Hugo Chávez

La victoria perfecta

Como todos los grandes actos de campaña del chavismo y de su degradación criminalizante y chistosa, el madurismo, el mítin de cierre de campaña de Nicolás Maduro fue íntegramente financiado por el Gobierno de Caracas. Pueden leer los documentos en Tal Cual: una organización (y una logística) cuyas responsabilidades se distribuyen entre los diversos ministerios. Es realmente maravilloso que de los fuegos artificiales que cerraron el acto se encargase el Ministerio de Defensa o que la decoración del escenario la asumiera el Ministerio de Minería. Probablemente Maradona, un expolitoxicómano que se asegura jugó al fútbol hace treinta años, actuó gratis, aunque pernocte en la misma Casa Rosada con mesa y mantel. El señor presidente, que es muy bailongo, no pudo resistirse tampoco a saltar como un oso panda por el escenario. Porque este tolete execrable, cuya obesidad ya alcanza dimensiones totémicas, gusta en comer y bailar en público mientras los venezolanos atraviesan una crisis alimentaria con casos de desnutrición infantil cada vez más numerosos, hospitales desabastecidos, exterminio de empresas y comercios, infraestructuras ruinosas, cientos de miles de venezolanos huyendo del país y una criminalidad callejera solo superada por México. Un sátrapa lerdo y zoquete que carece absolutamente de vergüenza y sentido patriótico y cuya solución a una inflación de 14.000% es subir los sueldos (por centésima vez), apretar todavía más los controles estatales sobre la economía y advertir de la enésima conjura yanqui para exterminar al pueblo, como si Maduro y los suyos necesitaran para eso de ninguna ayuda. El Gobierno que se llama bolivariano no es un mal gestor. Es una catástrofe apocalíptica ante la que el régimen –su principal responsable – ha decidido brindarse.
Las elecciones presidenciales de mañana domingo son el segundo paso para dejar atrás definitivamente cualquier antigüalla democrática, cualquier rescoldo liberal, cualquier átomo de respeto a la institucionalidad fundada por el propio Chávez. El primero consistió en liquidar la Asamblea Nacional porque la oposición se atrevió a ganar inauditamente las elecciones parlamentarias. El Centro Electoral Nacional, copado por chapistas convictos y confesos, convalidó unas elecciones manipuladas que llevaron a una Asamblea Constituyente. Después de ganar las elecciones presidenciales, y antes de fin de año, la nueva Constitución sería aprobada. Y se acabó para siempre esta vaina de elecciones que se pueden perder. Se acabó el voto popular directo y las huevonadas de los partidos políticos para instalar definitivamente una dictadura cuya columna vertebral sería el Ejército. Para perfeccionar aun más unas elecciones escrupulosamente sucias el chavismomadurismo tiene como único contrincante de cierto peso a Henri Falcón, que estuvo con Hugo Chávez en el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, pero que abandonó la casa del Padre hace ocho o nueve años y hasta le planchó el partó a Henrique Cabriles.  Falcón es parte de la farsa. Un recurso para el chavismo si el chavismo pierde (algo harto improbable) o reconoce cierta debilidad en las urnas.
Chávez ganó sus últimas elecciones, y Maduro sus primeras, porque la situación de millones de venezolanos no era peor – en algunos casos discutible o fugazmente mejor – que en 1999.  Ya no es así. Venezuela está hundida. Pero el régimen chavista no va a entregar el poder. Ni con elecciones ni sin ellas. Morirá envenenándose a sí mismo en una implosión formidable.  La del domingo quiere ser — según la retórica cursi y brutal de Maduro — una victoria perfecta. Pero en realidad será una victoria póstuma.

