izquierda

Democracia y Estado de Derecho

Uno de los hábitos recientes de la izquierda hispánica (y canaria) es escandalizarse porque a los catalanes no les dejan celebrar su anhelado referéndum sobre la independencia. Es sorprendente que miles de personas adultas que se consideran progresistas sucumban a la épica de las banderas y a la fantasía de la aurora promisoria de una república que tendría como referentes políticos a Artur Mas y Oriol Junqueras. El origen de la indignación hunde su raíz en la convicción de que nada puede ser más democrático que el pueblo catalán decida su propio destino. Por tanto cuestionar el derecho a un referéndum es, directa y explícitamente, un atentado antidemocrático, un escupitajo a la voluntad popular, un ejercicio cínicamente autoritario. Un escándalo inconcebible –según he leído en alguna parte –en un país civilizado.
Sin embargo, en los países civilizados en los que rigen constituciones democráticas, precisamente, las consultas secesionistas, las urnas exigidas para votar una independencia política destinada a la creación de un nuevo Estado no son procesos sencillos, coyunturales o dotados con garantías legales y normativas definidas solamente por una u otra parte. La deleitosa obsesión de ciertos sectores de la izquierda que traducen la negativa de las Cortes españolas en conceder a la Generalitat la competencia de convocar una consulta en un síntoma más de una pseudodemocracia ruin y miserable resulta un ejercicio fascinante pero pueril. Adornarlos con mentiras e inexactitudes extraídas con forceps de experiencias como las de Québec o Escocia no les concede mayor respetabilidad política o intelectual.
La cerril e irresponsable actitud del PP y las actitudes sin freno y marcha atrás del Gobierno catalán y su base parlamentaria parecen encantadas en mantener, atascar y exasperar un conflicto de legitimidades. Ciertamente es difícil exagerar la estúpida responsabilidad de la derecha política española en la desafección catalana hacia el Estado y el crecimiento de la demanda independentista. Pero ningún gobierno español concebible estaría dispuesto a conceder a un gobierno autonómico el derecho de independizar su territorio unilateralmente y en las condiciones y plazos que le plazca. Tampoco en Canadá, tampoco en Escocia. Aquí lo que falta, precisamente, es política. La negociación de una reforma constitucional y, posteriormente en su caso, la convocatoria de un referéndum cuyo contenido sea pactado ineludiblemente entre ambos gobiernos y que, desde luego, exija una supermayoría – algún politólogo ha propuesto con tino un voto a favor de la independencia superior al 60% en las tres provincias catalanas – para tomar una decisión de semejante envergadura y de una trascendencia no plenamente mensurable. Exigir democracia no debería ser incompatible con conocer y reconocer el funcionamiento de un Estado de derecho.

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Economía sumergida

Lanzarse indignadamente a pleno pulmón en las profundidades de la economía sumergida puede terminar en infarto cerebral. La publicación de un interesante informe de Gestha (colectivo de inspectores de Hacienda) correspondiente al año 2012, y que señalaba que la economía sumergida en Canarias rozaba el 28% del PIB, es decir, movía unos 11.200 millones de euros, ha causado las habituales reacciones de estupefacción y escándalo (en España se sitúa en un porcentaje inferior, aunque no demasiado, el 24,6% del PIB nacional). Es evidente que hago funcional mal –si no pésimamente – en los mecanismos fiscales del país, cuyo Gobierno, en una situación como la actual, no ha actuado para reforzar medios técnicos y plantillas en la Agencia Tributaria, dedicándose, por el contrario, a desplegar vendettas contra funcionarios demasiado impertinentes, cuando no rojos y masones,  y a recolocar a su fiel infantería en el escalafón administrativo. Lo malo es que el justificado escándalo de estas cifras suele alimentar directamente convicciones y posturas milagreras, para las cuales bastaría con reflotar legalmente toda esta pastizara y desaparecería en un instante el déficit estructural del Estado, se podrían mantener los servicios sociales y asistenciales del Estado de Bienestar, e incluso potenciarlos, las pensiones podrían aumentar por encimar de la inflación y la pesadilla de los recortes llegaría a su fin.
No es así. La lucha contra el fraude fiscal debería transformarse en una prioridad política, pero sin desconocer que sus resultados no eliminarán la imperiosa necesidad de reducir racionalmente el gasto público. La legalización de la economía sumergida no permitiría eliminar casa automáticamente — aunque cierta izquierda se embelece con esta fantasía — la crisis fiscal del Estado por tres razones básicas. Primero, muchas de las actividades opacas fiscalmente dejarían de desarrollarse si se sometieran al control tributario correspondiente; solo son rentables para sus auspiciantes, precisamente, por operar fuera del sistema. Muchas otras tributarían minúsculamente. Segundo, el mismo afloramiento de la economía sumergida implica gastos: un nuevo afiliado a la Seguridad Socia, por ejemplo, los supone. Tercero, Canarias, territorio fragmentado con una economía devastada por la desaparición de la construcción y un paupérrimo consumo interno, no presenta una estructura productiva como Gran Bretaña, Francia o Dinamarca: la persecución del fraude fiscal es más compleja y ardua y, en última instancia, no es el éxito tributario lo que supone una economía sana y pujante, sino más bien lo contrario.

