Venezuela

Medio siglo después

Hacía tanto calor en Maracaibo. Porque en Maracaibo el calor no es una situación climática, sino un personaje grosero y despótico,  el personaje que manda echándote aire caliente en la cara, alguien con quien te las tienes que ver a cada hora del día y de la noche y no suele estar de buen humor. En Maracaibo sudar es respirar y viceversa. Y esa tarde, 35 grados a la sombra, el calor había decidido que se le rindiese pleitesía y nubes de mosquitos vigilaban en el aire que nadie se relajase demasiado. Nos habían trasladado en el cadillac rojo y blanco – una de las máquinas más hermosas que he visto en mi vida – desde Caracas, casi al amanecer, a este edificio horrible en el que dábamos vueltas y vueltas y que los adultos llamaban el estadio. Como ocurría y ocurre en cualquier gran evento que se celebra en Venezuela todo estaba perfectamente desorganizado y salvo las mejores entradas – bien numeradas e identificables – era imposible saber dónde deberías sentarse. Aquí y allá se producían discusiones educadas o canallas. Y por encima de todos los niños notábamos una excitación colectiva ligeramente atemorizante. Estaba a punto de ocurrir algo que ignorábamos. Los adultos hablaban ilusionados, nerviosos, expectantes. Intuí que estaba a punto de llegar alguien que no podía ser normal. Un rey, un general, una estrella de cine, un superhéroe: el objeto confuso y emocionado de todos los comentarios de una devoción apretada y sudorosa, cada vez más incontrolable, cada vez más desesperada.

Cuando por fin accedimos a nuestras gradas descubrí a un vendedor de chicha. Me dicen que han desaparecido prácticamente de las calles de Caracas, como tantas otras cosas arrasadas por el aluvión de mierda del chavismo miserable. La gran mayoría de los vendedores de chicha eran negros y, sobre todo, mulatos, y la chicha se fabricaba en un tambor de hojalata con ruedas y se mantenía fría gracias a decenas de cubitos de hielo. Pedí un vaso tan tercamente que me lo dieron. Forma parte de los sabores perdidos para siempre, de una memoria sensorial irrecuperable. La tomé lentamente, fría y dulce,  y me sentí feliz. Entonces comenzó un griterío ululante capaz de aterrorizar a un tigre. Me llevaron en volandas hasta las gradas. El mundo parecía a punto de venirse abajo. El sol estallaba en lo más alto.

Los adultos estaban disfrutando un partido de fútbol y cada par de minutos gritaban algo, como si fuera una oración. Por supuesto, con seis o siete años yo no veía absolutamente nada. Todo el mundo estaba de pié y todos los cuerpos parecían uno aullando, temblando, pateando, inclinándose hacia adelante o hacía atrás. En ese bosque de piernas comencé a sentirme asfixiado. Se dieron cuenta. Me tomaron de los brazos y me pusieron sobre unos amplios hombros para que pudiera ver el espectáculo. No fue fácil. El sol me deslumbraba. Durante varios minutos solo pude apreciar manchas sobre un césped que parecía de plata. De repente, gracias a una nube, todo se aclaró. Vi entonces como un jugador interceptó la pelota. Y comenzó una danza incomprensible y hermosa mientras el público aguantaba la respiración. No, no era el jugador el que llevaba el balón, era el balón que lo llevaba a él a través de una coreografía sencilla y natural que atravesaba las defensas como una niebla. Los jugadores del equipo contrario no parecía que intentaran detenerlo. Al contrario: cautivos e hipnotizados, se movían colaborando con la danza y su avance sin pausa hacia la portería. Hubiera sido como detener una pincelada de Velázquez, un arco de medio punto perfecto, una bulería en la guitarra de Paco de Lucía. Finalmente le pasó el balón a un compañero y marcó un gol a través suyo. Jamás escucharé de nuevo el clamor que durante un segundo venció al calor, al alma mortal, al Universo mundo. Un rostro se me acercó y apenas pude oírlo: “Has visto a Pelé. ¡Has visto a Pelé!”. No comprendí nada. Solo hoy, medio siglo después, el más lento, el más atolondrado, el verdadero tonto de la familia te he entendido al fin.

