinidos en Canarias. Pero es que un contrato indefinido puede romperse legalmente en dos semanas o dos meses. Y con un coste bastante moderado para el contratador.

Y luego, por supuesto, está la  ejemplaridad burlada. Obviemos la crapulosa mamadera del caso mascarillas, cuatro millones que se roban frente a las narices del presidente del Gobierno autónomo. Elijamos al azar otro horror mucho más modesto. Jorge Miguel Peñas, compi de Podemos, es consejero de Vivienda, Empleo y Gobierno Abierto en el Cabildo de Lanzarote. El señor Peñas decidió asistir a la IV Asamblea de Cargos Electos de la Izquierda Canaria, una reunión obviamente partidista y completamente inútil, y la presidente Dolores Corujo le firmó los gastos en dietas, billetes de avión y taxis. Aunque lo que menos me asombra es que Corujo firme eso. Corujo es capaz de firmar el código de Hammurabi,  las obras completas de J.J. Benítez o el disco que lleva  la nave Voyager. Gobierno Abierto, dice. Pero qué gerola.   

 

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La verdadera desafección

Cuando parecía encarrilado el proceso negociador sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial salta Núñez Feijóo y dice que no, que ni un paso más si el Gobierno se empeña en modificar el delito de sedición del Código Penal. Hasta ahora todos los gallegos que había conocido eran listos. Incluido Mariano Rajoy, que a su lado no hace más que agigantarse como si fuera Gladstone. ¿De veras cree el líder del PP que ganará un maldito voto por esto? ¿Qué diablos tiene que ver una renovación que se ha frustrado una y otra vez – casi siempre por decisión del PP, en alguna ocasión por zorrerías del PSOE – con el delito de sedición? Si a los conservadores no les gusta la reforma en la que se apresuran los socialistas – a mí tampoco — que la lleven al Tribunal Constitucional.  Esta salida es extemporánea, mezquina, estúpida y sobre todo irresponsable. El PP – y sobre todo su líder – pierde mucho más que lo que gana. Núñez Feijóo se engalanó con los ropajes de la moderación, la contención y el diálogo. Mantener el gamberrismo institucional lo despoja de cualquier talente y talento propio y verosímil.

Si se vuelve a las andadas en este asunto, ¿qué cabe esperar del esfuerzo de negociación y consenso que debería caracterizar a la élite política del país en una situación de emergencia como la actual? Recesión económica en la próxima esquina, inflación incontrolable, frenazo a la creación de empleo, carestía de materias primas, guerrilla fiscal entre las comunidades autónomas, pauperización de las clases medias y hasta la amenaza de la detonación de una bomba atómica o incluso el estallido de un conflicto nuclear generalizado. Pues ni siquiera eso es suficiente. Todos aquellos que piden un pacto de rentas, un conjunto de reformas imprescindibles, unos presupuestos que sin desatender políticas sociales y asistenciales que alivie el sufrimiento cronificado de los más necesitados no parta del absurdo de un crecimiento del PIB de un 4% que nadie se cree claman en el desierto. Todo o nada. ¿Pacto de rentas? Espere usted sentado. Pero les podemos ofrecer a la ministra de Trabajo lloriqueando al anunciar que le quitaban una condecoración a Francisco Franco, muerto y momificado hace 47 años.

Hace unos días, en la Cámara regional, el presidente del Gobierno autónomo,  Ángel Víctor Torres, insistió en que la corrupción política generaba entre los ciudadanos desafección democrática. Probablemente pecaba de cierto optimismo muy característico del señor presidente. Lo que indica la experiencia histórica es que la corrupción no les gusta a los votantes, pero que suele tratarse con una decepcionante indulgencia. No hablo de los casos más extremos, como la de aquellos miles y miles de peronistas que en una manifestación en Buenos Aires gritaban: “Ladrón o no ladrón/queremos a Perón”.  Me refiero a las graves patologías de corrupción que han afectado al PSOE o al PP y que no han dañado sus expectativas electorales. Los ciudadanos condenan la corrupción cuando va unida a la ineficacia e ineficiencia en la acción de un Gobierno que maltrata sus intereses. Y lo realmente grave es que el maltrato continúa. Después de tres años de gobiernos progresistas en España y en Canarias ha aumentado la desigualdad social, y si bien se ha limitado el crecimiento de la pobreza tradicional y la exclusión social se han multiplicado los nuevos pobres: esa clase media pauperizada que tiene trabajo pero no llega a fin de mes. Esta situación, que comenzó a cronificarse en la crisis de 2008-2009 pero que hunde sus raíces varios años antes, es la que lleva a la gente a un desprecio insuperable por la democracia representativa, sus símbolos y sus instituciones, y el desprecio se transforma en descreimiento y el descreimiento en una torva convicción: la democracia ya no sirve porque no garantiza bienestar social ni estabilidad cultural. La democracia ya no es válida, ni atractiva, ni convincente. La democracia, en realidad, ha muerto, y ya apesta.  

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