Pedro Sánchez

Vivienda social y vudú electoral

La tramitación casi a uña de caballo de la ley de Vivienda, que llevaba años atascada en el Congreso de los Diputados, es una prueba más de que para el presidente Pedro Sánchez lo importante es la oportuna gestión de los tiempos partidistas más que la eficaz gestión de los asuntos públicos. Esos tres años perdidos evidencian que para el líder del PSOE la vivienda no era una prioridad en su agenda. Ahora sí: ahora se acerquen elecciones (el mes próximo autonómicas y locales; en diciembre generales) y hay que agitar banderas y banderolas triunfantes. La ley de vivienda resolverá juiciosa y eficazmente la angustiosa demanda de techo de cientos de miles de ciudadanos y cubrirá con probidad y equidad esos dos millones y medio de apartamentos y casas que se necesitan en España hasta el año 2050.

Pues no.  Todos los miserables fuegos de artificios de los últimos días  (decenas de miles de viviendas que el Gobierno de Sánchez sacará de la Sareb, planes faraónicos para otros miles de viviendas financiados por el Instituto de Crédito Oficial, programas d rehabilitación) no son absolutamente nada. Como un poema de Wallace Stevens, de Quevedo o de Ada Salas se  trata de un artificio verbal. Como mucho una declaración de intenciones. Pero Sánchez ofrece sus intervenciones públicas como discursos performativos: habla como si con cada una de sus palabras construyera una realidad.  Hace muy pocos días le escuché que se había aprobado la ley de Vivienda: se refería a que su Gobierno había aprobado el anteproyecto de ley para mandarlo a la correspondiente comisión parlamentaria. Con el sanchismo todo es así: la poderosa bestia del Estado expidiendo fantasmagorías para consumo inmediato y autobombo atronador.

Las patronales de la construcción de Canarias han pedido al presidente Ángel Víctor Torres que no aplique íntegramente la ley de vivienda en esta comunidad autónoma. Y no les falta razón en su solicitud.  La crisis de 2008 acabó con una colaboración entre administraciones públicas e iniciativa empresarial privada irregular e insuficiente, pero gracias a la cual se construían entre 70.000 y 75.000 viviendas anuales en España. Los recortes presupuestarios y la ruina de muchos constructores paralizaron esta dinámica, en virtud de la cual el 85% de la vivienda social levantada en España entre 1980 y 2010 la construyó la empresa privada. El Gobierno de Sánchez (y en Canarias el del señor Torres) se ha negado resueltamente a contar con la empresa privada para desarrollar sus planes de vivienda pública. Incluso en La Palma posvolcánica. Esa es la principal razón del grotesco retraso que acumula en esta materia el consejero de Obras Públicas, Sebastián Franquis. Los límites al crecimiento de los alquileres es otra medida disparatada que ya ha reducido la oferta y lo hará aún más en el futuro inmediato. Trasformar al propietario de cinco viviendas –al margen de su superficie, su conservación o su ubicación – en un gran tenedor es una ruinosa necedad.

No era imprescindible a priori una nueva ley de vivienda como la que penosamente se aprobará por las Cortes a principios de mayo. Bastaría con haber diseñado y suscrito un doble pacto: uno de naturaleza política entre los principales partidos, encabezados por el PSOE y el PP, y ratificado en las comunidades autónomas, para aligerar los trámites administrativos y movilizar suelo público y privado; otro operativo, entre administraciones públicas y las patronales de constructores. Un gran pacto de colaboración público-privado, como lo llama la presidenta de la AECP, María de la Salud Gil, que en Canarias podría conseguir 8.000 viviendas en un quinquenio (y quizás más). Esta estrategia es la más razonable y directa para afrontar una emergencia habitacional como la que sufre el país, y debió impulsarse hace tres años. Pero supone riesgos. Requiere esfuerzos. Implica corresponsabilidad y cogobernanza. Sánchez preferible una ley monigote a penúltima hora para practicar vudú electoral.