 

 

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito 1 comentario

La victoria perfecta

Como todos los grandes actos de campaña del chavismo y de su degradación criminalizante y chistosa, el madurismo, el mítin de cierre de campaña de Nicolás Maduro fue íntegramente financiado por el Gobierno de Caracas. Pueden leer los documentos en Tal Cual: una organización (y una logística) cuyas responsabilidades se distribuyen entre los diversos ministerios. Es realmente maravilloso que de los fuegos artificiales que cerraron el acto se encargase el Ministerio de Defensa o que la decoración del escenario la asumiera el Ministerio de Minería. Probablemente Maradona, un expolitoxicómano que se asegura jugó al fútbol hace treinta años, actuó gratis, aunque pernocte en la misma Casa Rosada con mesa y mantel. El señor presidente, que es muy bailongo, no pudo resistirse tampoco a saltar como un oso panda por el escenario. Porque este tolete execrable, cuya obesidad ya alcanza dimensiones totémicas, gusta en comer y bailar en público mientras los venezolanos atraviesan una crisis alimentaria con casos de desnutrición infantil cada vez más numerosos, hospitales desabastecidos, exterminio de empresas y comercios, infraestructuras ruinosas, cientos de miles de venezolanos huyendo del país y una criminalidad callejera solo superada por México. Un sátrapa lerdo y zoquete que carece absolutamente de vergüenza y sentido patriótico y cuya solución a una inflación de 14.000% es subir los sueldos (por centésima vez), apretar todavía más los controles estatales sobre la economía y advertir de la enésima conjura yanqui para exterminar al pueblo, como si Maduro y los suyos necesitaran para eso de ninguna ayuda. El Gobierno que se llama bolivariano no es un mal gestor. Es una catástrofe apocalíptica ante la que el régimen –su principal responsable – ha decidido brindarse.
Las elecciones presidenciales de mañana domingo son el segundo paso para dejar atrás definitivamente cualquier antigüalla democrática, cualquier rescoldo liberal, cualquier átomo de respeto a la institucionalidad fundada por el propio Chávez. El primero consistió en liquidar la Asamblea Nacional porque la oposición se atrevió a ganar inauditamente las elecciones parlamentarias. El Centro Electoral Nacional, copado por chapistas convictos y confesos, convalidó unas elecciones manipuladas que llevaron a una Asamblea Constituyente. Después de ganar las elecciones presidenciales, y antes de fin de año, la nueva Constitución sería aprobada. Y se acabó para siempre esta vaina de elecciones que se pueden perder. Se acabó el voto popular directo y las huevonadas de los partidos políticos para instalar definitivamente una dictadura cuya columna vertebral sería el Ejército. Para perfeccionar aun más unas elecciones escrupulosamente sucias el chavismomadurismo tiene como único contrincante de cierto peso a Henri Falcón, que estuvo con Hugo Chávez en el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, pero que abandonó la casa del Padre hace ocho o nueve años y hasta le planchó el partó a Henrique Cabriles.  Falcón es parte de la farsa. Un recurso para el chavismo si el chavismo pierde (algo harto improbable) o reconoce cierta debilidad en las urnas.
Chávez ganó sus últimas elecciones, y Maduro sus primeras, porque la situación de millones de venezolanos no era peor – en algunos casos discutible o fugazmente mejor – que en 1999.  Ya no es así. Venezuela está hundida. Pero el régimen chavista no va a entregar el poder. Ni con elecciones ni sin ellas. Morirá envenenándose a sí mismo en una implosión formidable.  La del domingo quiere ser — según la retórica cursi y brutal de Maduro — una victoria perfecta. Pero en realidad será una victoria póstuma.

