PP

Fernando Clavijo o la virtud recipendiaria

Quizás los que susurran — con un fisco de espíritu pelotero — que Fernando Clavijo disfruta de baraka exageran ligeramente. Quizás el encantamiento presidencial se acerca más a lo que un crítico literario inglés llamó una virtud recipendiaria: aquella que se recibe, para rentabilizala con astucia, de la estupidez, la incapacidad o la torpeza de los demás. Coalición Canaria obtuvo la mayoría de escaños en las elecciones de 2015, pero también su cifra más modesta de votos en los últimos veinte años. Y aun así gobierna en solitario después de un frustrado pacto con los socialistas y resulta muy probable que puedan seguir en esa relativamente privilegiada situación durante los próximos dos años. Una de las razones que explican esta bicoca es el solitario pero muy valioso voto de Ana Oramas en el Congreso de los Diputados. Pero la otra, que interactúa con la primera, es casi igual de importante: los otros dos grandes partidos de Canarias han atravesado una prolongada crisis de dirección y orientación estratégica (caso del PSOE) o no han encontrado un líder potente ni han ganado un ápice de autonomía respecto a Madrid (el Partido Popular). Los socialistas no han querido (o sabido) mantenerse en el Gobierno autonómico; los conservadores han fracasado a la hora de entrar, y como consecuencia, la figura  presidencial de Clavijo,  al que sostiene menos de un tercio de los diputados, se ha fortalecido, y Coalición ha recuperado en parte la centralidad en el espacio político canario. Si Asier Antona no ha querido pisar los salones de la Confederación Canaria de Empresarios, porque solo ve a amigos y ompadres de Soria,  Clavijo ha conseguido que las grandes fortunas e inversores grancanarios simpaticen con los coalicioneros cuando siempre apoyaron al PP. Si Patricia Hernández se podemiza el presidente del Gobierno extrema su centrismo y su amor por la Constitución y el (reformado) Estatuto de Autonomía. Clavijo no tiene en CC un partido precisamente fuerte, cohesionado  y con profundas raíces en la sociedad civil. Pero tiene el poder. El poder, sorprendente fenómeno que puede conseguir tanto transformar la realidad –a veces– como aparentarla –casi siempre.

Un pacifista para la guerra

Madrid se gastó un dineral en llamadas telefónicas. Desde hace quince días el mismo Pedro Sánchez hizo muchas para repetir siempre lo mismo: Víctor Torres era su candidato, el candidato del cambio, el candidato que sintonizaba con el nuevo PSOE. Y recuerden, compañeras y compañeros, por quién apostaron los otros dos candidatos: por Susana Díaz, por el bucle aparatista del susanismo, por la continuidad mortecina y mediocre de los que solo buscan sobrevivir. La campaña ha ofrecido un espectáculo curioso: el candidato defendido por Pedro Sánchez, el  autor del giro izquierdista del PSOE, el candidato Víctor Torres, secretario general de los socialistas grancanarios, esbozaba un programa firme pero en tono moderado y conciliador. Los candidatos que en su día avalaron a Susana Díaz, en cambio, se lanzaron a un izquierdismo exasperado.  Juan Fernando López Aguilar superó su tradicional cantinflismo apocalíptico  y en un mitin explicó con un alarido lo que estaba dispuesto a decirle a un dirigente de CC si le pedía que moderase a un cargo público socialista: “Le voy a decir ¡jódete, jódete, jódeeteeeeeeeee…!” No está mal para tener un doctorado por la Universidad de Bolonia.
Patricia Hernández y sus voceros explicaban didácticamente que durante su periodo en el Gobierno de Canarias  descendió el número de parados, se acortaron las listas de espera, se agilizaron los expedientes de dependencia, los niños estaban más sonrosados, el aire era más puro y transparente, los isleños comenzaban a encontrar, en fin, un sentido a sus hasta entonces apesadumbradas vidas. Fernando Clavijo no podía soportar tanta esperanza y por eso se la cargó. Hernández repitió varias veces que jamás volvería a pactar con Clavijo, un peligro que no parece correr a corto ni a largo plazo. El patricismo deviene una ilusión adolescente que te cuenta que no es necesaria preparación intelectual, esfuerzo vital, visión de conjunto y una cultura general que te permita saber que, en una conversación sobre patrimonio histórico, un BIC no es un bolígrafo, sino un Bien de Interés Cultural. Luego te haces mayor –siempre ocurre de repente, por ejemplo, cuando se pierde unas primarias – y lloras amargamente sobre tus descoloridas piruletas.
Hernández y López Aguilar no eran verosímiles. La primera no abandonó el Ejecutivo por cuestiones principistas como intenta enmascarar su relato: fue destituida junto a sus tres consejeros. El segundo llegó a Canarias en 2007 como obligado candidato presidencial, no consiguió gobernar y sin embargo exigió el bastón de mando de la Secretario General. No impulsó una sola reforma programática ni organizativa en su breve reinado y abandonó estas ínsulas baratarias en cuanto pudo, para dolorida sorpresa de los que confiaron en su ambición, en su facundia, en su brillantez intelectual. Se presentó a las primarias para intentar sobrevivir encaramándose sobre una baronía territorial. No le creyeron. No le creerán nunca más.
Víctor Torres representa una gestión meditada para ejercer una oposición sin tregua ni personalismos, mantener los acuerdos de izquierda en Gran Canaria e intentar trasladarlos a otras islas y, sobre todo, al Gobierno autonómico en 2019. Lo que es la praxis sanchista en otras comunidades y territorios. Se le ha advertido y ha aceptado que bien pudiera no ser el candidato presidencial: Héctor Gómez sigue siendo el hijo bienamado en Ferraz. Eso es el futuro: lo importante es la reconstrucción del partido y la organización de equipos de trabajo. Resucitar la organización, en especial en Gran Canaria. En un libro donde recogió varios cuentos, allá por los años noventa, el doctor Torres, filólogo y escritor de madrugadas, colocó una cita de Mahoma: “Está escrito que combatiréis y, sin embargo, tenéis horror a la guerra”. Es exactamente lo que le espera al frente del PSC-PSOE