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Reglas para la pequeña izquierda

1. Cambie de partido sin problemas, melindres ni reservas. Los partidos pueden sobrevivir sin usted, pero usted –pese a su extraordinario carisma, su honestidad ilimitada y su agudo sentido del sacrificio — no puede sobrevivir sin partidos. Abandone el comunismo como fórmula política, ideológica, culturalmente caduca y únase a la socialdemocracia, deje la socialdemocracia entre náuseas de espléndida indignación para construir una alternativa contra el régimen capitalista y depredador que orpime cuerpos y espíritus,  vuele por los aires la alternativa cuando ya no le aguanten su partida egomaniaca y hayan adivinado sus entrañas morales, funde un nuevo partido con un nombre muy parecido al anterior y finalmente, si aun le quedan fuerzas, súbase cual heroico tití a sus propios hombros y haga una solemne convocatoria por la impostergable unidad de la izquierda. La unidad de la izquierda es lo más importante.

2. No olvide jamás que es usted, y solo usted, el autorizado para emitir críticas, porque solo por usted hablan la verdad, la coherencia, la decencia, la lucidez. En cambio tenga usted siempre presente que usted es intocable. Lo es, naturalmente, porque es de izquierdas, y es de izquierdas porque lo dice usted. Una vez dotado de este blindaje lógico y conceptual descubra usted la verdadera naturaleza de los que osan criticar vilmente su comportamiento político para descubrirle al mundo que no son más que vendidos, fulleros, corruptos, miserables, canallas, idiotas, frívolos, mentirosos, farsantes, serviles corifeos,  hipócritas redomados, ambiciosos vomitivos, alimañas a sueldo, cómplices del Régimen, hijos de sus pútridas contradicciones, nietos de un fracaso mil veces repetido, mayordomos de la oligarquía, émulos de Stalin, zampabollos, vividores, envidiosos, guardaespaldas del poder, polichinelas de oscuros y malolientes intereses. En caso necesario puede repetir la lista empezando al revés.

3. Como correlato de esta verdad debe practicar el auténtico izquierdismo, es decir, no dejar de denunciar una y mil veces que los ciudadanos, que son idiotas con derecho a voto, están en el centro de una vasta y compleja conspiración universal que no descansa ni de día ni de noche, entre otras razones, para que usted lo siga denunciado y deje claro que el único que lo denuncia es usted.

4. Sea funcionario. Un funcionario, por definición, jamás tiene ambiciones crematísticas, salvo los que trabajan en instituciones gobernadas por los adversarios políticos.

5. Cuando se encuentre definitivamente solo no considere usted que todo está perdido. Siempre puede comprarse un traje de Batman y comenzar de nuevo. Batman como nuevo icono de una consciencia progresista e insobornable, de la acción directa, de la democracia popular en blanco y negro. Anímece y empiece de cero. De cero a la izquierda, por supuesto.