 

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La venganza de Rajoy

La ambigüa pero persistente popularidad de Mariano Rajoy brilla como un misterio indescifrable. Después de 35 años de carrera política Rajoy volvió a la vida civil (es un decir) exactamente como entró: como un señor anodino. Antes fue un joven anodino, un adolescente aburrido y un niño indistinguible. No ha cambiado jamás. Su única modificación ocurrió cuando se dejó barba, después de un accidente de tráfico que algún hagiógrafo describió como casi mortal, aunque no fue para tanto. Después, al año de licenciarse en Derecho, con 23 tacos, se sacó unas oposiciones para registrador de la propiedad. Desde la diputación provincial de Pontevedra a la Presidencia del Gobierno: una carrera lenta pero imparable, sin angustias aparentes pero rectilínea. Su verdadero protector,  José Manuel Romay Beccaría, subsecretario de Presidencia con Arias Navarro y mucho después ministro de Sanidad de José María Aznar, le dio el primero de los dos únicos consejos que solicitó en su vida: “Nunca tengas prisas pero jamás te quedes atrás: hazte conveniente pero no imprescindible”. El segundo se lo brindó Manuel Fraga, con el que jamás tuvo demasiado feeling: “Cásese usted, porque tiene que casarse ya”. Casarse. Lo hizo. Fue la última decisión íntima que tomó Rajoy.

Suele decirse que Pedro Sánchez es antipático. Y lo es. Su hosquedad tiene unas raíces muy evidentes: la soberbia, la petulancia, la jactancia del ganador surgido de las cenizas de un fracaso que cantó como un coro griego toda la vieja dirección del PSOE. Su antecesor parece otra cosa y, sin embargo, conviene no llevarse a engaño. Rajoy jamás ha sido una persona afectuosa. Su código gestual no es el de la proximidad empática sino el de un aislamiento frío, aunque educado. A veces simula despiste, pero en realidad es indiferencia. Rajoy resulta también la culminación de un esfuerzo de décadas de autocontención de alguien con miedo al ridículo y agudamente consciente de sus limitaciones físicas, culturales, morales. Si no es un gran lector no es por una inteligencia insuficiente, sino por una radical falta de curiosidad.

Pero sobre todo, y es lo más sorprendente, Mariano Rajoy fue presidente del Gobierno español en una etapa terrible: los prolegómenos del apocalipsis cotidiano que vivimos hoy como almas en un purgatorio del que ya no saldremos jamás. Recortó furiosamente cuanto Bruselas mando recortar tras la crisis de 2008 y los primeros hachazos de Rodríguez Zapatero. Ofreció ruedas de prensa por televisión por puro terror al burbujeante  pantano de corrupción que destapó el tesorero del PP Luis Bárcenas. Toleró la vivificación de cloacas policiales que todavía hieden. Hizo el imbécil pero sobre todo el vago mientras crecía la deriva independentista catalana. Fracasó en todas sus reformas legislativas. Ni siquiera se quedó en el Congreso de los Diputados mientras se debatía la moción de censura que acabaría con su presidencia. Se marchó a un restaurante a primera hora de la tarde y no salió del establecimiento hasta cerca de medianoche, harto de mariscos y soledades y ministros y ligeramente achispado.

      Ahora la gente vuelve a divertirse con las paparruchadas que dicta o escribe sobre el Mundial de Fútbol y que presentan como crónicas en El Debate. Para los ingenuos: les aseguro que Rajoy escribe mejor. Invariablemente leía sus discursos, en efecto, pero los escribía él. Y se notaba. No escribía ni discurseaba para seducir sino, como siempre, para escabullirse como un hombre quizás no imprescindible, pero sí conveniente. A los enemigos solo ironías encorbatadas.  Mariano Rajoy, sin duda estupefacto al descubrir que hace tanta gracia,  dicta esas pendejadas escolares como una pequeña, dulce venganza. Su burlesca venganza contra nosotros. Los que le obligamos a ser Rajoy para que pudiera llegar a ser Rajoy. Y seguro que se divierte muchísimo. O no. Da igual. Con Rajoy todo da igual. 

