murgas

El carnaval y la chicharreidad

Lo terrible de los carnavales (chicharreros) son dos cosas: a) lo rigurosamente en serio que se lo toma la gente, y en especial los que participan en las fiestas desde grupos organizados, una seriedad que exaltan y ceremonializan políticos y administraciones públicas y b) el plúmbeo desarrollo de su ritual, más rígido que el de la Iglesia Católica Romana. Y ambos factores, por supuesto, están relacionados y se alimentan mutuamente. Ya carga uno en las costillas los suficientes años para recordar que los carnavales de los años setenta y buena parte de ochenta eran unas fiestas casi caseras, casi domésticas, casi intramuros, donde el objetivo básico era el bacilón, el baile, la borrachera y (más voluntariosamente) el apareamiento. Fue entonces, a finales de los ochenta, cuando el carnaval se transformó velozmente en una triunfal seña de identidad de los santacruceros. Por más que insistan cronistas entusiastas el pequeño y reducido y pobretón carnaval que se celebraba en la capital antes de la guerra civil era un bochinche casi anecdótico. Las fiestas del carnaval de Santa Cruz de Tenerife no tienen sus raíces en ritos estacionales del mundo rural ni en una burguesía ilustrada, ligeramente harta de los corsés eclesiásticos y con ganas de marcha. Se han construido a trozos empegostados, incorporando elementos y formatos de otros carnavales: las chirigotas de Cádiz se aclimataron como murgas, las comparsas fueron el resultado de una emulación escasamente plausible de los carnavales brasileños, las rondallas una aportación más o menos espeluznante de sociedades recreativas amantes de zarzueladas y otros prodigios musicales madrileños.

Este modelo combinatorio alcanzó un éxito masivo porque se ajustaba como un guante a la tenue y porosa idiosincrasia chicharrera, que carecía de una fiesta central y realmente popular en su calendario – las efemérides de la fundación de la ciudad, el 3 de mayo, nunca lo fue realmente. Una fiesta para beber y bailar y de la que se haga cargo el ayuntamiento: una perspectiva irresistible. Una demografía juvenil en el último cuarto de siglo XX hizo el resto. Y, sin embargo, lo peor llegó pronto. Los carnavales se convirtieron en el alfa y el omega de la chicharriedad.  Eran la viva imagen de la sociedad tinerfeña. Eran el Volksgeist tinerfeño a la sombra de la Farola del Mar.  Eran el más fiel y bruñido espejo de nuestro entusiasmo, nuestra creatividad, nuestra alegría de vivir, nuestro incomparable sentido del humor. Eran (ejem) los mejores carnavales del mundo. Comenzó a contratarse a famosos para cantar, bailar, dibujar el cartel anunciador, dirigir la gala de la elección de la Reina, escribir cronicones. Murgas, comparsas y rondallas se empoderaron y comenzaron a exigir recursos, se fortalecieron como marcas, se articularon como clubes de estricta observancia, entre los que no estaba ni está excluida la guerra de guerrillas. Son ellos los mayores responsables de que el carnaval haya devenido una cita autorreferencial y no evolucione, no se transforme ni por curiosidad, salga de sus marchitas costumbres y de esos espacios absolutamente previsibles: la Gala, la cabalgata y el coso, los concursos interminables solo aptos para familiares y masoquistas, el entierro de la Sardina.

