Venezuela

El Comandante en su laberinto

El retrato de Simón Bolívar era horrible. Un óleo pintarrajeado de cualquier manera en el que el Libertador se asemejaba a un beisbolista tísico disfrazado de general. Los relojes apenas marcaban las once de la mañana y el calor ya enseñoreaba en Caracas, ese calor caraqueño que te cachea para registrarte y borrarte el último hálito de frescura. Imagino que en el resto del Palacio de Miraflores disponían de aire acondicionado, pero en esta estancia, donde aguardábamos una docena larga de políticos, funcionarios y periodistas, no. Paredes color crema, retratos y grabados dignos de un digno chamarilero,  pesadas cortinas,  un aparador aparatoso, dos sofás y cuatro butacas tan macizas como incómodas. Ya estaba harto de contemplar el retrato de Bolívar. Recordé mi infancia inundada de Bolívar, mito fundacional de la República que había muerto solo y despreciado como un perro por sus compatriotas: los retratos y afiches innumerables, las citas repetidas hasta la náusea, las visitas anuales a la Casa del Libertador, las monedas para las chucherías que multiplicaban su perfil patilludo, la exaltación de las anécdotas escogidas de una vida salmodiadas por prensa, radio, televisión. Las once y media. Me aflojé el nudo de la horripilante corbata y volví a sentarme. Al lado estaba José María Noguerol con expresión de máscara de terracota. ¿Cuánto se prolongaría esto? Noguerol decidió levantarse y preguntar. Al llegar a la puerta le salió al paso un gigante mulato y,  a su lado, un individuo cetrino con la cara cubierta de huellas de viruelas. Intercambiaron unas palabras y se marcharon. Dieron las doce. Se acercó un funcionario venezolano extrañamente parlanchín. No había que preocuparse, todo era normal. El Presidente trabajaba siempre hasta muy tarde. Ayer había llegado a las dos de la mañana a Palacio y allí mismo, a esa hora, convocó a varios ministros. Lo miré horrorizado.  El funcionario agregó cordialmente que el Presidente estaba reunido de nuevo, pero que terminaría pronto, si no lo había hecho ya. La habitación era ya un horno silencioso cuando,  a las doce y media, el funcionario venezolano saltó como un resorte y marchó con rapidez, casi a saltitos, en medio del sopor. El mismo Bolívar parecía derretirse en el óleo clavado en la pared. De repente todo cambió.

Alguien se acercó a la puerta y nos apremió a seguirle. Abandonamos la estancia como un buzo podría salir de un mar de té tibio. Recorrimos varios pasillos entre cuchicheos y en un instante  llegamos a un amplio patio interior maravillosamente refrescado por sombras bienhechoras y fuentes de agua. Uno de sus laterales se abría a un gran salón intensamente iluminado en el que se podía divisar a Román Rodríguez, Rogelio Frade, Francisco Aznar, Noguerol y tutti quanti. Se escuchó un murmullo y escuché (o creí escuchar) el taconazo de un edecán. El Presidente había llegado. Transcurrieron varios instantes más de parabienes y abrazos y luego se aproximaron, encabezados por Hugo Chávez y Román Rodríguez, y el Presidente de la República comenzó a saludar a todos los presentes.