Un liderazgo de rapadura

Algunos relevantes cargos públicos del PP comienzan a despertar de la breve y triunfal siesta antónica para reparar en que se ha concedido carta de naturaleza a un liderazgo que no existe. Porque Asier Antona, simplemente, pasaba por ahí. El sintagma pasaba por ahí suele constituir la explicación más evidente en el campo de la política canaria y española. Desde 1999 todos los secretarios generales del PP de Canarias fueron floreros más o menos decorativos en las estancias palaciegas de José Manuel Soria, cuya despiadada férula era indiscutible. Si el ex ministro de Industria y Energía  no hubiera caído en desgracia – tropezando él solito en sus mentiras, arrogancias y pringues – y dimitido en abril de 2016 Antona, muy probablemente, hubiera sido una fugaz anécdota en la crónica de los conservadores canarios o habría regresado a La Palma para reventar devorando marquesotes. Soria utilizaba a los secretarios generales para labores de intendencia y mensajería y luego los apiolaba sin conmiseración, para que a nadie se le ocurriera que pudiera plantearse un hipotético delfinato.
Antona maniobró velozmente para embutirse, como una ansiosa salchicha parrillera, en la Presidencia del PP. En principio su dirección era provisional, por supuesto, aunque se enredó, según su costumbre, emitiendo algún  comunicado confuso que supuraba una indisimulable ansiedad por la corona. En su vocación de despiojar concienzudamente de cualquier liderazgo al PP de Canarias Soria había sido muy eficaz y esa avitaminosis carismática le vino estupendamente a Asier Antona. Si no existían líderes de altura regional sustentados en amplias mayorías electorales, la mejor opción para la estabilidad de la organización se apotaba en la sucesión jerárquica. Antona vendió muy bien frente a Génova que por su juventud y su virtuosa lejanía de élites empresariales y financieras podía venderse estupendamente – aunque sin grandes alharacas– como parte de un proceso de renovación del PP canario: una renovación que, por supuesto, no cambiaría absolutamente nada. Antona dispuso de cerca de un año para pactar con el PP de Gran Canaria – y sellar una alianza con María Australia Navarro – y consolidar sus relaciones con la dirección nacional. No tuvo dificultades, el pasado marzo, para derrotar en las primeras elecciones primarias del PP a Cristina Tavío. El siguiente paso consistía en entrar en el Gobierno de Canarias. La ruptura del pacto entre CC y PSC-PSOE pocos meses antes parecía ponérselo en bandeja. Sorprendentemente lo primero que dijo Antona a finales de abril es que el PP no tenía ninguna prisa. Cada vez que un periodista le preguntaba al respeto le recordaba que él, como presidente del PP de La Palma, había bendecido acuerdos entre socialistas y conservadores en el cabildo insular y en varios ayuntamientos. Y sonreía con la maliciosa sonrisa de un gato capaz de deglutir cualquier ratón.
La mayoría de CC – sin excluir al presidente del Gobierno autonómico, Fernando Clavijo – estaba más o menos resignada a un acuerdo con el PP. Las líneas rojas: el PP tendría la Vicepresidencia y tres consejerías; el PP no utilizaría la negociación para sembrar discordias y tensiones en el seno de CC; el PP aceptaría que los acuerdos fueran ratificados por su dirección nacional, con rúbrica de Mariano Rajoy o María Dolores de Cospedal incluida. Antona terminó por atravesar todos los límites y lo hizo por puro tacticismo cuellicorto. Después de aceptar tres consejerías, pidió cuatro; después de definir las áreas que asumiría el PP, cambio de criterio y demandó, entre otras cosas, la Consejería de Agricultura y Pesca, para ver si los herreños de AHI se largaban furibundos y el grupo parlamentario de CC perdía dos diputados. A lo largo de la negociación amenazó nada veladamente con mociones de censura  –imposibles – y con abandonar la mesa y con cortar abruptamente las conversaciones. Todo fue muy asombroso, porque Antona actuó como el líder que no es al frente de un partido que no existe. Ambas cosas, fuerte liderazgo y partido renovado que decidía en Canarias y solo en Canarias su política de pactos, eran fantasías autopropagandísticas que se terminó creyendo, y al final se lanzó a una carrera alocada para tapar sus propias torpezas e ingenuidades. Clavijo le decía telefónicamente –el pasado fin de semana — que veía la situación muy difícil: Antona llamaba a los medios y proclamaba un ultimátum. Clavijo se reunía con Cospedal en una visita oficial de la ministra de Defensa en Canarias: María Australia Navarro declaraba rota las negociaciones. Por supuesto, todo acabó cuando los presidentes Rajoy y Clavijo se reunieron y el primero le aseguró al segundo que el PP canario no obstaculizaría la acción política de CC, aunque no esxistiera amor ni mucho menos frenesí. Asier Antona, por supuesto, seguirá siendo el presidente del PP de Canarias. Pero si se acerca lo suficiente al espejo descubrirá que ya no es Asier Antona, sino un zombi capaz de comerse su propio cerebro si no lo hubiera hecho ya.