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A por otros cuatro años

Los insultos proferidos desde la tribuna del Congreso de los Diputados contra la ministra de Igualdad, Irene Montero, son graves por sí mismos. Una agresión hedionda y tabernaria que además le propina otra mujer, una diputada de Vox en busca de un minuto de gloria supurante.  El insulto ha sido tan bajo y furioso –tan envilecedor para todos — que de repente Moreno ya no fue la autora política de una normativa legal defectuosa y discutible, sino una víctima del fascismo. Por unas horas las cuentas de Podemos se han dejado de emitir bulos y falsedades sobre la ley Montero, sobre las instrucciones de la Fiscalía General del Estado, sobre abogados de violadores, jueces prevaricadores y demás carroña para, en cambio, defender a la ministra frente a los fachas. Porque, como es obvio, ¿quién no va a condenar los intolerables  insultos a la ministra? Por desgracia es demasiado golosa la tentación de instrumentalizar el ataque pro domo sua. Y así se comienza de inmediato a construir una victimización que oculta como una alfombra todas las enormidades que en la enloquecida apología de le ley han esparcido Montero y sus compañeros. Por supuesto, este combate propagandístico contra la realidad a la realidad se la trae sin cuidado. Ya son casi una cincuentena las condenas revisadas y rebajadas en pocas semanas; anteayer se dictó por la Audiencia de Santa Cruz de Tenerife que una pena de diez años quedaba reducida a nueve. Pero la ley no se reformará. Palabra de ministra. Lo que habrá es una “avalancha de derechos para aplastar a los fascistas”. Un método original para acabar con el fascismo, por otro lado. Como si la República de Weimar se hubiera caracterizado por retirarles derechos políticos a los alemanes.

Y ya, por supuesto, todo es fascismo, todo es machismo, todo es heteropatriarcado, todo es no pasarán. Si una periodista (Esther Palomera) condena el seguidismo de la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, en su afán de aceptar en silencio o con entusiasmo toda declaración de Pablo Iglesias, Palomera es reducida a una machista repulsiva. Una señora  joven, talentosa y demenciada escribe en El País que “toda violencia verbal o de pensamiento (atención: de pensamiento) contra una persona es una violencia física”.  El  silogismo queda más o menos claro: si toda violencia simbólica, es más, si cualquier pensamiento violento es violencia física, yo, en legítima defensa, te puedo soltar dos hostias en cuanto intuya que estás pensando algo indigno sobre mí. Mientras todo esto nos distrae ocurre lo más importante, lo que tiene una verdadera relevancia estructural y un impacto inmediato en la vida de los ciudadanos. La aprobación de unos presupuestos generales más expansivos que nunca, metiendo todo el carbón imaginable para alimentar la caldera de la inflación y el que venga atrás que arree, e incrementando sueldos y pensiones a los funcionarios y jubilados, los dos grandes ejércitos electorales del país.  Los impuestos a la banca y a las compañías eléctricas, de cuya calidad técnico-jurídica cabe esperar lo peor. Y, por supuesto, el primer movimiento para reformar o suprimir del código penal el delito de sedición. Primero fueron los indultos a los condenados por el Tribunal Supremo por el golpe contra la Constitución y el Estatuto en Cataluña. Y ahora se pone en marcha una reforma legal para que Oriol Junqueras y otros militantes de ERC y de Junts  per Catalunya  puedan presentarse a las próximas elecciones autonómicas: derecho penal de autor.  Ya lo exaltó Gabriel Rufián: “¡Le hemos quitado el juguete a los jueces fascistas!” Convengamos que llamar fascistas a los magistrados del Supremo en el Congreso de los Diputados no es ni siquiera violencia de pensamiento. Solo un eructo triunfal.  Mercadeando con esta insigne peña (yolandistas, pablistas, independentistas vascos y catalanes) piensa seguir Pedro Sánchez en la Presidencia otros cuatro años. Aunque termine gobernando solo en el distrito Moncloa-Aravaca. 