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La idiotez cómplice

Escucho casi resignadamente las toletadas de Alberto Garzón sobre Venezuela. Dice que condena la decisión de la Corte Suprema de vaciar de contenido competencial a la Asamblea Nacional  –omite que al mismo tiempo ha retirado la inmunidad a los parlamentarios — y explica que está en desacuerdo con la medida, pero desde las simpatías por la revolución chavista. Es un juego de manos que se ha podido disfrutar durante décadas con la Unión Soviética, con China, con Cuba, con los sucesivos juguetes rotos del redentorismo marxista. Pero es interesante porque señala indirectamente una evidencia: una revolución no es, no puede ser, no pretende ser democrática. Una revolución no dialoga, acuerda o consensua, sino que asevera, avasalla y conquista. Una revolución democrática es una contradicción en los términos. Garzón solo está dispuesto a criticar al régimen chavista desde presupuestos revolucionarios y la revolución caraqueña solo está dispuesta a dialogar consigo misma y en ningún caso con las fuerzas que pretendan desarticularla o convertirla en un partido más en una democracia parlamentaria. Porque es una revolución básicamente retórica que incapacitada para construir una institucionalidad operativa y un país pacífico y próspero se desangra – y se llena las manos de sangre — en un intento desesperado por sobrevivir. La revolución es un negocio. La revolución es una oligarquía cívico-militar que se reparte la renta petrolera y el privilegio del dólar, ataca a la disidencia y mantiene zombificada a las clases populares a través de ayudas, subvenciones y programas sociales con un bajísimo potencial transformador,
Leo casi resignadamente la estupidez coral de los que afirman, cegados por una lucidez estremecedora, que lo que ocurre en Venezuela es el fruto del enfrentamiento entre dos facciones igualmente responsables de la catástrofe. Estos son aun peores: ni siquiera cuentan con la vivacidad del cínico. Son idiotas morales. A un lado está una caterva que controla el Gobierno federal, casi todos los Estados y la inmensa mayoría de los municipios, a los que se añade un ejército cuyos mandos – empezando por el general en jefe Vladimir Padrino López – se declaran chavistas, o para ser más exactos, necesitan pedigrí chavista para optar al ascenso, sin olvidar tampoco una Corte Suprema en la que el régimen ha introducido magistrados que no cumplen los requisitos legales para serlo, y que ahora está presidida por un individuo que fue condenado por asesinato en 1989 mientras era agente de la siniestra Disip. Ah, que gran compatriota es Maikel Moreno. Una prueba de los poderes regenerativos del socialismo del siglo XXI. Hace dos o tres años Moreno se casó con una ex Miss Venezuela en un resort de República Dominicana y pasaron una bolivariana luna de miel en París. En fin, comprenderán ustedes que una fuerza política – en realidad un conjunto de clanes y una alianza de fulanismos – con semejante poder acumulado – y que además tiene en sus manos los ingresos del petróleo y el gas y el control cambiario — solo puede ser responsable de una parte mínima de lo que ocurre. La oposición. Ah, la oposición a la libertad del pueblo. Canallas. ¿Qué significan el centenar largo de presos políticos si no es que esta oposición no tiene remedio?
Hay un tercer grupo de tarados a los que sigo casi resignadamente: los que denuncian la manipulación feroz de la derecha y sus medios. Desde allá, desde Madrid, escriben sus sutiles necedades, sus portentosos descubrimientos hermeneúticos, sus certificados del acoso propagandístico que sufre esa pobre revolución que citábamos antes. El tiempo y la estupidez ajena me han hecho ruin. Me gustaría ver a los garzones y maestres abofeteados por un guardia porque protestaron en una cola interminable, Viendo morir a un hijo porque no hay anestesistas pero tampoco morfina y sus gritos agónicos no los olvidarás nunca y tú mismo limpias sus heces porque nadie viene a atenderte. O gritando vivas a Maduro para que los de la CLAP no te nieguen harina o un rollo de papel higiénico. Saliendo lo justo a la calle porque te matan por tus  tenis, te matan por un anillo, te matan porque sí, tristemente, y así te pierdes para siempre la bella épica revolucionaria de Hugo Chávez y sus acólitos y eso, amigos, es peor que no ver nunca más la luz del sol o no sentir la brisa en la piel. En realidad es lo mismo.