No recuerdo la última vez que una murga me hizo reír. Ahora describen la perra vida que arrastramos, denuncian atrozmente el anhelo y el sufrimiento de la existencia como si tuvieran de letrista a Schopenhauer, narran sus innumerables sacrificios para salir a la calle año tras años, critican con helada severidad a los jurados. Las comparsas siguen bailando con un dominio magistral de sus cuatro pasos y las rondallas cantan cada vez mejor Soldado de Nápoles que vas a la guerra. Toda fiesta popular y cíclica se alimenta de nostalgias, es cierto. Pero es que el carnaval chicharrero es básicamente nostálgico, y de la misma manera que se muestra incapaz de reírse de sí mismo, solo encuentra su confirmación en una estereotipada fidelidad al recuerdo. Por supuesto, están los miles de pibes y pibas que bailan, beben, esnifan y fornican por las calles y plazas durante una larga y corta semana. Pero lo harían con cualquier pretexto si transforman la ciudad es una sala de fiestas al aire libre. La inmensa mayoría no saben quién fue Celia Cruz ni han cantado en su vida un cubanito.

 

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Majadería carnavalera

Muchos carnavaleros están cabreados. Cuando hablo de carnavaleros me refiero sobre todo a los agentes más activos de la fiestas, cuyos colectivos vertebran las carnestolendas, pero también a aquellos para los que son una patria y una memoria colectiva de apretones, vomitonas, purpurina y ligues. Suspenderles el carnaval es como faltarles el respeto. Es  cuestionar su estilo de vida, sus gustos y sus fobias, su formato preferido para cultivar la amistad y los rencuentros. Repiten una y otra vez que el Gobierno autónomo fue “flexible” durante las Navidades y reclaman la misma comprensión y tolerancia para sus anhelos de empedusarse entre tibios charcos de orina y kioscos con cerveza para multimillonarios. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí. Luego están esos pozos de lucidez que te descubren que el carnaval es una industria – en fin – de la que vive muchísima gente. No, eso es inexacto, y forma parte de la pequeña mitología del jolgorio que necesita imperiosamente de dinero público para subsistir. El carnarval es una actividad de la que viven unas cuantos cientos de personas en esta ciudad, que en muchos casos tienen en las fiestas un ingreso económico complementario relevante, pero no el central. ¿Cómo va a vivir una modesto espacio económico de una actividad que solo se prolonga un mes y medio cada año? Menos tonterías.

Ayer fallecieron 14 personas a causa del covid en Canarias. La ocupación de UCI por contagiados no desciende  y los ingresados en plantas hospitalarias son cerca de 550. Y se pretende en esas circunstancias propiciar un debate sobre la oportunidad de celebrar los carnavales. En un país mediamente razonable, con una élite política, y en particular un Gobierno autónomo, más responsable y menos acomodaticio, desde hace tres o cuatro semanas se sabría que los carnavales quedarían suspendidos sine día. La Consejería de Sanidad ha jugado a apurar los límites y lo sigue haciendo, fiándose de que estamos a punto de llegar el pico de la sexta ola y que las infecciones  comenzarán a descender rápidamente. No es una apuesta sanitaria, sino política y económica. A esta actitud los carnavaleros deberían oponer otra y no esperar que los ayuntamientos digan o callen esto o aquello, y mucho menos admitir propuestas como celebrar los concursos (murgas, rondallas, comparsas) a puerta cerrada o con un aforo mínimo y con los jurados reunidos electrónicamente para emitir su tradicional error.  La de los concursos desiertos es una ocurrencia grotesca que no salva nada de las fiestas, sino que, por el contrario, las desvirtúa sin remedio.

Ya se intentó el año pasado algún formato para un carnaval callejero limitado,  pero es imposible esa cuadratura del círculo, porque el carnaval se basa, como el judo, en un continuo contacto personal. Incluso extremadamente personal. No son posibles los remedos del carnaval precisamente por eso. Para calmar los ánimos lo mejor es consensuar una fecha concreta que transforme –excepcionalmente — las fiestas de invierno en las fiestas de verano, siempre y cuando no llegue una nueva cepa que nos transforme a todos en caníbales, salamandras o casimirocurbelos. De todas formas, ¿no es asombrosa la capacidad martirológica del personal y la insistencia en las mismas majaderías que probablemente no serían superadas en un siglo de pandemia ininterrumpida? ¿En serio, navidades y carnavales otra vez? ¿Y los miles  de ancianos y de ciudadanos con psicopatologías que están sufriendo esta situación desde hace ya cerca de dos años? ¿Dónde pueden acudir en ayuda especializada? Viejos, inmunodepresivos, esquizoides o paranoicos que viven solos o acompañados y que han visto sus salud mental desgastada durante semanas y meses y están cada vez más perdidos mientras crece la aterradora oscuridad a su alrededor. Nadie parece indignarse. A nadie le inquieta especialmente. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí. 

