Terrorismo

Homenajear a Miguel Ángel Blanco

No creo que sea una ignominia sostener que el PP incorporó a su agenda en su día – un aciago día –el terrorismo etarra como un instrumento político-electoral que informó discursos y sintagmas y eslóganes y que pasados los años se transformó en una retórica de la sospecha universal: una inclinación, a veces muy desenvuelta, a transformar cualquier crítica, disidencia o protesta en una artera forma de terrorismo, en una insinuación de terrorismo, es una nostalgia del terrorismo etarra, hasta el punto de que algún alto cargo conservador descubrió, todavía recientemente, que el aborto –sí, también el aborto –era ETA.
Conviene, sin embargo, subrayar otras evidencias. Primero, que esa actitud de la dirección del PP estaba inextricablemente unida al asesinato, la amenaza o el insulto cotidiano de muchos de sus militantes y cargos públicos en el País Vasco. Hombres y mujeres que hicieron gala de un valor extraordinario en una sociedad que les estigmatizaba activa o pasivamente. Y segundo, que durante demasiados años la izquierda mantuvo ante el terrorismo etarra una actitud básicamente estúpida, pasiva, claudicante. Una claudicación que, por supuesto, empezaba por el lenguaje, porque la izquierda, hasta avanzados los años noventa, metabolizaba el lenguaje de los terroristas: ejecución en lugar de asesinatos, impuesto revolucionario en vez de extorsión, comando sustituyendo a banda, asesinos fanáticos usurpando el nombre de gudaris. La búsqueda incansable de razones y de causas, también. Los terroristas tenían sus razones, sus argumentos, no olvidemos las guerras sucias desde el tardofranquismo hasta el felipismo, no lo olvidemos, compañeros. Era obligatorio, desde la izquierda siempre alerta sobre esa prioridad, su propia salud moral, comprender las causas del terrorismo, y comprender, muy a menudo, llevaba a un hediondo relativismo que se creía adornado con los laureles de la lucidez. La derecha bronca y cerril no comprende nada y la izquierda parapléjica tiende a comprenderlo todo. En este punto el admirable Arcadi Espada ha sido muy preciso: “El énfasis sobre las causas del terrorismo es directamente proporcional a la distancia entre el lugar del terrorista y el lugar del enfático… A mayor distancia de las bombas, mayor insistencia en las causas”.
Es un error el rechazo al homenaje a Miguel Ángel, concejal del PP en el ayuntamiento de Ermua, al cumplirse veinte años de su atroz asesinato por los etarras. Es un error, y desde luego una mezquindad, rechazar el homenaje porque provenga de su propio partido, de sus propios compañeros, de su familia y amigos. Pero el argumento más lamentable para enarbolar una crítica política es pretextar que no debe recordarse a ninguna víctima en solitario, sino a todas en general. No, mire: cada víctima tiene su nombre y apellidos, su historia, sus familias, su rostro y su mirada definitivamente ausentes, sus circunstancias irrepetibles. Esta infasta gente no ha terminado de entender – o se niegan resueltamente a hacerlo – lo que significó el asesinato de Blanco. La particular perversión de este crimen, su vesania repulsiva, el impulso vengativo y cobarde de los criminales, conmocionaron la sociedad. La indignación pulverizó al miedo. El terrorismo dejó de ser asumido como una tenebrosa cotidianidad. Los medios de comunicación modificaron sus estrategias informativas e independizaron su lenguaje para explicar lo que ocurría. El nacionalismo peneuvista y sus aliados tomaron nota y abandonaron cualquier intervención exculpatoria. Si hay una víctima de ETA cuyo recuerdo y homenaje no puede ser jamás una insignia individual es, precisamente, Miguel Ángel Blanco, porque con su inicuo sacrificio comenzó a cambiar todo. Cuando lo asesinaron muchísima gente se enteró que ETA se dedicaba a asesinar y no quería ni sabía hacer otra cosa.

