Mario Cabrera

AM, campo de minas

Hay gente empeñada admirablemente en mantener sus relatos por encima de la realidad, esa despreciable zurcidora de complejidades. Así se puede leer por ahí que la situación de Asamblea Majorera es un efecto de la elección de Fernando Clavijo como candidato presidencial de Coalición Canaria, porque si hubiera ganado Paulino Rivero tendríamos una pax coalicionera perfecta y la deliciosa oportunidad de doce años ininterrumpidos en el poder y seguir mamando de la teta publicitaria – si es con los socialistas, mucho mejor, que así se salvaguarda  la gestualidad progresista — para que no de desmoronen algunos chiringuitos. Lo que ocurre en Fuerteventura – como lo que más silenciosamente se desarrolla en La Palma — muy poco tiene que ver con Rivero o con Clavijo y mucho con una fuerza política que lleva años jugándosela con morir de puro éxito y con una rotación en los aparatos de dirección y en las instituciones públicas prácticamente nula. Es el producto inevitable de la combinación de muchos años en el poder y un sistema de cooptación política cuyo principal objetivo es la reproducción de una élite que pacta candidaturas y cargos públicos.
Durante lustros la particular organización interna de AM – cuyo máximo responsable es un secretario general, antes coordinador – ha estado basada en el principio de evitar la concentración de poder orgánico e institucional en una única persona. Después de la angustiosa y errática experiencia de los años ochenta el antiguo asambleísmo y los pujos ideológicos se remansaron en un partido más o menos al uso que acabó transformándose, básicamente, en una eficaz herramienta electoral. La figura del coordinador insular (más tarde secretario general) devino la de un moderador de las ambiciones y demandas comarcales, municipales e individuales mientras el auténtico liderazgo político-social lo asumían los alcaldes y presidentes del Cabildo, y todo funcionaba razonablemente bien (o mal), sin contar con las periódicas tensiones inherentes en la elaboración de las listas electorales. Lo que ha ocurrido en Asamblea Majorera es que ese funcional y eficiente sistema de contrapesos se ha roto. Al secretario general de AM, José Juan Herrera Velázquez, el penúltimo histórico del partido al filo de sus setenta años, se le ha ocurrido la brillante de trazar estrategias propias para demostrar a Mario Cabrera (cabeza de lista al Parlamento) y a Marcial Morales (candidato a la Presidencia del Cabildo Insular) quien es el que manda, es decir, el partido, o sea, el propio Herrera. Quizás porque ha llegado a la conclusión que el partido es el último reducto de poder que le queda, y que un simple moderador –como lo fueron sus antecesores frente a AM – puede ser sustituido por otro. Se trata, por tanto, de una lucha interna por el poder entre un reducido grupo dirigentes que llevan un cuarto de siglo – e incluso más—repartiéndose el gofio del poder en Asamblea Majorera, y que repentinamente se ven presos en su propio campo de minas oligárquico. Ahora es muy difícil que vuelva cada uno a su sitio sin pisar un explosivo y que todo salte por los aires.

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Los inmortales

En las direcciones de las fuerzas que integran CC los liderazgos no se miden por años, ni siquiera por lustros, sino por eras geológicas. Obsérvese lo ocurrido en Tenerife, donde la elección como candidato presidencial de Fernando Clavijo revistió los ropajes de un cataclismo insólito mientras el presidente del Gobierno autonómico se dedicaba a dos cosas durante meses: a evitar pronunciarse si se postulaba o no y a convencer con toda la capacidad de seducción que atesora el BOC que si no era él, era el diluvio (como es obvio, el que ha empezado a diluviar ha sido él mismo y no dejará de hacerlo hasta su último día de mandato). En La Palma Antonio Castro actúa como un iguanodonte en su mundo perdido y basta con que mueva suavemente la cola para que Juan Ramón Hernández (muy a gusto) y Guadalupe González Taño (no tanto) se apresuren a cumplir sus deseos. No es imprescindible un doctorado en politología para adivinar lo que ocurre con las organizaciones políticas que soportan liderazgos prolongados durante generaciones: oligarquización, cooptación, pérdida de conexión con la realidad social, incapacidad de adaptación, fosilización de las estrategias, los mensajes y los programas.  Ocurre en La Palma, desde luego, pero también en Fuerteventura, donde la tectónica de placas entre los dirigentes históricos – y actuales – de AM amenaza con originar un terremoto autodestructivo.
Bajo la ficción reglamentaria de un partido asambleario, AM es controlada directa o indirectamente por una élite reducida de cargos públicos que ha podido mantener en equilibrio las distintas ambiciones personales, parroquias clientelares y estrategias de poder. El máximo cargo orgánico – el de coordinador general – se ha reservado para militantes sin responsabilidades públicas relevantes porque, en realidad, ha operado casi siempre como un canal de comunicación y mediación entre las personalidades y facciones del tablero del poder. Actualmente Juan José Herrera Velásquez es el coordinador general de Asamblea Majorera. Hace un cuarto de siglo era ya presidente del Cabildo de Fuerteventura. Yo sospecho que Herrera Velázquez llegó a la isla en el equipaje de Gadifer de La Salle, aunque sea difícil averiguar si en el baúl de los trofeos de caza  o en el de la ropa interior. El hecho es que ha cometido una torpeza inaudita: abrir las puertas del partido a Sergio Lloret, cabecilla de un organización microbiana, Asambleas Municipales de Fuerteventura, que en los últimos años se ha dedicado a la descalificación feroz del presidente del Cabildo, Mario Cabrera, y de todo lo que oliese vagamente a AM. Cabrera se ha enfurecido pero en la cólera encuentra la satisfacción de un envite a vida y muerte contra Herrera Velázquez. Utilizará ese fichaje estúpido para intentar destruirle como Herrera intenta, a través de ese estúpido fichaje, desinflar sus ambiciones. Y esto ocurre a ocho meses de las elecciones. Y ocurre, sobre todo, cuando una clase política dirigente se cree inmortal, y entre los inmortales saben, como cualquier Christopher Lambert, que solo puede quedar uno.

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