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Homenajear a Miguel Ángel Blanco

No creo que sea una ignominia sostener que el PP incorporó a su agenda en su día – un aciago día –el terrorismo etarra como un instrumento político-electoral que informó discursos y sintagmas y eslóganes y que pasados los años se transformó en una retórica de la sospecha universal: una inclinación, a veces muy desenvuelta, a transformar cualquier crítica, disidencia o protesta en una artera forma de terrorismo, en una insinuación de terrorismo, es una nostalgia del terrorismo etarra, hasta el punto de que algún alto cargo conservador descubrió, todavía recientemente, que el aborto –sí, también el aborto –era ETA.
Conviene, sin embargo, subrayar otras evidencias. Primero, que esa actitud de la dirección del PP estaba inextricablemente unida al asesinato, la amenaza o el insulto cotidiano de muchos de sus militantes y cargos públicos en el País Vasco. Hombres y mujeres que hicieron gala de un valor extraordinario en una sociedad que les estigmatizaba activa o pasivamente. Y segundo, que durante demasiados años la izquierda mantuvo ante el terrorismo etarra una actitud básicamente estúpida, pasiva, claudicante. Una claudicación que, por supuesto, empezaba por el lenguaje, porque la izquierda, hasta avanzados los años noventa, metabolizaba el lenguaje de los terroristas: ejecución en lugar de asesinatos, impuesto revolucionario en vez de extorsión, comando sustituyendo a banda, asesinos fanáticos usurpando el nombre de gudaris. La búsqueda incansable de razones y de causas, también. Los terroristas tenían sus razones, sus argumentos, no olvidemos las guerras sucias desde el tardofranquismo hasta el felipismo, no lo olvidemos, compañeros. Era obligatorio, desde la izquierda siempre alerta sobre esa prioridad, su propia salud moral, comprender las causas del terrorismo, y comprender, muy a menudo, llevaba a un hediondo relativismo que se creía adornado con los laureles de la lucidez. La derecha bronca y cerril no comprende nada y la izquierda parapléjica tiende a comprenderlo todo. En este punto el admirable Arcadi Espada ha sido muy preciso: “El énfasis sobre las causas del terrorismo es directamente proporcional a la distancia entre el lugar del terrorista y el lugar del enfático… A mayor distancia de las bombas, mayor insistencia en las causas”.
Es un error el rechazo al homenaje a Miguel Ángel, concejal del PP en el ayuntamiento de Ermua, al cumplirse veinte años de su atroz asesinato por los etarras. Es un error, y desde luego una mezquindad, rechazar el homenaje porque provenga de su propio partido, de sus propios compañeros, de su familia y amigos. Pero el argumento más lamentable para enarbolar una crítica política es pretextar que no debe recordarse a ninguna víctima en solitario, sino a todas en general. No, mire: cada víctima tiene su nombre y apellidos, su historia, sus familias, su rostro y su mirada definitivamente ausentes, sus circunstancias irrepetibles. Esta infasta gente no ha terminado de entender – o se niegan resueltamente a hacerlo – lo que significó el asesinato de Blanco. La particular perversión de este crimen, su vesania repulsiva, el impulso vengativo y cobarde de los criminales, conmocionaron la sociedad. La indignación pulverizó al miedo. El terrorismo dejó de ser asumido como una tenebrosa cotidianidad. Los medios de comunicación modificaron sus estrategias informativas e independizaron su lenguaje para explicar lo que ocurría. El nacionalismo peneuvista y sus aliados tomaron nota y abandonaron cualquier intervención exculpatoria. Si hay una víctima de ETA cuyo recuerdo y homenaje no puede ser jamás una insignia individual es, precisamente, Miguel Ángel Blanco, porque con su inicuo sacrificio comenzó a cambiar todo. Cuando lo asesinaron muchísima gente se enteró que ETA se dedicaba a asesinar y no quería ni sabía hacer otra cosa.

