Día de Canarias

Viaje a la infancia

¿Queda alguien ahí entre los restos de escaldón y ropa vieja? La última vez que miré entre las persianas me pareció ver en la esquina a una pareja de luchadores bailando un sorondongo. Quizás se trataba de una pesadilla. No lo sé. En general en estas fechas es difícil comprender algo. Por ejemplo, que la expresión de la canariedad – si se presupone que existe tal señora –solo tiene cabida en el folklore. Siempre, en este día feriado, aparecen varios tipos, cuidadosamente seleccionados por el gabinete del Doctor Caligari del Gobierno autonómico, que te explican que tenemos el deber ineludible de conservar nuestras raíces, y la raíces de nuestra identidad son un traje de mago, el gofio, la carne fiesta, cientos de tipos tocando el timple, una vaca cagándose por la calle y un vino azufrado empapándolo todo. Este año han completado la encuesta preguntando a otras desconocidas eminencias sobre la impresión que causan los canarios dentro y fuera de las islas. Les sorprenderá a usted saber, estimado lector, que jamás pasamos desapercibidos. Que si usted y yo paseáramos por Nairobi, Nueva York o Albacete se nos identificaría como gente de genio inmediata, irremediablemente.
–Son ustedes impresionantes. No nos han pasado desapercibidos.
–Muchas gracias. Es que somos así.
–¿Canarios, no?
–Por supuesto.
–Ya lo sabíamos.
–Y yo sé que usted lo sabía.
–Impresionante.
–No. Simplemente canarios.
El folklore institucionalizado funciona para el poder — y el poder no es exclusivamente un Gobierno o un sistema político — como una máscara ideológica. Queremos y nos quieren identificarnos así – asumiendo como  propios fragmentos dispersos y a menudo ficcionalizados  de peculiaridades y rituales propios de sociedad agrícolas y ganaderas –porque desactiva cualquier conflicto identitario –y al cabo social — propio de sociedades más complejas. Lo que arrastra el ganado es un cuento chino. Se trata de una suerte de viaje a una infancia –un pasado entre bucólico y gargantuélico– que jamás existió. Un viaje bastante idiotizante en su pretensión de representar cultural o espiritualmente a toda una colectividad. Una excusión intrauterina en la que todos los mandamases y aspirantes sin excepción nos explican desde la izquierda a la derecha, desde el centralismo al nacionalismo, las innumerables razones de sentirnos orgullosos por sentir en las venas el salitroso orgullo que orgullosamente debemos disfrutar, recuperar o conquistar. Cualquier autocrítica es considerada como una actitud ya no antipatriótica, sino incluso antihigiénica, tal vez inmoral, en todo caso, insolidaria. No es admisible ejercer de canarios tocando jazz, creando una pintura de paisajes interiores, montando una propuesta teatral sobre un texto de Ionesco, escribiendo novelas de zombies que, en este país, serían puro costumbrismo. Pero ánimo. Faltan solo unas horas para volver a ser lo que somos a diario. Esa partida de envite que perdemos siempre contra  nosotros mismos y –lo que es peor –solo sabemos jugar contra nosotros.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito 2 comentarios

De lo necesario hoy

No sé lo que es Canarias, pero no ignoro que las controversias identitarias suelen conducir a una melancolía embrutecedora. A propósito de la festividad oficial de la Comunidad autonómica he encontrado dos tesis, por llamarlas de alguna manera: las que señalan que no hay nada que celebrar, salvo la propia indignación, y las que, astutamente, proponen aprovechar la jornada para contraponer al discurso oficial una reivindicación crítica y alternativa. Es bastante aburrido. En ambos casos, curiosamente, no se deja de rendir pleitesía al calendario político-administrativo. No se me alcanza por qué debe uno indignarse hoy más que el próximo jueves, y proponer una alternativa crítica al discurso oficial – si es que tal discurso oficial no es otra cosa que un conjunto de sintagmas osificados y eslóganes publicitarios – es cosa que, supuestamente, debería practicarse a diario.
Dudo mucho que esto que nos ocupa o desocupa sea o deba ser una nación. Un viejo filósofo nos advertía que todas las naciones se ríen las unas de las otras y que a ninguna le faltan razones para hacerlo. No se equivocaba. No necesitamos nación, banderas, himnos, días conmemorativos, mártires, estatuas ecuestres ni sellos de correos. Es urgente que conozcamos mejor nuestra historia, pero no para convencernos de que tenemos razón  — la historia, una retratista despiadada, suele descubrir cosas desagradables de los individuos y los colectivos – sino para curarnos de nuestras propias estupideces y mezquindades e intentar no repetir viejos, persistentes, sacralizados errores y fingimientos. La historia debería servirnos, en fin, para cuestionarnos cruelmente, no para conseguir un argumento favorecedor de nuestros prejuicios, anhelos o fantasías. Y con unos límites. Un país que se pasa la vida intentando saber quién es devine un lugar inhabitable, una dicharachera tribu de charlatanes, una colección de pretextos hastiantes, una retórica fantasmagórica que se persigue inacabablemente por los pasillos de sus malolientes obsesiones. No necesitamos una nación ni una sempiterna apelación furiosa o entristecida de la identidad, sino la reivindicación y construcción de una comunidad democrática de ciudadanos libres e iguales que comparten principios de participación política, convivencia y justicia: exactamente lo que hoy se está intentando demoler. Yo estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por mi país, salvo convertirme en un patriota.

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