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El Comandante en su laberinto

El retrato de Simón Bolívar era horrible. Un óleo pintarrajeado de cualquier manera en el que el Libertador se asemejaba a un beisbolista tísico disfrazado de general. Los relojes apenas marcaban las once de la mañana y el calor ya enseñoreaba en Caracas, ese calor caraqueño que te cachea para registrarte y borrarte el último hálito de frescura. Imagino que en el resto del Palacio de Miraflores disponían de aire acondicionado, pero en esta estancia, donde aguardábamos una docena larga de políticos, funcionarios y periodistas, no. Paredes color crema, retratos y grabados dignos de un digno chamarilero,  pesadas cortinas,  un aparador aparatoso, dos sofás y cuatro butacas tan macizas como incómodas. Ya estaba harto de contemplar el retrato de Bolívar. Recordé mi infancia inundada de Bolívar, mito fundacional de la República que había muerto solo y despreciado como un perro por sus compatriotas: los retratos y afiches innumerables, las citas repetidas hasta la náusea, las visitas anuales a la Casa del Libertador, las monedas para las chucherías que multiplicaban su perfil patilludo, la exaltación de las anécdotas escogidas de una vida salmodiadas por prensa, radio, televisión. Las once y media. Me aflojé el nudo de la horripilante corbata y volví a sentarme. Al lado estaba José María Noguerol con expresión de máscara de terracota. ¿Cuánto se prolongaría esto? Noguerol decidió levantarse y preguntar. Al llegar a la puerta le salió al paso un gigante mulato y,  a su lado, un individuo cetrino con la cara cubierta de huellas de viruelas. Intercambiaron unas palabras y se marcharon. Dieron las doce. Se acercó un funcionario venezolano extrañamente parlanchín. No había que preocuparse, todo era normal. El Presidente trabajaba siempre hasta muy tarde. Ayer había llegado a las dos de la mañana a Palacio y allí mismo, a esa hora, convocó a varios ministros. Lo miré horrorizado.  El funcionario agregó cordialmente que el Presidente estaba reunido de nuevo, pero que terminaría pronto, si no lo había hecho ya. La habitación era ya un horno silencioso cuando,  a las doce y media, el funcionario venezolano saltó como un resorte y marchó con rapidez, casi a saltitos, en medio del sopor. El mismo Bolívar parecía derretirse en el óleo clavado en la pared. De repente todo cambió.

Alguien se acercó a la puerta y nos apremió a seguirle. Abandonamos la estancia como un buzo podría salir de un mar de té tibio. Recorrimos varios pasillos entre cuchicheos y en un instante  llegamos a un amplio patio interior maravillosamente refrescado por sombras bienhechoras y fuentes de agua. Uno de sus laterales se abría a un gran salón intensamente iluminado en el que se podía divisar a Román Rodríguez, Rogelio Frade, Francisco Aznar, Noguerol y tutti quanti. Se escuchó un murmullo y escuché (o creí escuchar) el taconazo de un edecán. El Presidente había llegado. Transcurrieron varios instantes más de parabienes y abrazos y luego se aproximaron, encabezados por Hugo Chávez y Román Rodríguez, y el Presidente de la República comenzó a saludar a todos los presentes.