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Una amnesia desvergonzada

En un ensayo breve y delicioso Roland Barthes llamó a Voltaire el último escritor feliz, porque jamás sufrió ni la hiperconciencia del lenguaje ni conflictos ideológicos internos ni las ambigüedades morales de quienes le sucedieron. El último (y quizás el único) presidente del Gobierno de Canarias feliz, indescriptiblemente feliz de ser presidente, fue Román Rodríguez.  Su gorja naturaleza, su buen humor casi inalterable, su ciega confianza en sí mismo lo convertían en una excepción, porque los presidentes, aunque anhelen mucho su condición (“se puede llegar a presidente por casualidad, pero no sin desearlo mucho”, como dijo Abraham Lincoln) suelen  mostrarse como esclavos de un ideal, estrictos servidores de los intereses públicos, monjes trapenses de la gestión institucional,  víctimas de su propia entrega acogotadas por una responsabilidad  que devoraba sus días y sus noches. Rodríguez jamás pisó semejantes pantanos. Dormía a pierna suelta sin perdonar breves y reparadoras siestas, bebía bien y comía mejor, bromeaba con unos y con otros, proyectaba una imagen entre deportiva y hedonista del poder en época de presupuestos gordos y mantecosos. Pero, por supuesto, era un presidente, un presidente bastante común y corriente, y quería seguir siéndolo.
Ahora Román Rodríguez le pide a otro presidente, Fernando Clavijo, que presente una cuestión de confianza en el Parlamento. Todo el mundo tiene derecho a cambiar. Rodríguez cambió cuando los restantes dirigentes de CC incumplieron tramposamente el acuerdo en virtud del cual le correspondería la Vicepresidencia y la Consejería de Economía y Hacienda a partir de la victoria electoral de 2003. Fue entonces cuando decidió marcharse y fundar con la mayoría de los cargos públicos (y los militantes) de la CC grancanaria un partido, Nueva Canarias. Cambió entonces, no antes. Pero no se trata de afear los cambios de posición política, sino de subrayar esa amnesia empapada en cinismo con el que Román Rodríguez, reverdecido izquierdista, se desenvuelve hace años. Reclama conocer los apoyos de Clavijo y olvida la espectacular y follonera inestabilidad que presidió buena parta de su mandato. Al parecer no lo recuerda. No recuerda cuando destituyó a Guillermo Guigou, secretario general del PP de Canarias, como consejero de Agricultura y Pesca. No recuerda tampoco que el PP decidió abandonar el Gobierno autonómico, pero sus tres consejeros – Lorenzo Suárez, Tomás van de Valle y Rafael de León – se negaron a dejar el gabinete: los tres se negaban a reconocer el liderazgo de José Manuel Soria. Es difícil imaginar una inestabilidad más circense: gobernar con tres consejeros que no reconocen la autoridad de tu socio parlamentario y que se niegan a seguir las instrucciones de su propio partido. Esta grotesca situación duró más de cinco meses. La oposición socialista le solicitaba casi a diario una cuestión de confianza, pero a Rodríguez el infecto vodevil que copaba la información política le importaba un rábano. Finalmente el PSOE de Juan Carlos Alemán presentó una moción de censura pero ya por entonces se había recuperado la confianza entre Coalición y el PP, y los votos de la derecha acudieron prestos a salvarle el pescuezo a Rodríguez.
Como ejemplo de inestabilidad – incluso de inestabilidad en el seno de CC – podría citarse también esa monstruosa comisión de investigación sobre Tindaya: montaña sagrada y violentada que parió un ratón parlamentario. Que un político con estos antecedentes describa ahora mismo un escenario cuasiapocalíptico y siempre dudas sobre la legitimidad del Ejecutivo regional – cuya gestión, sin duda, reclama duras críticas – no es más que una lección de desmemoriada sinvergüencería.

