izquierda

Estos romanos

Se me antoja muy divertido que el personal progresista se persigne laicamente cuando las encuestas electorales siguen insistiendo en que el Partido Popular pierde una parte muy sustancial de su apoyo, en efecto, pero sigue siendo el más votado, tanto para las Cortes como en numeras comunidades autonómicas (Madrid, Valencia, Castilla La Mancha, Galicia) y ayuntamientos capitalinos. ¿A qué viene tanto asombro? Descontemos por un momento ese porcentaje de indecisos – que en ningún escrutinio conocido es insignificante – que puede modificar esta situación. ¿Cómo va a conseguir la izquierda una victoria amplia e indubitable si está dividida en tres facciones distintas, y dos de ellas (el PSOE y Podemos) optan estratégicamente por ocupar ese espacio de centro político-ideológico donde se acumulan los votos? Es imposible. Si admitimos el discurso habitual de Podemos e Izquierda Unida (el PSOE no es de izquierdas, el PSOE en realidad es una derecha blanqueada, el PSOE es lo mismo que el PP) se comprende perfectamente que el Partido Popular continúe siendo, a pesar de su brutal política económica  y de  esta marea asfixiante de  corrupción y latrocinio, el partido más votado. Porque para Podemos el enemigo a batir es realmente el PSOE a corto plazo para luego, en las elecciones generales, en las inmediatas y quizás en las siguientes, erigirse en el único referente del reformismo de izquierda en este país, algo similar al ensueño de Julio Anguita y la entonces potente IU, el levítico y visionario Anguita que confiaba en el sorprasso y en pisar con los pies desnudos  la Tierra Prometida.
Desde que perdió las elecciones de 2011 el PSOE ha incurrido en todos los errores estratégicos y tácticos concebibles, comenzando por la continuidad de Alfredo Pérez Rubalcaba al frente del partido y terminando con la esclerotizada convicción de que el desgaste del PP terminaría acercando de nuevo a los socialistas al poder. El PSOE se ha negado a cambiar, a reflexionar, a aportar análisis solventes y propuestas sólidas y actualizadas: vive encadenado en las contradicciones y vetusteces de toda la socialdemocracia europea. Pero la izquierda emergente  no solo es un nuevo competidor electoral, sino un enemigo político, ideológico y cultural muy activo. “Solo hay una cosa que odiemos más que los romanos”, comentaban los revolucionarios judíos de ese admirable manual de politología, La vida de Brian – “y es al Frente Popular de Judea”. Es un odio impaciente e irreprimible por la única izquierda (moderada y pactista) que ha introducido transformaciones en este país. La que no hizo, en fin, lo que cualquier izquierda que se precie debe hacer, asaltar el cielo a base de discursos y eslóganes. Y así siguieron los romanos durante siglos. Y lo peor de estos romanos nuestros, que no saben latín, es que han privatizado los acueductos y los baños quedándose un modesto 10% y están a punto de reintroducir la esclavitud.