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La estupidez moral

1. Ni la democracia representativa ni el pensamiento de izquierdas viven su mejor momento, pero debe decirse que el buenismo progresista, como forma de estupidez moral, goza de una espléndida salud. Se demostró de nuevo a propósito de los atentados del pasado viernes en París. Ya saben: esto es culpa de Occidente. Ah, si los gobiernos de Europa y Estados Unidos no metieran sus narizotas (y sus carteras) donde no deben nada de esto ocurriría. En las deliciosas travesuras de suníes contra chiíes y viceversa no encontrarás ningún reclamo occidental.  Se odian, persiguen y torturan con una espléndida independencia de criterio a través de innumerables generaciones y paisajes.   Por otra parte,  desde hace años, cuanto escucho esto — la execrable responsabilidad de Occidente aquí y allá, anteayer y esta tarde mismo — siempre llego a la misma pregunta. Muy bien pero, ahora, ¿qué? Porque resulta realmente cómico que estos dechados de lucidez que denuncian las intromisiones de Occidente cuando se producen y cuando no se producen se queden satisfechos con su tremebunda denuncia, una habitación blanca e impoluta donde pueden descansar en pelotas.  Pero imaginemos la vida fuera de ese receptáculo autocomplaciente. Allá, en la esquina del parque, aparece un yihadista con una ametralladora que corre hacia tí gritando que Alá es grande mientras apunta a tu cabeza. Tú te incorporas del banco donde lees el periódico y le sonríes: “Comparto su indignación y…” El yihadista te vuela los sesos en pedacitos comprensivos. Ah, el desdichado asesino víctima de la alienación  armada: ese maldito Hollande es un hijo de puta.

2. ¿Por qué en Francia? Debe ser porque Francia bombardea bastiones del Estado Islámico en Siria. Vaya.  Francia ha sufrido ataques salafistas antes de la guerra de Siria, pero da lo mismo. Cuando bombardeas a hordas de fanáticos asesinos en vez de emprender otras políticas menos agresivas (no devolverles el saludo cuando te los tropiezas en la escalera, por ejemplo) corres estos riesgos. Te mereces lo que te pases. Lo que te pasa a ti, no a mí, que estoy por la paz y le tiendo la rama de olivo incluso al que ha jurado reventarme el cráneo y abonar los campos con las tripas de mis hijos. Mi superioridad moral debe quedar salvaguardada ante todo. Incluso ante el pellejo ajeno.  Ya se sabe, por lo demás, que la comprensión del terrorismo está en razón directa de la distancia donde se comenten las matanzas. A mayor distancia de la muerte y el pavor, mayor comprensión hacia las razones que llevan a los terroristas a ser terroristas. Cuanto más cerca te pilla más endebles parecen esas construcciones intelectuales cuyo fin primordial consiste en no encarar nada, pero en darte la razón ética en todo. «Cuidado con nuestra reacción», grita el imbécil meticuloso, «que si atacamos, ejem, demasiado fuerte, les damos un éxito propagandístico».  El meticuloso imbécil no repara en que sus palabras demuestran suficientemente el éxito propagandístico del EI.  Que 140 muertos — por el momento — ya son un éxito propagandístico del carajo.

3. Porque, por supuesto, no existen solo los que no quieren enterarse, sino los que, si más,  no se enteran. “La guerra solo causa destrucción, dolor y odio”. No, no se enteran que el Estado Islámico, la secta apocalíptica más letal que pueda recordarse en los últimos siglos, ha declarado la guerra a Occidente y tienen un programa político y militar: primero se adueñarán de todo el territorio del Islam – y pasan y pasarán a cuchillo a los musulmanes que se les opongan: los musulmanes son la primera y más desesperada víctima del EI – y luego la conquista del planeta. Oh, no lo lograrán, pero pueden implosionar toda una civilización en su chiflado intento. La nuestra. No puedes esconderte en tus laberintos onanistas de equidistancias y buenos sentimientos.  Pero lo haces. Hasta que la bola de fuego te queme las pestañas y comprendas, demasiado tarde, que aquí están en juego vidas como principios y principios por los que merece la pena vivir, comprender y luchar. ¿Belicismo testicular? Ninguno.  ¿Confianza en las armas como última ratio de la civilización? Tampoco.  Pero que no se diga que uno no descubrió que es imposible ser siempre el bueno.  Porque cabe sospechar que el que no lo descubra (como en cualquier guerra) terminará muerto.