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El mártir accidental

Para entender la hecatombe que está viviendo  el PSOE, es decir, la primera fuerza de la izquierda española, quizás basta con las lecturas que de tal implosión hacen la gente y las organizaciones de izquierdas. Efectivamente, lo que ocurre es “un golpe de Estado”, que “el aparato del PSOE” ha organizado contra el secretario general “elegido por los militantes”, Pedro Sánchez, “un hombre de izquierdas”, con el objetivo de que gobierne “el Partido Popular”,  una acción “estimulada por los grandes poderes económicos del país y por El País” y comandada por Felipe González, al que se fotografía tomando el sol en un yate, oh, enemigo de clase que ya no pisas la arena de la playa de Ignacio Sánchez Mejías, y Susana Díaz, “una mamarracha” que se encaramó al poder en “la corrupta Andalucía” perpetrando decenas de golpes de Estado” (sic) en el PSOE andaluz. Esto es, más o menos, el engrudo conceptual básico, y lo comparten miles de socialistas con sus cuotas en orden y cientos de miles de votantes del PSOE.  Si esta miseria analítica es el marco semántico que la izquierda, sin excluir los socialdemócratas,  aplica a la crisis del PSOE, lo extraño es que el PSOE no haya estallado antes. Una izquierda capaz de satisfacerse con un relato semejante está sentenciada por su propia estupidez, ignorancia y autocomplacencia, y me refiero a toda la izquierda de este país, a este cada vez más caricaturesco progresismo, airado y refunfuñón, que hace pajaritas con su encefalograma desde hace ya demasiados años.

Llama la atención poderosamente que los que encuentran en los votos de la militancia a Pedro Sánchez una legitimación que es sacrílega cuestionar se los traigan al pairo los casi ocho millones de votos que cosechó el PP en las últimas elecciones generales y que lo convirtieron en la mayoría minoritaria en el Congreso de los Diputados. El PP es un meteorito que sin ninguna intervención humana cae del cielo, elección tras elección, y en este aciago periodo, además, el meteorito es cada vez más grande. Según sondeos y politólogos, el próximo meteorito puede ser de nuevo gigantesco, y acabar con la extinción de una alternativa de izquierda y la aparición de un nuevo precámbrico que tú bordaste en rojo ayer, sin un solo microbio rojo en todo el ecosistema. A esta izquierda, la izquierda para la que lo ocurrido en Ferraz es un golpe de Estado y no una exhibición de inutilidad política, le da lo mismo. Prefiere proporcionar una nueva mayoría absoluta al PP – con el auxilio o no de Albert Rivera y sus bellezas prerrefaelistas – que pactar una estrategia en la Cámara Baja para bloquear o negociar las mayores barrabasadas de la cerril derecha española. Pedro Sánchez no es ningún izquierdista, siquiera sobrevenido, sino un maniobrero inescrupuloso que estaba dispuesto a cualquier cosa (el no a Rajoy, contribuir a que el PSOE fuera secuestrado por Podemos y/o los independentistas catalanes en un Gobierno rodeado de cortocircuitos, propiciar unas terceras elecciones) para encastillarse en la Secretaria General. El PSOE se desangra porque no tiene un proyecto reformista convincente, porque ignora los códigos, irritaciones y ambiciones de las clases medias urbanas y de los jóvenes parados y mileuristas, porque ha creado en sus entrañas un personal político que no conoce otra cosa que la chupona meritocracia del partido. Sánchez es una puñetera anécdota. Un accidente. Pero bajo la capota, cuando buscan el fallo en el motor, no hay motor, sino un poster amarillento de las elecciones generales de 1982. Entonces se miran los unos a los otros y empiezan a chillar. No es indignación. Gritan de miedo.