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Podemos un poquito

Lo que está ocurriendo con Podemos en Andalucía amenaza con convertirse en un antecedente que tendrá sucesivas entregas después de las próximas elecciones de mayo en comunidades autonómicas y ayuntamientos. Para decidir el voto de Podemos en la sesión de investidura de Susana Díaz – que no para consensuar o aprobar unos presupuestos generales o integrarse en un gobierno de coalición – la dirección nacional encabezada por Pablo Iglesias ha impuesto a Teresa Rodríguez y a los diputados andaluces un equipo negociador integrado por un alto cargo de la jerarquía podemista (Sergio Pascual, secretario de Organización) y un militante andaluz que no ostenta ningún cargo público u orgánico. Del discurso aflautado del empoderamiento ciudadano a pulverizar cualquier autonomía de Rodríguez y sus compañeros en la primera decisión que debían tomar como partido y grupo parlamentario. Los podemistas andaluces han demostrado disfrutar de menos potestad que sus homólogos del PSOE o de Izquierda Unida. Es francamente difícil imaginar a los socialistas cántabros o a los de IU en Extremadura admitiendo semejante atropello por parte de sus respectivas direcciones federales.  Iglesias y compañía siempre han insistido en que ya no era admisible la vieja política de que santificaba la toma de decisiones relevantes en oscuras reuniones de un puñado de personas. En este sentido su voluntad es tan rotunda e inequívoca que se las han arreglado para que Teresa Rodríguez no esté presente en los despachos en los que se decidirá su voto en la investidura presidencial.
La obsesión por el control vertical de la organización – que se quiso opacar con la renuncia a participar directamente en las elecciones municipales – es comprensible desde un punto de vista operativo, pero destruye ese vibrante imaginario que privilegiaba la autonomía de círculos e individuos para una praxis política ferozmente independiente. Podemos es un partido político (sus máximos dirigentes han querido serlo) y funciona como tal, con sus intereses e incentivos, en el ecosistema político español. Un partido de aliento jacobino, alma centralizadora y vocación de poder. Un partido, por tanto, cuyos máximos dirigentes no pueden dejar operar libremente a sus organizaciones territoriales con el riesgo de desgastar sus opciones y contradecir sus estrategias. El espectáculo pude ser fastuoso en Canarias en los próximos meses, porque aquí Podemos ha terminado por convertirse, en una situación de creciente confusión y desorden, y con una muy modesta participación de militantes y simpatizantes, en el acogedor receptáculo de otras opciones ya instaladas electoralmente (como Sí se Puede) o momificadamente testimoniales (como Canarias por la Izquierda). Ha sido una atropellada confluencia más atenta a las cuotas en los neonatos aparatos de dirección y a las candidaturas electorales que en redefinir análisis críticos y especificar propuestas de reforma y en la que podrá mencionarse el nombre de Podemos en vano hasta el mismo momento en que se consigan cargos públicos. Ni un minuto más.

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La casta de Podemos

A la pregunta de si Podemos tiene futuro como fuerza política la única respuesta que no se me antoja pura nigromancia es sencilla: Podemos durará lo que la gente quiera. Y la gente (muchos cientos de miles de ciudadanos) quiere marcha. El equipo fundador del invento, encabezado por Pablo Iglesias, ha tenido el pasado fin de semana en Vista Alegre un paseo militar (con perdón) entre aplausos enfervorizados y un conato de oposición interna ha quedado sumergido –aunque no asfixiado — en el entusiasmo general. No creo que Iglesias, Monedero y Errejón tengan mayores dificultades en implantar como modelo político- organizativo ese centralismo democrático, de matriz indisimulablemente leninista, que supuestamente sacrifica la participación en la toma de decisiones a favor de la eficacia. Un leninismo 3.0 que, como es obvio, no se extiende a la oferta programática de Podemos, que se mantiene en un nivel de abstracción lo suficientemente vago para no espantar a ningún elector potencial céntrico, centrista o centrado. Los círculos, por sí mismos, no pueden acceder a una lúcida conciencia democrático-revolucionaria, que solo se articula y cristaliza estratégicamente en el seno de la dirección del partido. Slavoj  Zizek defendió el argumento de Matrix como una acertada metáfora de la civilización del capitalismo tardío; pues bien, la selva de círculos de Podemos podría considerarse un matrix de asambleas, reuniones, propuestas y críticas que transcurren en una realidad esencialmente simbólica, ficcional, desiderativa. Lo real, es decir, las verdaderas decisiones políticas, como no presentarse a las próximas elecciones municipales, quedarán en manos de un reducido grupo de dirigentes más o menos profesionalizados.
Más vale no concretar demasiado en asuntos como el aborto, o la reforma de la estructura del Estado o las relaciones con la UE – aunque tengas cinco eurodiputados – para no intranquilizar a nadie. Más vale no citar demasiado la palabra izquierda y en cambio referirse más de una vez a la patria (mancillada). Más vale no decirle a los círculos que sus propuestas son respetables, pero que no pueden ser aprobadas e incorporadas a ningún acervo en virtud de su propia convicción. Más vale insistir en que el liderazgo es una pesada carga que se asume por razones de eficiencia política y no por un pecaminoso exceso de testosterona. La incongruencia de eludir concreciones programáticas y simultáneamente estigmatizar cualquier tentación de pacto y consenso se disuelve en la retórica del asalto al cielo, una pedantería pueril de profesor asociado que se aplaude y jalea desde una minoría de edad que se concede el público para disfrutar de diez minutos de catarsis peatonal.
Más vale, en definitiva, que los seguidores, afiliados y simpatizantes de Podemos no se den demasiada cuenta de que se está constituyendo un partido político. Uno de esos odiosos partidos que representan el más sórdido obstáculo para que la gente no se empodere hasta independizarse de su propio subconsciente, donde también habita el Estado y las complejas trampas del deseo urdidas por el capital.
El triunvirato que dirige y controla la más reciente experiencia política española quedará ungido como la verdadera casta de Podemos durante esta semana. Su principal objetivo es mantener la ficción de un movimiento político plural, autónomo y autogestionado hasta alcanzar el poder.