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Mandeleando

Todavía durará varios días el festival de apropiación simbólica de Nelson Mandela, fallecido la semana pasada, aunque extraviado en los dédalos de la senilidad hace ya años. Súbitamente todos somos mandelistas porque nadie quiere renunciar al prestigio de lo que es una marca política exitosa y debidamente biodegradada por la sentimentalidad política, el cine, la música. Mandela ya no era siquiera un legado político, sino un icono multiusos, la bondad del poder con rostro humano. Así que las fuerzas derechistas – incluyendo al Gobierno español y el partido que lo sostiene – segrega conmemorativas babas sobre la figura de Mandela e insiste machaconamente sobre su cualidad extraordinaria de luchador por la libertad aunque se dedique con denuedo a desarbolar jurídicamente la disidencia política, la contestación ciudadana y la manifestación de sus desacuerdos, por no mencionar su repugnante política contra la inmigración: ya el año pasado, aunque casi nadie lo recuerda, le sustrajo a los inmigrantes cualquier derecho a la asistencia sanitaria en este país. La sombra del sonriente icono es prodigiosa y en ella pueden aposentarse, mientras dura este espectáculo mundial, los mismos que instalan o mantienen en Ceuta y Melilla cuchillas que coronan las fronteras y que cortan la carne como un cuchillo al rojo vivo deshace la mantequilla.
La izquierda, por supuesto, hace gala de su cada vez más miserable confusión, porque consumen el mismo Mandela historiado por el sentimentalismo propagandístico, el cine y la música, y de esta manera olvidan que Mandela empezó siendo un revolucionario partidario de la lucha armada (los socialdemócratas) o prefieren obviar que terminó siendo un reformista guiado por un pragmatismo feroz (la Berdadera Hizquierda) que cerró los ojos incluso ante la corrupción galopante en su propio partido (durante y después de su mandato presidencial). Los mismos que proponen acabar con el régimenrodear el Congreso  o forzar un proceso constituyente declaran que, de verdad de la buena, Nelson Mandela era de los suyos, pero Mandela negoció con los señores del apartheid – a veces hurtando información a sus propios compañeros – y sentó a Frederik de Klerk – un cabronazo difícilmente mensurable – como vicepresidente en su primer Gobierno. Es difícil entender a un hombre y su obra si la sustituyes por una ortopedia ideológica. Mandela realizó un prodigio: construir una democracia política desde un régimen legal e institucionalmente racista evitando una guerra civil que parecía tan inevitable como el sol. Por eso merece un respeto incuestionable que sobrevivirá a las generaciones, a la mercadotecnia y a los cretinos intelectuales y morales que parasitan su memoria.

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Sampedro como símbolo ortopédico

Hace unos días falleció, a los 94 años, el escritor y economista José Luis Sampedro. Su muerte ha conmovido a muchos millares de personas en este país, pero no por la desaparición de un gran novelista o un relevante científico social – no fue ninguna de las dos cosas — sino por las actitudes políticas de Sampedro en los últimos años de su vida, que lo convirtieron en un referente de movimientos sociales como el 15-M o Democracia Real y de muchos colectivos y ciudadanos de las izquierdas que desprecian o abominan del orden constitucional o de las veleidades de una desacreditada socialdemocracia. Yo creo modestamente que esta fulminante y sentida idolatría por el profesor Sampedro representa bastante acertadamente la confusión, a ratos delirante, en el que vive instalado este país y, más concretamente, la puerilidad ideológica de amplios sectores de las izquierdas españolas.

Para decirlo con rapidez, pero sin excesiva injusticia, José Luis Sanpedro no hizo absolutamente ninguna aportación intelectual para comprender más y mejor la situación política, económica y social que padecemos: esta crisis sistémica que ha degradado (y descubierto la degradación) de la democracia parlamentaria, está desarbolando el Estado de Bienestar, abriendo vertiginosamente la brecha de las diferencias de renta y llevando a la ruina a cientos de empresarios y al desempleo y la exclusión social a millones de personas. Si se revisan los contados artículos y conferencias de Sanpedro dedicados a esta catástrofe – son muchas más numerosas sus entrevistas, discursos y actos públicos – se descubre que el escritor se limitó –quizás no podía ni quería hacer otra cosa – a comunicar dignamente su rechazo moral frente a esta situación, pero absteniéndose de interpretar o explicar nada en absoluto. Sanpedro, para decirlo brevemente, expresaba un rechazo, no explicaba una situación. ¿Por qué ocurre lo que está ocurriendo y cuáles son las alternativas? Cuando se le planteaban estas preguntas, obviamente, el economista insistía en lo mismo: en sus razones éticas. Pero analíticamente no avanzaba un paso. Bien: esa fue la opción de Sampedro. Lo malo es comprobar como sus trémulos o postizos seguidores (la gran mayoría de los cuales no habían leído ninguno de sus textos de economía y quizás apenas hojeado alguna de sus novelas, las meritorias, como Octubre, octubre, o las ilegibles, como La senda del drago) toman esta limitación al pie de la letra y se extasían ante afirmaciones como “actualmente el dinero está por encima de las personas”, un aserto que podrían suscribir curas trabucaires, Hans Christian Andersen,  Ezra Pond o alguna improbable –pero no inimaginable –bisabuela de Rodrigo Rato. Tomar estas simplezas como un diagnóstico cabal de lo que ocurre, confundir una postura moral con la comprensión de un hecho o un conjunto de hechos, no es precisamente un ejercicio de lucidez ni contribuye, al fin y a la postre, a mejorar absolutamente nada. Las convicciones morales de Sanpedro solo son compartidas por aquellos previamente convencidos de las mismas, y sirven, por lo tanto, para vestir o desvestir cualquier santo o demonio del imaginario de las izquierdas.