 

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Perder para Rajoy

En la pantalla de televisión, a medianoche, cuando las carrozas se convierten en calabazas, la expresión de cesáreo cabreo de Pablo Iglesias, y en segundo término Iñigo Errejón frunciendo los morritos. El Líder no parecía irritado con los resultados, sino con la gente que no sabe votar.   Parafraseando a Bertold Brecht, Iglesias parecía a punto de exigir la disolución del pueblo para elegir a otro. Pero se contuvo. Muchos de sus correligionarios, simpatizantes y votantes no lo han hecho, por supuesto, y hasta han circulado bulos disparatados y anecdotarios grotescos sobre pucherazos electorales. Parecían todos lectores demasiados literales de Brecht. Se sentían decepcionados, malheridos, espantados, rotos por el pueblo frívolo y cobarde y necio.  En uno de los miles de tuits heroicos en la derrota un genio señalaba que le gustaría antes compartir una teoría sólida sobre el fraude electoral que admitir que la gente sea capaz de votar mayoritariamente al Partido Popular. Una tercera opción (intentar entender racionalmente lo que ha ocurrido) parece interesar mucho menos que las excomuniones ideológicas y los insultos a los que se atreven a votar a la derecha. Es lo normal cuando se ha sustituido el análisis político por una permanente apelación a lo emocional, por la legitimación de prácticas valorativas excluyentes, por el empeño en dicotomizar el espacio político entre malos y buenos, explotadores y explotados, jóvenes regeneradores y zombis fascistoides.
Soy incapaz de entender como ese amplio sector de la izquierda española – lo que un día fue IU, las mareas de varios colores y dolores, organizaciones independentistas, una parte no insignificante de exvotantes socialistas – pudo llegar a creer, quiere seguir creyendo, que la mayoría de la sociedad civil española va a compartir y metabolizar su lenguaje, sus símbolos y sus preferencias. Es algo absolutamente disparatado, irreal, una memez adolescente. En España hay millones de personas en el espacio entre el centro derecha y los predios conservadores ultras. No reconocen ese lenguaje, esos símbolos, esas preferencias. En el pasado un sector de ese centrismo urbano y mesocrático pudo creer  y apoyar una opción socialdemócrata moderada como la que representó el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra, que prescindieron astutamente de cualquiera adorno, afeite o coquetería identificable con la izquierda carpetovetónica. Hoy no, por supuesto. No se puede vencer a la derecha y a su inmejorable instalación en los poderes financieros, empresariales y comunicacionales del país con dos partidetes de centro izquierda, uno de los cuales se proclamaba anticapitalista hace apenas año y medio. El triunfo de un dirigente tan extraordinariamente mediocre como Mariano Rajoy deviene responsabilidad de un PSOE incapaz de reformarse desde los tiempos de Pérez Rubalcaba como secretario general y cuyos cuadros, culturas y equilibrios internos destrozó un señor llamado José Luis Rodríguez Zapatero, y de un grupo de profesores universitarios y profesionales del asesoramiento político que han demostrado tanto sentido táctico del oportunismo como escaso respeto por lo oportuno para la izquierda posible en España.
Que el PP gobierne otros cuatro años es una mala noticia, porque los equipos de Mariano Rajoy han demostrado su inepcia técnica, su brutal indiferencia por la cohesión social y territorial del país, su desprecio supino por un sistema democrático que han contribuido a degradar como ninguna fuerza política en los últimos treinta años,  su emporcamiento en una corrupción que formaba parte de sus mecanismos internos en varias comunidades autonómicas.  Pero cuando consigues 137 diputados no es que hayas ganado las elecciones. Es que otros las han perdido para tí.

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