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Con permiso

No sé si escribir sobre Venezuela. Imagino que uno debería de pedir permiso. Permiso a la derecha española, que considera a Venezuela, celosamente, un valioso y aterrador comodín, una severa advertencia que le sale gratis para explicar lo que ocurriría en este país si un día, no lo quiera Dios Nuestro Señor, el PP pierde las elecciones y los bárbaros entran en la ciudad, como predijo Cavafis – un primo lejano y ligeramente vicioso de Andrea Levy –. Permiso a las izquierdas, para las que hablar o escribir sobre Venezuela – si no es para alabar las dotes políticas o coreográficas de Nicolás Maduro – resume una forma de complicidad con la derecha más reaccionaria y corrupta de Europa, porque cada vez que se critica al chavismo se pierde la oportunidad de criticar en ese mismo instante a Mariano Rajoy y sus cómplices y, además, muere un gatito que siempre siempre se llama Vladimir.

Correré el riesgo. Que me sirva como eximente de esta grosería ser venezolano y tener familiares y amigos en Venezuela, más los que tengo aquí, refugiados en Canarias después de huir de su país para poder vivir con cierta dignidad y sin el pánico asfixiante de ser asesinados, heridos o secuestrados en cualquier momento del día. Y sin soportar la autoritaria, militante y cada vez más invasiva y mentirosa imbecilidad del chavismo, por supuesto. Se podría empezar por el aislamiento penitenciario de Leopoldo López. Su traslado desde su modesta celda a un agujero incomunicado y que, después de más quince días, aun no ha sido debidamente reportado a sus abogados. Es innecesario tener una magnífica opinión sobre las convicciones ideológicas de Leopoldo López, en realidad es irrelevante, para admitir la farsa judicial que condujo a su condena – leer la sentencia produce una vergüenza ajena que te lleva hasta el vómito – y denunciar su entierro en vida. Controlan el gobierno federal, la inmensa mayoría de los gobiernos estatales y los municipios, las fuerzas armadas, la judicatura y los sectores económicos estratégicos, pero debe evitarse a cualquier precio que Leopoldo Pérez pueda hablar con nadie, porque con su traidora saliva es capaz de tejer macabramente un golpe de Estado entre labio y labio, entre grito y grito, entre el hambre y el dolor. Porque los señores y señoras del régimen chavista son débiles, son víctimas, son los bondadosos, casi melancólicos acosados. Los pobres policías armados hasta los dientes acosados por decenas de miles de manifestantes en camiseta y guayaberas. Sí, acosados, que lo he leído en las hojitas parroquiales (digitales o no) de nuestros admirables izquierdosos. Siempre ocurre igual: los policías aterrados por los manifestantes que gritan ¡gloria al bravo pueblo! a un nivel de decibelios inequívocamente contrarrevolucionario y que no tiene otro objeto que destrozar con alevosa crueldad los tímpanos a los gorilas uniformados.

¿Y la convocatoria a una constituyente? Hace muy pocas semanas el cada vez más payasesco (y miserable) Nicolás Maduro anunció que las elecciones estatales que fueron suspendidas el pasado diciembre se celebrarían este mismo año. No ha sido suficiente, por supuesto. Las encuestas que maneja el gobierno no solo señalan que Maduro sería desalojado del poder, sino que perderían en la mayor parte de los estados en liza. Así que se les ha ocurrido una idea realmente ingeniosa: hagamos una nueva Constitución. De acuerdo, el mismo Maduro salmodió que la Constitución era la Revolución y que la Revolución era la Constitución y todas esas pendejadas que se le ocurren en el retrete al compañero presidente, después de consumir demasiados tequeños, pero da lo mismo. Se convoca, por tanto, una constituyente, vulnerando los procedimientos establecidos en la Constitución vigente para hacerlo, y lo más arrecho de todo es que quienes la redactarán no serán los diputados, ni siquiera una futura asamblea elegida democráticamente para tal objetivo, sino ciudadanos previamente cooptados por el Gobierno.

Disculpen unos y otros por hablar de Venezuela. Es una de mis patrias y una pútrida cuadrilla de canallas endiosados, servidos por el interés mezquino y la estupidez lacayuna, la están aplastando, vampirizando, aniquilando, enmierdando económica, social y moralmente.