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Último round

Apasionados por las apuestas se ha obviado generalmente que el pasado domingo el PSOE ya desarrolló un capítulo importante de regeneración interna: por primera vez su secretario general fue elegido democráticamente por los militantes con plenas garantías procedimentales. Sería interesante contemplar en un brete semejante al PP, a Coalición Canaria o a Izquierda Unida, pero tardaremos en verlo o lo harán nuestros nietos. El PSOE ha hecho un favor al sistema político español con un magnífico ejercicio de democracia interna que no queda deslucido por surgir en el seno de una crisis formidable de la socialdemocracia española. Pero el garantismo del procedimiento –el voto directo y secreto de todo militante al corriente de sus cuotas —  no impide las influencias de líderes y aparatos burocráticos y resulta muy cómico que esto se denuncie como una impureza intolerable, porque se me antoja muy difícil de imaginar cualquier circunstancia en la que una organización política carezca de aparato burocrático ni de dirigentes connaturalmente intervencionistas.
Quizás Pedro Sánchez era el candidato menos abiertamente reformista de los presentados, cuyo programa electoral se mostraba menos comprometido (o más vaporoso) con un giro a la izquierda del PSOE. Lo que ocurre es que tal giro a la izquierda es, básicamente, una entelequia. Es curioso: mientras Podemos y (en menor grado y de forma un tanto mimética) Izquierda Unida se esfuerzan en aumentan su base socioelectoral apelando no solo a votantes y exvotantes socialistas, sino hasta a “la gente decente que ha votado al PP” (Juan Carlos Monedero dixit), desde los mismos rincones se exige perentoriamente al PSOE que se izquierdice. El PSOE – como simulan hacer los dirigentes de Podemos e IU – no tiene otra izquierda a la que acercarse que su malherida identidad socialdemócrata, es decir, la defensa y corrección del Estado de Bienestar, de las libertades públicas y privadas consagradas por la Constitución, de la reforma del modelo político-territorial del Estado, del combate contra la corrupción política y a favor de la reconstrucción de su autonomía frente a los poderes financieros y empresariales. Así se consigue una mayoría social y electoral y no agitando banderas que ya otros ondean. Ya es bastante complejo y duro el trabajo para pensar en otra cosa. Pedro Sánchez – le guste poco o mucho – está condenado a hacerlo. Una nueva decepción, un nuevo fracaso, otra renuncia mentirosa y agorafóbica le costaría al PSOE su ya fragilizada posición como partido con opciones reales para materializar una alternativa política y parlamentaria de gobierno.