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Trump, oh, el horror

Discurso de Donald Trump desde la opulenta ordinariez de Mar-a-Lago, anunciando que se presentará a las elecciones presidenciales de 2024. Y lo hará: como republicano para ganar o como independiente para vengarse. Grita amenazas, estupideces, píos anhelos patrióticos, visiones apocalípticas, algún chiste grueso, promesas de redención. Qué terrible es Trump, qué amenaza arrolladora para lo que queda de república democrática, cómo parar a este ogro que convierte en vileza todo lo que toca. Oh. Menos mal que, como apuntó Eternamente Yolanda, en las elecciones de medio mandato han ganado los nuestros. Imagino el sobresalto de cualquier senador demócrata al ser calificado como compañero por una militante comunista. El yolandismo es eso: la chorrada gratificante como categoría política, el buenismo susurrante como liturgia, la simplificación pueril de la realidad para que nuestro sueño llegue rápido y evitemos cualquier pesadilla. La pesadilla de votar a otro partido, por ejemplo.

Trump, sin duda, es muy malo, es lo peor de lo peor, pero en España, desde hace tres años, crece lozano y orgulloso un populismo cada vez más enfrentado a los principios básicos de gobernanza democrática, cada día más despreciativo con las instituciones y los procedimientos propios de una democracia representativa. Lo penúltimo es un ministra que acusa a los jueces de  incumplir una norma, la ley de Garantía de la Libertad Sexual, que es técnicamente un bodrio, hasta el punto de que ha permitido – en realidad ha obligado: no se puede dejar de aplica la retroactividad– a rebajar las penas a delincuentes sexuales. Durante meses se advirtió a esta sujeta, la ministra digo, desde el Consejo General del Poder Judicial, desde las asociaciones profesionales de magistrados, desde grupos parlamentarios como el PP o ERC, que su proyecto legislativo era una chapuza y que ocurriría lo que terminó por ocurrir, pero no hizo puñetero caso y forzó la aprobación de su engendro. Su reacción – y la de la gente de su cuerda, es decir, con sueldos sabrosones que dependen de la benevolencia de la excelentísima señora – ha sido acusar a los jueces de machistas y poner en marcha, de nuevo, la leyenda de un la una lawfare cuasigolpista contra un gobierno deizquierdas. Antes atacar la independencia de uno de los poderes del Estado – una característica de cualquier democracia — a admitir que me he equivocado y corregir el yerro. Los jueces, son todos fachas, menos Victoria  Rosell, y la solución consiste en ponerlos a hacer cursos de perspectiva de género hasta que dicten sentencias correctas, es decir, sentencias que agraden el Gobierno en general y al Ministerio de Igualdad en particular. En realidad el Observatorio contra la Violencia Doméstica informó que  ya existe por ley, desde 2019, la obligatoriedad de realizar un curso sobre perspectiva de género y ya lo han realizado 1.467 jueces y juezas.

Esto es lo último pero, por supuesto, solo lo último. En España el Gobierno elige para Fiscal General del Estado a una señora que dos meses antes era ministra de Justicia. A otra compañera, que se sacó justita la licenciatura en Derecho y es funcionaria de la Seguridad Social, presidenta del Consejo de Estado. A un miembro del comité ejecutivo del PSOE,  presidente del CIS, y a un amigo del presidente –por mencionar un caso al azar— jefe de Correos y Telégrafos sin ninguna experiencia en el sector y 200.000 euros mensuales de sueldo. Un presidente que ha mentido una y otra vez tanto dentro como fuera del Parlamento sobre sus compromisos políticos, que ha trampeado sobre sus sus límites y opciones para cerrar acuerdos de gobierno, pactando con fuerzas políticas que tienen como objetivo estratégico desmembrar el Estado, y que ha utilizado con fiereza el decreto ley como método legislativo predilecto y las modificaciones en los códigos legales para asegurarse continuar en el poder. Un presidente que ha pasado de rescatar a un barco cargado de inmigrantes como foto electoral a permitir  que asesinen a decenas de magrebíes y a continuación alabar a la policía española y a la gendarmería marroquí. Pedro Sánchez crea y destroza carreras y prestigios en el PSOE con el gusto despiadado que ha utilizado Trump en el GOP. Populismo maquillado de socialdemocracia que te murmura al oído: “No te olvides: la democracia es nuestra y solo nuestra, tuya y mía, y de nadie más”.