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La idiotez cómplice

Escucho casi resignadamente las toletadas de Alberto Garzón sobre Venezuela. Dice que condena la decisión de la Corte Suprema de vaciar de contenido competencial a la Asamblea Nacional  –omite que al mismo tiempo ha retirado la inmunidad a los parlamentarios — y explica que está en desacuerdo con la medida, pero desde las simpatías por la revolución chavista. Es un juego de manos que se ha podido disfrutar durante décadas con la Unión Soviética, con China, con Cuba, con los sucesivos juguetes rotos del redentorismo marxista. Pero es interesante porque señala indirectamente una evidencia: una revolución no es, no puede ser, no pretende ser democrática. Una revolución no dialoga, acuerda o consensua, sino que asevera, avasalla y conquista. Una revolución democrática es una contradicción en los términos. Garzón solo está dispuesto a criticar al régimen chavista desde presupuestos revolucionarios y la revolución caraqueña solo está dispuesta a dialogar consigo misma y en ningún caso con las fuerzas que pretendan desarticularla o convertirla en un partido más en una democracia parlamentaria. Porque es una revolución básicamente retórica que incapacitada para construir una institucionalidad operativa y un país pacífico y próspero se desangra – y se llena las manos de sangre — en un intento desesperado por sobrevivir. La revolución es un negocio. La revolución es una oligarquía cívico-militar que se reparte la renta petrolera y el privilegio del dólar, ataca a la disidencia y mantiene zombificada a las clases populares a través de ayudas, subvenciones y programas sociales con un bajísimo potencial transformador,
Leo casi resignadamente la estupidez coral de los que afirman, cegados por una lucidez estremecedora, que lo que ocurre en Venezuela es el fruto del enfrentamiento entre dos facciones igualmente responsables de la catástrofe. Estos son aun peores: ni siquiera cuentan con la vivacidad del cínico. Son idiotas morales. A un lado está una caterva que controla el Gobierno federal, casi todos los Estados y la inmensa mayoría de los municipios, a los que se añade un ejército cuyos mandos – empezando por el general en jefe Vladimir Padrino López – se declaran chavistas, o para ser más exactos, necesitan pedigrí chavista para optar al ascenso, sin olvidar tampoco una Corte Suprema en la que el régimen ha introducido magistrados que no cumplen los requisitos legales para serlo, y que ahora está presidida por un individuo que fue condenado por asesinato en 1989 mientras era agente de la siniestra Disip. Ah, que gran compatriota es Maikel Moreno. Una prueba de los poderes regenerativos del socialismo del siglo XXI. Hace dos o tres años Moreno se casó con una ex Miss Venezuela en un resort de República Dominicana y pasaron una bolivariana luna de miel en París. En fin, comprenderán ustedes que una fuerza política – en realidad un conjunto de clanes y una alianza de fulanismos – con semejante poder acumulado – y que además tiene en sus manos los ingresos del petróleo y el gas y el control cambiario — solo puede ser responsable de una parte mínima de lo que ocurre. La oposición. Ah, la oposición a la libertad del pueblo. Canallas. ¿Qué significan el centenar largo de presos políticos si no es que esta oposición no tiene remedio?
Hay un tercer grupo de tarados a los que sigo casi resignadamente: los que denuncian la manipulación feroz de la derecha y sus medios. Desde allá, desde Madrid, escriben sus sutiles necedades, sus portentosos descubrimientos hermeneúticos, sus certificados del acoso propagandístico que sufre esa pobre revolución que citábamos antes. El tiempo y la estupidez ajena me han hecho ruin. Me gustaría ver a los garzones y maestres abofeteados por un guardia porque protestaron en una cola interminable, Viendo morir a un hijo porque no hay anestesistas pero tampoco morfina y sus gritos agónicos no los olvidarás nunca y tú mismo limpias sus heces porque nadie viene a atenderte. O gritando vivas a Maduro para que los de la CLAP no te nieguen harina o un rollo de papel higiénico. Saliendo lo justo a la calle porque te matan por tus  tenis, te matan por un anillo, te matan porque sí, tristemente, y así te pierdes para siempre la bella épica revolucionaria de Hugo Chávez y sus acólitos y eso, amigos, es peor que no ver nunca más la luz del sol o no sentir la brisa en la piel. En realidad es lo mismo.