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El éxito presente y el futuro problemático de Podemos

En mi colegio electoral, abierto en pleno centro de Santa Cruz de Tenerife, una zona de apabullante mayoría de familias de clases medias, Podemos fue la segunda fuerza más votada. Estuve un buen rato ahí y no detecté cerca de las urnas a ninguna turba de facinerosos con la hoz y el martillo entre los dientes. En Canarias Podemos consiguió el cuarto puesto en las elecciones al Parlamento Europeo, el pasado 25 de marzo, con 62.371 votos y un 10,99% del total de votos emitidos, aunque es interesante señalar que  casi 40.000 de esos sufragios los recogió en la provincia de Las Palmas, y la mitad de los mismos, en la capital grancanaria. Fueron unos resultados espléndidos, pero en la estupefacción que han generado se han colado lecturas ligeramente distorsionadas. La versión local de esa categoría maldita (el bipartidismo) es, en la jerga habitual de la izquierda isleña, el tripartito, es decir, PP, Coalición Canaria y el PSC-PSOE. Como cabía esperar la trompetería desplegada por la pronunciado desgaste del PP y el PSOE a nivel nacional, que no consiguieron sumar el 50% de los votos, calló en el Archipiélago, donde los tres partidos mayoritarios sufrieron un evidente desgaste, pero sumaron casi 340.000 papeletas, es decir, el 57,79% de los sufragios.  Más significativo aun es la evidencia que las opciones de izquierda no han crecido globalmente en España: solo se ha fragmentado. Y, por supuesto, la escandalosa abstención, que superó el 62% (la más alta del Estado español) no mereció más que un comentario residual. La abstención siempre pasa a ser un asunto menor cuando uno cosecha buenos resultados en las urnas.
Lo más sorprendente es que Podemos – que terminó ganando cinco eurodiputados – no era, en las vísperas del 25 de marzo, absolutamente nada. Espero que no se tome esta consideración como una grosería derogatoria. Simplemente se intenta señalar que Podemos carecía prácticamente de estructura organizativa ni implantación territorial. Sus mismos artífices han admitido que se inscribieron como partido político “por imperativo legal”, es decir, para cumplimentar un trámite normativo que les posibilitase participar en las elecciones. En Tenerife el Círculo Podemos no comenzó tímidamente su actividad hasta el mes de febrero en una cafetería lagunera en la que apenas se solía reunir una quincena de ciudadanos. En estas condiciones es lícito afirmar que Podemos se presentó a los comicios europeos porque eran los únicos a los que, dada su irrelevancia organizativa, podían presentarse razonablemente.
Los proyectos políticos rara vez nacen espontáneamente como champiñones bajo la lluvia de primavera. La épica de una marea de la Historia que irrumpe desde el seno embravecido del pueblo para inundar y destruir los palacios del poder quema las neuronas, pero no calienta ni madura proyectos políticos. Podemos es un inmejorable ejemplo de una iniciativa que toma una reducidísima minoría – en este caso un grupo de profesores de Ciencias Políticas y ciudadanos de intensa militancia en organizaciones de izquierda  y movimientos sociales–  y  cuyo conocimientos empíricos les indica un nicho electoral potencialmente importante.  En su génesis estaban plataformas como Jóvenes Sin Futuro y partidos como Izquierda Anticapitalista cuya dirección articuló discretamente (y a espalda de sus bases) la gestión organizativa de la candidatura. En el núcleo duro figuran,  entre otros, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán e Iñigo Errejón. Es un proyecto creado verticalmente de arriba abajo aunque refrendado con el apoyo (y la adhesión) de grupos y grupúsculos de entidades y ciudadanos, multiplicados desde la noche del 25 de marzo. Sus dos mayores bazas eran – en gran medida siguen siendo – la popularidad de Pablo Iglesias como figura destacada en tertulias televisivas y un uso dinámico e inteligente de las redes sociales.  Y el nicho de votos en las castigadas clases medias y trabajadoras empobrecidas – cuando no excluidas socialmente – por la recesión económica que ya no confían en el carácter reformista del PSOE, Izquierda Unida se les antoja un partido clásico o consideran, simplemente, que en el vigente sistema político e institucional su situación no puede mejorar, si no ocurre lo contrario.