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Murgas sin gracia

Las murgas no le hacen gracia a nadie. Ni siquiera a los murgueros. La razón principal de este fenómeno está, por supuesto, en que las murgas no pretenden ser graciosas hace mucho tiempo y, por lo tanto, han olvidado la gracia, la chispa, el relámpago del humor.  Si uno no se divierte en el escenario jamás divertirá al público en el patio de butacas. Creo recordar que la última vez que descubrí a un murguero riéndose durante la actuación fue el año en que se jubiló Juan Viñas. Ahora ser murguero es una cosa muy seria. El murguero no se ríe jamás: su misión es demasiado importante. En la actualidad la murga sube disciplinadamente al escenario y comienza a actuar como el consejo de administración de General Motors o el comité ejecutivo de Izquierda Unida-Unidad Popular. Las murgas se han terminado creyendo eso de que son la voz del pueblo, algo así como medio centenar de cantautores a los que, casualmente, les salió la misma letra alrededor de una gran perola de garbanzas y tres garrafones del vino azufrado de la finquita del suegro. El murguero contemporáneo no se ríe contagiosamente de nada, pero lo denuncia meticulosamente todo. El murguero contemporáneo no desmonta lo que ocurre con la herramienta del humor, sino que se apresura en darle de patadas entre chillidos terribles, exasperados, casi agónicos, que algunos se empeñan en llamar coros. El murguero contemporáneo – en esto hay que reconocerles cierta actitud vanguardista – no pretende reírse, sino que busca indignarse. Sí, el murguero es, hoy por hoy, un indignado, es decir, carece de sentido del humor y anhela una justicia instantánea y sumarísima. Yo los he visto desplegarse por la calle de La Noria, hacia las terribles justas del concurso, lo que más les emociona, y les juro que en youtube pueden encontrar ustedes desfiles de escuadrones de las SS más relajados y sonrientes.

A menudo los murgueros ni siquiera resultan muy reconocibles. Ya no son gente del barrio con unas ganas irreprimibles de bacilar y reírse de todo y de todos, sino los celosos depositarios de una moral mesocrática, hipócrita, advenediza y despistada: ceñudos payasos que te observan con ira, con indiferencia, tal vez con desconfianza. Payasos enfadados que gesticulan mucho pero a los que termina siendo extremadamente difícil entender nada. Por supuesto, se me antoja una lástima que en vez de ser murgueros pretenda ser superhéroes dispuestos a acabar con el Mal una noche al año y, además, llevarse el primer premio. Como Batman maquillado al estilo de Jocker. ¿O sería al contrario? No lo sé, pero hace muchos, muchos años, recuerdo que las murgas eran una invitación a la risa y no, como hoy, a un horno crematorio, a un juzgado de primera instancia o a la ONU.