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Venezuela sí

Al parecer no se debe hablar de Venezuela. No se debe visitar Venezuela. No se debe denunciar la situación política, social y económica de Venezuela y la altísima responsabilidad que en la misma le corresponde al presidente Nicolás Maduro y a su gobierno. Cualquier información sobre Venezuela (y sobre todo si es crítica con el régimen fundado por Hugo Chávez) resulta caricaturizada como una pantalla propagandística para desviar la atención pública del desempleo, la corrupción y la creciente pobreza y desigualdad en España. Ese es el argumentario básico de Podemos. Ayer lo aplicó Noemí Santana, portavoz podemita en el Parlamento de Canarias, aunque de un modo curiosamente torpe: adjuntando en un tweet una información en un diario isleño sobre el altísimo índice de niños en riesgo de exclusión social en este país (más de un 30%) y adjuntando un texto: “Pero lo importante es hablar de Venezuela”. O algo por el estilo. No tiende demasiado sentido, la verdad, denunciar una supuesta manipulación mediática generalizada para colocar a Venezuela en la agenda con el apoyo de una información amplia de un hondo y doloroso problema social en las islas. En todo caso, señora Santana, se hace al revés. Usted adjunta un titular impactante sobre Venezuela e ironiza al respecto. En fin, es la suya una incapacidad para gestionar la ironía nada extraña: ironizar significa saber relativizar y situarse en varias posiciones. A la ironía se la encuentra “oscureciendo lo que es claro, mostrando el caos donde había orden, liberando por medio de la destrucción el dogma o destruyendo al revelar el inevitable germen de negación que hay en toda afirmación”, como explica en su maravilloso libro Wayne Booth. Sutilezas que no se practica en los partidos en general y en Podemos más en particular todavía: prefieren el sarcasmo, el sentimentalismo o el desprecio.
Es curioso que en Podemos hablar de Venezuela, visitar Venezuela, debatir sobre Venezuela se haya convertido en algo reprochable. Casi todos sus dirigentes fundacionales – Pablo Iglesias, Errejón, Bescansa, Monedero, Alegre – practicaron el turismo revolucionario en Venezuela y trabajaron directa o indirectamente para el Gobierno venezolano durante años. No es muy aventurado sospechar que esta insistencia de los podemitas en excluir a Venezuela del debate público persiga, en realidad, borrar sus huellas en los despachos, fundaciones y dédalos del régimen dizque bolivariano. Si no se habla de Venezuela no se hablará del chavismo que ardientemente profesaban hasta anteayer. Luego está esa izquierda idiota que no aprende la lección así las púas de la experiencia histórica le perforen la cabeza una y otra vez. Recuerdo al viejo Sastre junto a Raymond Aron, denunciando el salvajismo del régimen comunista de Vietman y la huida en balsas de decenas de miles de vietnamitas en condiciones espantosas. Muchos le reprocharon entonces a Sastre que con su prestigio intelectual “le hiciera el juego” a las informaciones que sobre este éxodo sobrecogedor publicaban el Gobierno de Estados Unidos y los medios de comunicación norteamericanos. Él hizo lo que debía. No callarse.
¿Cuál es el problema? Es falso que haya que prescindir de la atención crítica sobre la situación política y social española para denunciar el autoritarismo de Maduro y la ineptitud, vesania  y corrupción de su régimen. Y en Canarias, además, la falsedad de esa disyuntiva es intolerable. Decenas de miles de canarios y de hijos y nietos de canarios viven en un país que está en el ADN de nuestra historia contemporánea. Aplicar el argumentario madrileño sobre Venezuela en las islas es un ejemplo más del burdo seguidismo y del despiste ocupacional de los dirigentes de Podemos en el archipiélago.

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