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Primarias ficticias

Ya estaba tardando la primera perla de Augusto Hidalgo, alcalde en retirada de Las Palmas de Gran Canaria y candidato del PSOE a la presidencia del Cabildo Insular. Las posibilidades de Hidalgo de no estrellarse electoralmente están en relación directa a su silencio. Lo mejor sería que el elector no se enterase de su candidatura y que pasara con una bolsa de churros en la cabeza –si el nudo Windsor lo permite – hasta el día siguiente a las elecciones. Pero no puede.  La discreción va contra su naturaleza sonriente y largona. Así que  el todavía alcalde –lleva desde el 2015 en la poltrona muñendo pactos  y naderías sin terminar un solo proyecto relevante – se apresuró el mismo día de presentación de su candidatura a proclamar que se esforzaría desde el Cabildo para que Gran Canaria recupere el protagonismo regional que ha perdido. Toda vez que el PSOE cogobierna el Cabildo grancanario y ha mantenido sin pestañear a Antonio Morales en el poder lo que está haciendo Hidalgo es una autocrítica bastante demoledora. Pero él vive en su pequeño y burbujeante universo.

Hidalgo, por supuesto, se ha presentado formalmente como candidato a ser candidato, es decir, ha inscrito su nombre en las elecciones primarias que celebrará el PSOE grancanario el próximo mes. Porque las primarias socialistas, son, en efecto, un breve sainete que en ningún momento sirvió para activar la participación de la militancia en la toma de decisiones político-electorales. El PSOE es hoy –como todos – una organización fuertemente cartelizada en la que los militantes cuentan muy poco. Un candidato como Hildalgo, que llega a inscribirse en compañía del secretario general regional, Ángel Víctor Torres, y del secretario general de Gran Canaria, Sebastián Franquis, no debe temer la aparición de ningún espontáneo. Supuestamente tanto Torres como Franquis, en virtud de sus altas responsabilidades en el partido, deberían guardar una cierta neutralidad en cualquier proceso de primarias. Pero todo eso ha saltado por los aires porque las primarias, en el PSOE, ya solo son una ficción administrativa. El ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife es otro ejemplo: Patricia Hernández será la candidata con la bendición y protección de la cúpula socialista. No se ha celebrado numerito de presentación porque tanto Torres como Pedro Martín no la tragan.

Sin embargo existe una semiexcepción, aunque parece poco probable que sobreviva como tal: el ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria. Desde el pasado agosto Inmaculada Medina, concejal de Servicios Públicos, habla, se reúne y ha anunciado venturosamente a la mayoría de sus compañeros del consistorio y a numerosos militantes que está dispuesta a presentarse a las primarias siempre y cuando (atención) Pedro Sánchez no imponga a Carolina Darias como candidata a la Alcaldía. Y lo dicen así, tan tranquilos, como si fuera una evidencia geológica. Yo estoy dispuesta a luchar por la candidatura, pero si el secretario general quiere otra candidata, me aparto disciplinadamente. Llámelo seguidismo, llámelo servilismo. Hace años se decía maliciosamente que el PSOE canario era una delegación de Ferraz. Visto lo visto hoy puede afirmarse, al menos en términos partidistas, que el PSOE canario es una delegación de Pedro Sánchez. Qué magnífica ocurrencia: colocar como aspirante a la Alcaldía a la ministra de un Gobierno que detesta medio país y que, además, cuenta con el magnético carisma de una medusa. Un día, cuando Pedro Sánchez se haya marchado, los socialistas no dispondrán de otra cosa que no sea un inmenso desierto de decepciones, melancolías, descréditos e impotencias que tardará lustros en ser habitable de nuevo.

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