Si Hugo Chávez había dormido poco no lo parecía. Era un hombre todavía en la cuarentena y en buena forma física que desprendía cortesía, bienestar y pulcritud. Faltaban años para que engordase y más años aun para que la enfermedad mortal lo desfigurara cruelmente. También faltaban algunos años para que radicalizara su discurso y su acción política y se empecinara en construir un modelo social que llamó el socialismo del siglo XXI, pero que consistió, básicamente, en extender un Estado providencial cuya pésima gestión ha cronificado graves problemas económicos pese al maná incesante del petróleo, y en desarrollar un régimen político con una inequívoca vocación autoritaria. Ninguna revolución lo llevó al poder; fue él quien, desde el poder, se dedicó a frangollar una revolución nutrida ideológicamente de un sopicaldo en el que se mezclaban Bolívar, Jesucristo y Fidel Castro. Incluso en un grupo reducido de personas Chávez proyectaba un hipnótico atractivo carismático ajeno a cualquier pompa. En ese momento, escuchando sus palabras y sus gestos,  reparé en que si Chávez no hubiera sido Presidente de la República todos, igualmente, lo habríamos admitido como el centro de la reunión en ese patio o en cualquier otro. ¿Cómo no sería entre los muchos cientos de miles de venezolanos bajo cuyos programas gubernamentales habían aprendido a leer, habían recibido una sanidad asistencial por primera vez en su vida, habían obtenido un sueldo que, por lo general, era una dádiva a cambio de un mínimo esfuerzo? ¿Entre todos aquellos que eran beneficiarios de una batería pasmosa de subvenciones, ayudas, becas, descuentos, pequeñas regalías?  El precio a pagar por ello – el aumento de una dependencia exterior estructural, la obsolescencia tecnológica y la desertización industrial, la renuncia a acabar con la corrupción y la atroz violencia callejera, la estigmatización del disidente, la propaganda asfixiante, la acelerada fusión entre Estado, partido y recursos públicos – no les importaba lo más mínimo. El hombre que estrechaba las manos esa mañana iba a usar y abusar del poder, pero no moriría como un dictador ni le tomaría gusto a la sangre. El hombre sonriente que preguntaba por nombres y ocupaciones y tenía siempre la anécdota a punto, sin embargo, desde su indignación ante una democracia cleptómana que despreciaba a los pobres y saqueaba el país, se llegó a creer la encarnación de su pueblo, el instrumento de una misión histórica local y universal, la fuerza mesiánica que se multiplicaría en millones de pechos. Y eso nunca, nunca acaba bien. Cuando se embalsama a un líder revolucionario es que la revolución está presta a ser embalsamada.

Me tocó el turno y el Presidente me dio la mano. Una mano morena, casi delicada, de dedos alargados. Román Rodríguez acudió presto:

–Este es venezolano. Venezolano y periodista.

— Ah. ¿Eres venezolano?

— Sí.

— ¿Y de dónde eres tú, compatriota?

— De Catia, Presidente.

–Catia es un sitio bravo, pero ya está más tranquila. Ahí hay muchos isleños y también portugueses e italianos. Gente que trabajó mucho por Venezuela. Bueno, no sé si había periodistas también. Yo lo único que le pido a los periodistas es que lo cuenten todo, ¿no? No una versión o la otra. Hay que contarlo todo.

— Estoy de acuerdo –le dije.

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Candela

Preguntar sobre el exacto estado de salud del presidente de la República – ni un miserable diagnóstico se ha facilitado durante año y medio – exigir transparencia informativa y cumplimiento estricto de la Constitución diseñada por el propio régimen, denunciar la estrafalaria, cuando no indigna y mentecata, sucesión de falsedades sobre la capacidad del comandante para dirigir los destinos del país: todo esto son pecados de lesa patria, intentos canallescos de desestabilizar el Estado,  elementos de una conspiración para acabar con la gloriosa revolución bolivariana. El presidente de facto, Nicolás Maduro, lo dejó claro al mediodía del martes: todos los traidores pagarán su culpa más temprano que tarde. Lo peor, como suele ocurrir en estos casos, es que la definición de traidor se la reservan Maduro y sus compañeros.