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Terrorismo y obsolescencia

La recuperación editorial de un artículo de Rubens Ascanio, líder de la plataforma Unidos se Puede, que consiguió seis concejales en el ayuntamiento de La Laguna en las elecciones municipales del pasado mayo, se me antoja tan espontánea y casual como la ley de la gravedad, pero sospecho que Ascanio y sus compañeros, en lugar de mirar hacia la derecha, deberían hacerlo hacia la izquierda. La verdad es que el artículo, publicado hace algunos años, no tenía nada de particular. Me explicaré: nada de particular desde la sensibilidad ideológica de Ascanio, quien comenzó a comprometerse políticamente en organizaciones como el Tagoror Ecologista Alternativo o Azarug. Afirmar  –como he escuchado a algunos malévolos chismosos – que Rubens Ascanio defiende, justifica o apoya el terrorismo político es una estupidez repugnante. Pero en ese artículo – como en otros  suyos– lo que sí se puede rastrearse es una determinada visión de Canarias y su evolución política y social.  No se trata de huronear en viejos papeles o flamantes tuits lo que afirmó o negó un político o un candidato hace tres meses o tres años para encontrar una huella dactilar de zafiedad, intolerancia, ignorancia o cretinismo, sino de conocer sus puntos de vista, sus simpatía y diferencias, sus análisis y sus eventuales propuestas.
Si Ascanio se lió en el artículo de marras y consideró que estaba obligado a dar explicaciones es porque, precisamente, su texto está empapado en unas convicciones ideológicas que eran (y en su caso sorprendentemente siguen siendo) las de un izquierdista canario más o menos independentista durante los años setenta. Obviamente la policía era uno de los cuerpos represivos de los que se servía la brutal dictadura franquista, pero el homenaje sobre el que el dirigente político lagunero exponía severas dudas no era un reconocimiento a los grises, sino al funcionario policial que murió al intentar desactivar una bomba colocada por el MPAIAC. Más lamentable todavía es que Ascanio justifique haber calificado al asesinato de Rafael Valdenegros como un “trágico accidente”, porque el artefacto explosivo “estaba destinado a una sucursal bancaria y no iba dirigido a esa persona”. Ningún terrorista coloca bombas para que no afecten a otras personas. En realidad, tal y como señala Rafael Sánchez-Ferlosio, la intención prioritaria del terrorismo no es matar: lo principal es el anuncio. Desde el punto de vista del terrorista la muerte es siempre un daño colateral. En realidad todos son daños colaterales para el asesino ideológico y Ascanio, a su edad, debería saberlo. Como ciudadano lo que más me asombra de Ascanio y sus compañeros es que, desde una insatisfacción entendible y compartible,  todos sus análisis, toda su descripción crítica del entorno político y social,  todas sus hipotéticos modelos de gestión, toda su fraseología incluso están trufadas de una ideología que hace lustros demostró su obsolescencia para entender y transformar la realidad.