Confieso mi ignorancia – ampliamente compartida por lo visto – sobre los autores últimos de su programa electoral, que incluye propuestas como jubilación a los sesenta años, nacionalización de grandes empresas y auditoría de la deuda externa entre otros unicornios inofensivos o peligrosos. En esta lista maravillosa de regalos a nosotros mismos  subyace un relato de sencillez catecuménica: unas élites políticas, financieras y empresariales nos han robado lo que es nuestro, lo que nos corresponde, lo que nos merecemos, y no podemos permitirlo. En algunos aspectos (los menos) la música programática suena como un aggiornamiento de la socialdemocracia clásica; en otros (los más) es evidente un heavy metal antiestablishment. Pero su mensaje político-electoral insiste más en lo segundo que en lo primero. Haciendo gala de una brillantez táctica innegable sus dirigentes (y señaladamente Pablo Iglesia) han desideologizado su mensaje básico. Pese a su constatable compromiso profesional e intelectual con opciones de izquierda y revolucionarias dentro y fuera de España Iglesias y sus compañeros de viaje han deseinfectado su lenguaje de retóricas y tics doctrinales para abrir la base electoral de su opción con un éxito bastante rotundo: la mayor parte del voto a Podemos procede del PSOE y de IU, a los que sumaron abstencionistas habituales. No se habla de derechas o izquierdas: el nuevo eje explicativo es el ejemplificado con la expresión “los de arriba y los de abajo”.  La importación de una expresión, la casta, procedente de Italia y popularizada ahí por Beppo Grillo al frente del movimiento Cinco Estrellas, ha gozado de singular fortuna. La casta resulta una expresión vacía de un contenido conceptual preciso, pero con un impacto emocional innegable y lo suficientemente polisémica (o ambigüa) para que todo el mundo vea en ella lo que prefiera. Y esa ambigüedad, en realidad, deviene imprescindible para la expansión de Podemos como oferta política en el mercado electoral español. Lo explicaba muy bien Iglesias cuando, en una reunión política, un joven le pedía que en sus intervenciones televisivas se refiriese sin ambages al capitalismo como un sistema de dominación política y económica de carácter criminal. “Si yo digo eso en la tele”, le replicó pacientemente el profesor de Ciencias Políticas, “el espectador me consideraría un friki…Hay que adaptar el lenguaje para que la gente lo entienda…” Algunos podrán considerar que lo que expone Iglesias es un ejercicio de pedagogía política, pero creo más acertado caracterizarlo como un astuto mecanismo de marketing político y, sobre todo, electoral.
El reto que espera a Podemos en los próximos meses es formidable porque el funcionamiento de un partido asambleario resulta terriblemente complicado, inestable y costoso en término de construcción de acuerdos y mayorías. La experiencia acumulada demuestra que el asamblearismo es un espacio propicio para las escisiones, las rupturas, el descontrol, el aplastamiento de las minorías o la cooptación de voluntades. Iglesias y sus adláteres han ganado el primer asalto: los círculos (o asambleas) les han concedido la potestad de diseñar su modelo organizativo y su congreso fundacional. Lo han podido hacer por dos razones: porque los dirigentes están mejor organizados que las bases y porque están bendecidos por el éxito electoral. Esto último, y su papel de partido nuevo e inocente que no se ha manchado las manos explica, asimismo, que para sus votantes (y no solo) cualquier crítica a Podemos se disuelva en una sonrisa irónica, en una absolución cómplice. La base socioelectoral de Podemos – ha ganado el pasado marzo en distritos de clase trabajadora y media baja y la mayoría de sus votantes tiene menos de cuarenta años – es firme y su recién adquirida fuerza le facilita una política de alianzas electorales amplia y variada: ya no están condenados a cortejar a IU. En 2015 podrían presentarse en Tenerife en listas conjuntas con Sí se puede o en Gran Canaria en solitario. Claro que entonces no bastará con tertulias televisivas, condenas a la casta o promesas justicieras de una renta básica. La contradicción entre un discurso edulcorado y de pulidas aristas “que cualquier persona decente puede compartir” (el doctor Errejón dixit) y las propuestas concretas que dibujan un modelo social que poca o ninguna relación guarda con las socialdemocracias más avanzadas de Europa resultará cada vez más evidente. Y deberán descender a la política cotidiana, municipal y espesa, donde los ángeles y demonios son indiscernibles y demasiado a menudo intercambiables.

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