Juan Manuel García Ramos

Este pueblo ignorante y despectivo

Lo reconozco. Ignoraba – más adelante se enterarán ustedes de lo ignorantes que somos los canarios – que la comisión de Cultura del Parlamento de Canarias hubiera asumido la elaboración de un diagnóstico (una suerte de severo dictamen) sobre la actual situación cultural del país, con el auxilio de un montón de expertos, en su mayoría expertos, sobre todo, en preguntar periódicamente qué hay de lo suyo. El enésimo diagnóstico en los últimos veinte años, porque la gestión cultural en Canarias está más diagnosticada que la gonorrea en Tailandia. Es ya hastiante, incluso, recordar los antecedentes en las últimas legislaturas, incluida esa encuesta entre creadores y gestores culturales, debidamente externalizada a cambio de un pastizal, realizada en la etapa de Alberto Delgado como viceconsejero de Cultura, y de la que se presumió hasta la náusea desde el Gobierno autonómico. Debidamente complementada por los expertos – en fin, por otros expertos – las autoridades autonómicas ya disponían de un instrumento analítico para diseñar una estrategia cultural realista, pragmática y eficaz. Y, en efecto, luego se coció un profuso documento que recogía esa masturbatoria estrategia, de la que no queda ni rastro, por supuesto, en la praxis de la Viceconsejería de Cultura, que actualmente ocupa, y nada más que ocupa, Aurelio González, un asombroso superviviente político de su propia irrelevancia en la gestión.
Y qué más da. Un nuevo análisis palabrero no le va a hacer daño a nadie. Sobajemos de nuevo esa atormentada abstracción, la cultura canaria, para descubrir otra vez desde el Atlántico nuestros queridos mediterráneos, para insistir en la obviedad más purulenta, para denunciar irrelevancias que a nadie escandalizan, humedecer los ojos, mascullar bajito la desesperanza, ejecutar un hercúleo ejercicio de impotencia, descubrir la humedad del agua, la poquedad de la miseria, el sabor mierdoso de la mierda. La mayor parte de las conclusiones se merecen la pedrada o la carcajada. Ese prodigioso descubrimiento sobre la muy escasa coordinación entre las administraciones públicas en materia de gestión y programación cultural, por ejemplo. En ese mismo Parlamento el profesor Oswaldo Brito, hace más de un cuarto de siglo, apuntaba a ese crónico desencuentro, pero sus señorías, indiferentes a todo lo que no sea su patriótico empeño, no van a admitir que se limitan a canturrear evidencias, lugares comunes, contradicciones mil veces subrayadas y lánguidas estupideces.
Sin embargo la comisión de Cultura, presidida por Juan Manuel García Ramos, y con representación de todos los grupos parlamentarios, ha aportado una auténtica novedad: insultar a los ciudadanos. Atención: “Solo la inmensa ignorancia y el desprecio de buena parte de la sociedad canaria acerca de su propia cultura e historia impiden el justo reconocimiento de la obra de sus creadores”. ¿No es admirable que los representantes denuncien valientemente  a los representados? ¿No es portentoso que los diputados –entre ellos, por ejemplo, Josefa Luzardo, a cuyo lado uno sospecha que palidece la erudición de Menéndez Pelayo – se dediquen a afearle su atroz ignorancia a buena parte de sus votantes? Confieso que lo que más me gusta es que la comisión parlamentaria encuentra lamentable tanta ignorancia porque afecta al reconocimiento merecido por los creadores. No por el valor intrínseco de la creación cultural, sino porque los artistas no resultan suficientemente estimados. Es una de las obsesiones propias de la mediocridad pueblerina: el reconocimiento. Ni se escribe, ni se pinta, ni se esculpe ni se hace música o cine para conseguir ningún puñetero reconocimiento, sino porque uno no tiene más remedio. La comisión – y sus expertos – no lo entienden así. Los novelistas deberían tener preferencia en la cola de la panadería, los poetas estar exentos de las propinas en los restaurantes, debería ser obligatorio preguntar respetuosamente a los pintores, si te los encuentran en la calle, sobre la evolución de su admirable obra en los últimos o próximos diez años, y los ciegos no tienen excusas para no caer de rodillas ante el cine canario. Respeto, coño, respeto. Los diputados son discípulos aventajados de Bertold Brecht. El gran poeta alemán ya les indicó el camino: “Tras la sublevación del 17 de junio/la Secretaría de la Unión de Escritores/hizo repartir folletos en el Stalinallee/indicando que el pueblo/había perdido la confianza del gobierno/y podía ganarla de nuevo solamente/con esfuerzos redoblados. ¿No sería más simple/ en ese caso para el gobierno/ disolver el pueblo/y elegir otro?”. Ya lo ven. Ustedes, que redactan y promulgan las leyes, que en algunos casos llevan media vida en cargos públicos, no tienen ninguna responsabilidad en la catastrófica, errática y estúpida  política cultural  que se ha llevado a cabo desde los años ochenta del siglo pasado.  Lo mejor es disolver al pueblo y elegir otro.
Respetando la triple paridad, por supuesto.