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Otro error del PSOE

1) El terrorismo yihadista es una amenaza real. Que haya que insistir en esta obviedad representa un indicio más de la buena salud de la tibetanización idiota de la sociedad española en general y de la izquierda en particular, pese a padecer a ETA durante cuarenta años y haber sufrido el mayor atentado islamista cometido en Europa hasta el momento. Una cosa es exigir que la lucha contra el terrorismo no termine deslizándose hacia la legitimación de un autoritarismo que socave las libertades civiles, abriendo un estado de excepción sistemático y permanente, y otra emitir sandeces como las que se pudieron escuchar o leer con motivo de la reciente matanza de París: desde que la solución consiste en más democracia y no menos hasta esa extraña tranquilidad de conciencia – solo de conciencia, claro, ni la caja craneana ni las piernas quedan a salvo –que se alcanza al responsabilizar del terrorismo no a los que asesinan con tiros en la nuca o bombas, sino al imperialismo norteamericano o su cómplice, el barrigudo y cínico egoísmo europeo. Ya explicó Arcadi Espada que el énfasis en las causas del terrorismo es directamente proporcional a la distancia entre el lugar de las bombas y el enfático: a mayor distancia de las bombas, mayor insistencia en las causas. En todo caso el combate contra el terrorismo yihadista es arduo y complejo y no puede no notarse.
2) La unidad, por supuesto. Es imprescindible la unidad política, social, cultural frente a la agresión terrorista. No debe ser una reacción militaroide de prietas las filas, sino la plasmación de una verdad elemental: la unidad es pragmática, la unidad es más sólida, la unidad es el mejor cemento para rearfirmar valores y no únicamente avalar estrategias. Se entiende perfectamente que los grandes partidos del país (PP y PSOE) negocien un acuerdo básico que muestre su unidad frente a las amenazas del terrorismo yihadista, como lo hicieron en el pasado con ETA. Lo que yo no entiendo, precisamente, es que los socialistas no hayan negociado ese acuerdo. Solo han suprimido algunos detalles léxicos y modificado algunos giros sintácticos del texto inicial del Gobierno para rubricarlo con la fugaz pompa de focos y televisiones.
3) Si la lucha contra cualquier terrorismo debe basarse en la legalidad estricta el Código Penal  y en especial –aunque la evidencia sea sonrojante – las referencias al terrorismo en el mismo deben constituir un acuerdo previo entre los firmantes. No ha sido así y el inminente Código Penal que aprobará el PP gracias a su mayoría absoluta en las Cortes fragiliza el garantismo judicial, afecta negativamente a derechos básicos e  introduce de contrabando un Derecho penal del enemigo. El PSOE ha actuado al revés: primero me adhiero a una unidad política precocinada por el Gobierno de Rajoy y luego me comprometo a acudir al Tribunal Constitucional para neutralizar los instrumentos operativos con los que se pretende eliminar la amenaza que les ha convocado. Es un nuevo error  estratégico del PSOE que contribuye a su desindentificación política e incluso existen motivos para una sospecha razonable:  Pedro Sánchez no ha aparecido junto a Mariano Rajoy por sentido de la responsabilidad, sino por sentido del share.

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Entre la venganza y el exorcismo