La coincidencia ha sido fatal. Simultáneamente se muere el fundador y líder carismático del régimen  y el país entra en una aguda crisis económica merced a una gestión demencial, voluntarista, ciega a las cuatro reglas aritméticas, carente de la más modesta inteligencia estratégica, confiada hasta el paroxismo en el abuso de las reservas petroleras. El manual más elemental indica en estos casos lo que hay que hacer para cohesionar, disciplinar y galvanizar a los partidarios: toda la responsabilidad recae sobre el enemigo exterior y sus lacayunos cipayos en el interior. Si hay desabastecimiento, inflación, subempleo, ineficiencia técnica y violencia callejera tales anomalías no tienen otra procedencia que una conspiración internacional. Para intensificar esta soflama Maduro la ha proyectado, incluso, sobre la enfermedad y la agonía de Hugo Chávez: el presidente se está muriendo porque alguien lo ha envenenado, alguien le ha inoculado una enfermedad mortal, alguien ha acabado con él premeditada y cruelmente. ¿Cómo Chávez iba a contraer un cáncer? ¿Chávez, la reencarnación de Bolívar, el Martí redivido, el invencible alma del pueblo? Solo se explica por las maquinaciones infernales del Imperio.

La tentación de prenderle candela al país en la transición entre Chávez y el chavismo institucionalizado es peligrosamente seductora. El chavismo, sin la autoridad, la inteligencia política y los equilibrios internos que ejercía Hugo Chávez, luchará por su supervivencia acorralado por las mismas torpezas políticas y económicas que ha creado durante catorce años ininterrumpidos de poder casi omnímodo con sus contradictorios logros sociales y su insaciable apetito autoritario.

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Lo peor de CAP

Lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue que robara a mansalva y dejase robar cada vez más desordenadamente: bajo su primera presidencia, entre 1973 y 1978, la corrupción en Venezuela se institucionalizó y se transmutó en un mecanismo de gobierno, en un acuerdo tácito de latrocinio entre socialdemócratas de AD y democratacristianos de COPEI, en una perversa cultura cívica que se extendió a todo el tejido empresarial y social del país. La Venezuela saudita podía permitirse (o eso creyeron sus responsables) el saqueo más desvergonzado y al mismo tiempo la articulación de un colosal conjunto de subsidios y subvenciones –corrompido de pies a cabeza –que incluían desde la leche hasta la harina para las arepas, desde la maquinaria agrícola hasta las becas universitarias. CAP nacionalizó el petróleo, pero los fabulosos beneficios de la venta del crudo no revirtieron en una economía venezolana más potente y diversificada ni en el desarrollo de un Estado de Bienestar que sustituyera al agusanado Estado providencia y atendiera a los cientos de miles de venezolanos que se hacinaban en los cerros de Caracas o malvivían de una agricultura agónica en el interior. La democracia constitucional se trasmutó en una plutocracia de nuevos millonarios en la que se enriquecían dirigentes políticos adecos y copeyanos, medio centenar de empresarios y una turbamulta facinerosa de importadores. Mientras tanto CAP se llevaba a piñón con el Gobierno cubano, financiaba a los sandinistas o acogía generosamente a muchos exiliados chilenos y argentinos.
Lo peor de CAP no fue su reelección en 1988, cuando la mayoría de los electores, que recordaban los años de la plata fácil, lo votaron como penúltimo recurso de un sistema político que se hundía en un marasmo social creciente. No tardaron en despertar, porque CAP venía ahora con las recetas del FMI en las patillas: privatizaciones, machetazo a los presupuestos públicos, pago de la monstruosa deuda externa como prioridad indiscutible. Un día de 1991 suprimió las subvenciones a los productos de primera necesidad y al transporte urbano y se produjo el caracazo: una represión indiscriminada dejó en las calles cientos de asesinados a balazos.
No, lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue su procesamiento por perculado, su huída cantinflesca a Miami, su vesania populista, manirrota y ladrona. Lo peor de CAP, de Luis Herrera, de Jaime Luisinchi y de toda esa cleptocracia que redujo la democracia republicana a un infecto muladar es que propiciaron, llamaron, casi invocaron a un mesías uniformado, cerril y didascálico, Hugo Chávez, para seguir y perfeccionar su trabajo: la destrucción de Venezuela.

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