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La industria de la queja (literaria)

Leo la puntual y sintética crónica que escribe Carmelo Rivero en el debate sobre literatura canaria celebrado el pasado día 27 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, organizado por la Dirección General de Cooperación y Patrimonio Cultural del Gobierno autonómico, y la primera estupefacción, por supuesto, es encontrar que se elige el madrileño Círculo de Bellas Artes para desarrollar tal debate entre escritores, críticos y editores canarios únicamente. ¿Para qué hay que trasladarse a la capital del Reino para dialogar sobre literatura canaria entre canarios? ¿Es útil, es rentable, es más estimulante, es chic?  Después, por supuesto, viene todo lo demás: las inacabables y monótonas jeremiadas sobre los desconocidos que son los escritores canarios,  nuestra apesadumbrada condición de periferia de la periferia, la falta de crítica, el aislamiento, ay, que baje Valbuena Prat y lo vea, el aislamiento, el mar que nos envuelve y enloquece y cubre de sal nuestras voces arteramente silenciadas, cuánto dolor e indiferencia en un mundo sordo ante nuestras maravillas verbales de nuestra inconfundible imaginación.
Personalmente estoy más que harto de oír en Madrid, en Las Palmas o en Chiguergue este gimoteante malestream, esa denuncia polifónica de derrotas, miserias y mezquindades que sirven lo mismo para la queja de lo que ocurre que para la justificación de lo que no pasa. Cuando un discurso de oportunidad dura más de treinta años es que ya se ha convertido en una excusa oportunista. Todos y cada uno de los aspectos atendibles de esa letanía de pequeñas catástrofes está diagnosticada hasta el hartazgo: desde la ausencia de historia, arte y literatura canaria en nuestros planes de estudios (y eso después de un casi cuarto de siglo de gobiernos nacionalistas) hasta las dificultades de distribución de las pequeñas editoriales isleñas. Y prácticamente todas son subsanables, incluso la de la crítica higiénica y policía –como diría Clarín – que francamente se echa en falta: bastaría, para empezar, que la caterva de filólogos y teóricos que albergan las universidades canarias atendiese un poco más a la realidad circundante que a sus faenas burocráticas y luchas intestinas. Claro que la crítica – y me permitirán otra cita: José Martí – no es otra cosa que el ejercicio independiente e inteligente del criterio – cuando habitualmente el escritor jovencito, por no hablar del cíclope consagrado solo espera prosas turiferarias – y escuchando lo dicho por los escritores, profesores y editores en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el criterio se antoja más bien escaso. Yo opino lo contrario: la literatura canaria goza de buen estado de salud y en la última década varios autores, treintañeros y cuarentones, han empezado a publicar en editoriales nacionales destacadas y a resultar valorados críticamente. Es una pena que la industria del pasmo y de la queja, sin embargo, se muestre igualmente sana y pimpante.

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