No sé hasta qué punto se puede sostener una posición moral sobre la base de ignorar palmariamente la realidad. “Tartarín de Konisberg/con el puño en la mejilla/ todo lo llegó a saber”, escribió Machado. Me recuerda a veces la actitud de un niño que, contemplando una película, cierra los ojos para evitar un pasaje violento, terrorífico o intranquilizador. Entre las miles de opiniones y posicionamientos que flotan en la red sobre la ejecución o asesinato de Osama Ben Laden encuentro a un intelectual argentino (valga el pleonasmo) que señala con gesto severo que un premio Nobel de la Paz ha ordenado el asesinato de un ciudadano en un país extranjero y la desaparición del cadáver en el mar. Insiste mucho en lo del Premio Nobel y en la decepción que le procura Barack Obama. Intento sinceramente evitarlo, pero no logro zafarme de la estupefacción. Para expresarlo brevemente: si usted se presenta a las elecciones presidenciales en Estados Unidos, usted sabe que ordenará invasiones, ocupaciones militares, detenciones, secuestros, torturas y asesinatos, o al menos, será el último responsable político – con un amplio conocimiento de las mismas – de todas estas salutíferas actividades, organizadas y materializadas por sus fuerzas armadas y sus servicios de inteligencia. La lógica del mantenimiento de la república imperial lo exige y usted (como candidato republicano o demócrata) forma parte activa de los dispositivos de esta lógica. Los que se escandalizan del comportamiento del presidente Obama en este asunto ignoran que Obama es, precisamente, el presidente de los Estados Unidos, con todas sus consecuencias, que el interesado asume positivamente, y no como un terrible fardo moral. Lo asume como parte del trabajo. Lo del Premio Nobel es una broma: fue propuesto para el galardón apenas quince días después de tomar posesión como jefe de Estado, A ver si la paparruchada del premio Nobel de la Paz se convierte ahora en una vara de medir la probidad de un dirigente político. Si hasta el canalla de Kissinger lo tiene en la repisa de su mansión.
No lamento la muerte de Osama Bin Laden por un comando de élite de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Era un asesino mesiánico al que mi vida, la vida de los míos, la vida de cualquiera que se le antojara, no valía absolutamente nada, es decir, valía propagandística lo que convenía para sus objetivos políticos. Pero ha ocurrido algo singularmente grave: a este tipejo se le ha asesinado al margen de la legalidad estadounidense y mundial. Un inteligente colega afirma que se trata de un acto de guerra, no de una ejecución extrajudicial, porque George W. Bush había declarado la guerra al terrorismo. Bien, en primer lugar, el presidente de los Estados Unidos, según la Constitución de la República, no puede declarar la guerra o hacer la paz: es una decisión que solo puede tomar el Congreso, es decir, la Cámara de Representantes y el Senado en sesión conjunta. Si desde la II Guerra Mundial no se hace así — con Corea, Vietnam, Afganistán o Irak por medio – es por la patología degenerativa que afecta a la democracia estadounidense. En segundo lugar, el derecho internacional muestra un vacío espeluznante – y una inoperatividad judicial evidente – sobre una situación que se prolonga desde hace más de una década. ¿Qué encierra la frase “guerra al terrorismo internacional”? Conceptualmente, cualquier cosa; operativamente, la legitimación de una voluntad de intervencionismo militar potencialmente irrestricta. Las implicaciones políticas, diplomáticas y jurídicas de una guerra que no se declara a un gobierno, a un Estado concreto, sino a un comportamiento criminal cuya definición y clasificación son unilaterales, devienen tan numerosas como trascendentes. En el caso de Al Qaeda, que no es estrictamente una organización o un tejido asociativo, sino una franquicia de matarifes que responden a una estrategia foquista y desterritorializada, las derivaciones son aún más graves. En aplicación de esta doctrina las fuerzas militares de Estados Unidos pueden intervenir en cualquier lugar y matar a cualquiera. Y sí, lo han hecho a menudo, pero ahora este comportamiento es simultáneamente un espectáculo televisivo, un motivo de orgullo nacional y una acción, lícita y benévola, cuyos efectos disfruta, por pura generosidad, todo el planeta. Osama Bin Laden pintaba ya poco, si es que pintaba algo, en el diseño de directrices estratégicas de la miríada de grupos y células salafistas y escuadrones yahadistas que reptan y conspiran por cuatro continentes. Su ejecución ha sido una venganza, pero también un exorcismo. El 11 de septiembre de 2001 dejó miles de muertos y un país conmocionado y la sospecha angustiosa de que el diablo andaba suelto por las calles y se había instalado, sobre un trono de burla y terror, en el corazón de los ciudadanos estadounidenses. Pues bien: el demonio ha sido expulsado.
Y quedan dos consecuencias. En los propios Estados Unidos: la decisión de Obama va contra lo mejor de la tradición política liberal y progresista de los Estados Unidos, que tiene su origen en los Padres fundadores de la República, y exalta entre la población la política del heroísmo militar, la legitimidad de una autoridad política no sujeta al imperio de la ley sino a los valores patrióticos, el acorralamiento de cualquier disidencia. Y en todas partes: el terrorismo yihadista estaba noqueado. Por la presión política, militar y diplomática pero, sobre todo, porque las revueltas en el Norte de África, que ni pudieron preveer, ni han conseguido ya no dirigir, sino influenciar, demostraron su incapacidad para ofrecer al mundo musulmán un proyecto político y social viable que respondiera tanto a las distintas realidades nacionales como a los anhelos de democracia, libertad y prosperidad. Ahora los yihadistas tienen un mártir. Quizás lo hubiera sido igualmente si se le hubiera sometido a un proceso judicial – cuyas dificultades no eran menores: ¿dónde hubiera podido llevarse a cabo? – pero el Gobierno de Estados habría demostrado que entre sus retóricas y sus políticas puede existir un compromiso que salvaguarde los valores y principios que todavía afirma defender.
En su discurso de despedida como presidente de los Estados Unidos, al término de su segundo mandato, George Washington le dijo a sus conciudadanos: “Nada es más esencial que evitar toda antipatía, así como una ferviente simpatía hacia naciones concretas, y así en su lugar debemos cultivar sentimientos justos y amigables hacia todas. El país que se permite hacia otro un odio o un amor habituales es, en cierto modo, esclavo (…) Es un esclavo de su animosidad o de su afecto; cualquiera de las dos cosas puede desviarle de su deber y sus intereses. La nación que obra impulsada por el rencor y la ira obliga a veces al gobierno a entrar en guerra, en contra de sus propios cálculos políticos. El Gobierno participa a veces de esta propensión y asume, por culpa de la pasión, lo que la razón le prohíbe en otras ocasiones, y pone la animosidad de las naciones al servicio de proyectos hostiles que nacen de la ambición y de otros motivos nefastos…”

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