Para esa labor de sastrería ideológica, por supuesto, conviene obviar la biografía de José Luis Sampedro: un hombre muy inteligente y de múltiples curiosidades que llegó a la cátedra universitaria a finales de los años cuarenta, en pleno franquismo duro, y que hizo carrera en el Banco Exterior de España – un organismo público – hasta llegar en los años cincuenta al rango de subdirector general. No entiendo muy bien su distinción entre “las dos clases de economistas”, es decir, “los que hacen más ricos a los ricos y los que hacen menos pobres a los pobres”. Al menos en su carrera profesional, Sampedro, además de la cátedra universitaria, donde fue un espléndido profesor, desarrolló todo su trabajo en el Banco Exterior, cuya denodada lucha contra la pauperización es, para mí, todo un misterio. Fue en los años sesenta cuando José Luis Sampedro, fruto sin duda de una reflexión interior, decide abandonar España y dedicarse a enseñar en universidades estadounidenses, hastiado de las miserias intelectuales y de la brutalidad política del franquismo, del que ya abominaba abiertamente. Pero no cabe olvidar que, a su regreso, en absoluto defiende posiciones de extrema izquierda. De hecho se le propone y acepta ser designado senador real en 1977. Tal vez no se recuerde ese invento de los senadores reales. Fue una de las irregularidades más notables (y menos recordadas) en los inicios de la democracia parlamentaria española. Ese año se celebraron elecciones democráticas por primera vez desde 1936, pero el jefe del Estado se reservó, por sus reales gónadas, el nombramiento de un amplio grupo de senadores. El objetivo estaba claro para todo el mundo: controlar hasta cierto punto la Cámara Alta, en especial, en previsión de la apertura de un proceso constituyente, y ocurría que a) las izquierdas y los nacionalistas se ponían muy farrucos o b) entre los reformistas procedentes del franquismo se levantaba un bloque demasiado inmovilista. Sampedro –como otro escritor, Camilo José Cela – tomó posesión del escaño tranquilamente, como tranquilamente ocupó su lugar en la Real Academia Española. No digo nada de esto en demérito del profesor fallecido. No encuentro en esta evolución nada reprochable; incluso, bien al contrario, tiene aspectos, a menudo, dignos de admiración, y casi siempre, merecedores de respeto. Pero Sanpedro –digámoslo así – no fue una versión tardía y carpetovetónica de Jean Paul Sartre. No fue un incansable opositor a las fantasmagorías de la democracia parlamentaria ni a las maldades del capitalismo. Fue un intelectual que evolucionó desde los institutos conservadores de su clase social a posiciones democráticas en lo político y socialdemócratas en lo económico y que mostró en todo momento una coherencia muy estimable. No es casual, por ejemplo, que se ocupara de traducir el curso de economía moderna de Samuelson al español. Esta evolución, a lo largo de medio siglo, choca, sin embargo, con la simplificación, el sectarismo derogatorio y las condenas sumarísimas que se pueden detectar desgraciadamente entre las izquierdas que lo hermanaban, como una pareja de abueletes heroicos, con Stéphane Hessel.

Y eso no. Un respeto, caramba. Que Sampedro sabía escribir.

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