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Un consejo fraternal

Reconozco estar un poco asustado. He escuchado y leído en los últimos días proclamar, desde Las Palmas de Gran Canaria, que el Carnaval de la capital “es el segundo mejor del mundo”, después de los brasileños. También contemplé con espanto numerosos tuits entusiastas sobre la Gala de Elección de la Reina, un espectáculo grandioso e inolvidable, e incluso pude oír a varias personajes elogiando el afilado  ingenio de las murgas grancanarias. Creo que mi alarma justifica lo suficiente un consejo fraternal a mis amigos de Las Palmas: tengan mucho cuidado con el carnaval. Están ustedes a punto de transformar un estupendo pretexto para bailar, emborracharse, bacilar, mear en cualquier esquina y, eventualmente, pillar cacho, con una seña de identidad. Y la principal característica de una seña de identidad colectiva es su carácter tóxico, baboso, idiotizador. El Carnaval, por su puesto, es una institución ritual y simbólica, pero en cuanto se transmuta en una realidad administrativa entra en la senda de su desnaturalización babieca y cejijunta. Y todavía peor, créanme ustedes, cuando un ataque de imbecilidad colectiva siembra en los cráneos las carnestolendas como abono para una variante del patriotismo y crecen y se enraciman los superlativos y en un momento dado, un momento en el que nadie pensó seriamente (¿quién iba a pesar seriamente en eso disfrazado de oso panda y con media botella de pampero en las venas?) se despliega como una bandera. Una bandera de telas subvencionadas por los ayuntamientos y que huele a vomitona agria y pis de amanecida, pero que se enarbola con sacrosanto furor terruñero.
No, ningún carnaval de Canarias es el segundo, el tercero o el undécimo del mundo. Eso de irse de fiesta para alcanzar un record universal es un autorretrato espeluznante que fusiona nuestro escaso sentido del humor con la miseria de nuestras aspiraciones. Las galas son espectáculos de aficionados con chirrían en las pantallas televisivas, las murgas grupos de payasos enfadados tan graciosos habitualmente como un cólico nefrítico, las comparsas charcuterías semovientes y multicolores. Al menos en Las Palmas no existen, que yo sepa, las aterradoras rondallas, una suerte de antologías zarzueleras dignas del hilo musical de un tanatorio. Aprovechen su penúltima oportunidad. Todavía están a tiempo. Cojan el disfraz, bajen a la calle, bailen, beban, rían a carcajadas y olvídense de cualquier otra cosa.

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Carnaval marmota

Le insertas a Bill Murray una nariz de payaso y le das una trompeta de plástico, le colocas unas mallas imposibles en las piernas amorcilladas o lo pones a cantar Soldado de Nápoles, que vas a la guerra, y ya alcanzas la alegoría perfecta de los Carnavales de Santa Cruz de Tenerife. Nuestros Carnavales, tan rozagantemente marchitos, son la Noche de la Marmota. Un año tras otro se repiten a sí mismos hasta la extenuación, hasta la borrachera, hasta el melancólico amanecer en el que ya no nos queda nada más que vomitar y ese breve paréntesis etílico y enmascarado se cierra sobre sí mismo hasta el próximo año. La secuencia es inapelable y se repite con más que amor creativo, frenesí abotargado: los concursos de las murgas, las críticas a las murgas, los ya entrañables follones en la subasta de los puestos de venta, los traslados de los escenarios, los precios de las entradas, las críticas a los precios de las entradas, las insufribles visitas a los políticos a los locales de las murgas, el anuncio de los mil y un policías que velarán por nuestra seguridad, la crítica al exceso de policías en la calle, las advertencias médicas sobre el guisqui de garrafón, los abusivos precios de las fritangas, la terrorífica Gala de Elección de la Reina, compendio definitivo y definitorio de todas las limitaciones e ilusiones de la gran familia desestructurada del Carnaval chicharrero, bendecida universalmente por los titulares como un espectáculo excepcional de luz y color, de ritmo y alegría trepidante, con los mismos trajes paridos por émulos de Jack el Decorador, las mismas sonrisas espantadas de las candidatas, los mismos presentadores inverosímiles, el mismo compromiso imposible entre amateurismo sentido en las entrañas de la mascarita y espectáculo profesional, televisable, exportable al mundo entero. El Carnaval de Santa Cruz ha sido incapaz de renovarse desde el respeto a sus tradiciones y se mece en la hipnótica placidez de sus ritos. Ya no deberíamos quemar una sardina, sino una marmota.

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