Si Hugo Chávez había dormido poco no lo parecía. Era un hombre todavía en la cuarentena y en buena forma física que desprendía cortesía, bienestar y pulcritud. Faltaban años para que engordase y más años aun para que la enfermedad mortal lo desfigurara cruelmente. También faltaban algunos años para que radicalizara su discurso y su acción política y se empecinara en construir un modelo social que llamó el socialismo del siglo XXI, pero que consistió, básicamente, en extender un Estado providencial cuya pésima gestión ha cronificado graves problemas económicos pese al maná incesante del petróleo, y en desarrollar un régimen político con una inequívoca vocación autoritaria. Ninguna revolución lo llevó al poder; fue él quien, desde el poder, se dedicó a frangollar una revolución nutrida ideológicamente de un sopicaldo en el que se mezclaban Bolívar, Jesucristo y Fidel Castro. Incluso en un grupo reducido de personas Chávez proyectaba un hipnótico atractivo carismático ajeno a cualquier pompa. En ese momento, escuchando sus palabras y sus gestos,  reparé en que si Chávez no hubiera sido Presidente de la República todos, igualmente, lo habríamos admitido como el centro de la reunión en ese patio o en cualquier otro. ¿Cómo no sería entre los muchos cientos de miles de venezolanos bajo cuyos programas gubernamentales habían aprendido a leer, habían recibido una sanidad asistencial por primera vez en su vida, habían obtenido un sueldo que, por lo general, era una dádiva a cambio de un mínimo esfuerzo? ¿Entre todos aquellos que eran beneficiarios de una batería pasmosa de subvenciones, ayudas, becas, descuentos, pequeñas regalías?  El precio a pagar por ello – el aumento de una dependencia exterior estructural, la obsolescencia tecnológica y la desertización industrial, la renuncia a acabar con la corrupción y la atroz violencia callejera, la estigmatización del disidente, la propaganda asfixiante, la acelerada fusión entre Estado, partido y recursos públicos – no les importaba lo más mínimo. El hombre que estrechaba las manos esa mañana iba a usar y abusar del poder, pero no moriría como un dictador ni le tomaría gusto a la sangre. El hombre sonriente que preguntaba por nombres y ocupaciones y tenía siempre la anécdota a punto, sin embargo, desde su indignación ante una democracia cleptómana que despreciaba a los pobres y saqueaba el país, se llegó a creer la encarnación de su pueblo, el instrumento de una misión histórica local y universal, la fuerza mesiánica que se multiplicaría en millones de pechos. Y eso nunca, nunca acaba bien. Cuando se embalsama a un líder revolucionario es que la revolución está presta a ser embalsamada.

Me tocó el turno y el Presidente me dio la mano. Una mano morena, casi delicada, de dedos alargados. Román Rodríguez acudió presto:

–Este es venezolano. Venezolano y periodista.

— Ah. ¿Eres venezolano?

— Sí.

— ¿Y de dónde eres tú, compatriota?

— De Catia, Presidente.

–Catia es un sitio bravo, pero ya está más tranquila. Ahí hay muchos isleños y también portugueses e italianos. Gente que trabajó mucho por Venezuela. Bueno, no sé si había periodistas también. Yo lo único que le pido a los periodistas es que lo cuenten todo, ¿no? No una versión o la otra. Hay que contarlo todo.

— Estoy de acuerdo –le dije.

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Candela

Preguntar sobre el exacto estado de salud del presidente de la República – ni un miserable diagnóstico se ha facilitado durante año y medio – exigir transparencia informativa y cumplimiento estricto de la Constitución diseñada por el propio régimen, denunciar la estrafalaria, cuando no indigna y mentecata, sucesión de falsedades sobre la capacidad del comandante para dirigir los destinos del país: todo esto son pecados de lesa patria, intentos canallescos de desestabilizar el Estado,  elementos de una conspiración para acabar con la gloriosa revolución bolivariana. El presidente de facto, Nicolás Maduro, lo dejó claro al mediodía del martes: todos los traidores pagarán su culpa más temprano que tarde. Lo peor, como suele ocurrir en estos casos, es que la definición de traidor se la reservan Maduro y sus compañeros.

La coincidencia ha sido fatal. Simultáneamente se muere el fundador y líder carismático del régimen  y el país entra en una aguda crisis económica merced a una gestión demencial, voluntarista, ciega a las cuatro reglas aritméticas, carente de la más modesta inteligencia estratégica, confiada hasta el paroxismo en el abuso de las reservas petroleras. El manual más elemental indica en estos casos lo que hay que hacer para cohesionar, disciplinar y galvanizar a los partidarios: toda la responsabilidad recae sobre el enemigo exterior y sus lacayunos cipayos en el interior. Si hay desabastecimiento, inflación, subempleo, ineficiencia técnica y violencia callejera tales anomalías no tienen otra procedencia que una conspiración internacional. Para intensificar esta soflama Maduro la ha proyectado, incluso, sobre la enfermedad y la agonía de Hugo Chávez: el presidente se está muriendo porque alguien lo ha envenenado, alguien le ha inoculado una enfermedad mortal, alguien ha acabado con él premeditada y cruelmente. ¿Cómo Chávez iba a contraer un cáncer? ¿Chávez, la reencarnación de Bolívar, el Martí redivido, el invencible alma del pueblo? Solo se explica por las maquinaciones infernales del Imperio.

La tentación de prenderle candela al país en la transición entre Chávez y el chavismo institucionalizado es peligrosamente seductora. El chavismo, sin la autoridad, la inteligencia política y los equilibrios internos que ejercía Hugo Chávez, luchará por su supervivencia acorralado por las mismas torpezas políticas y económicas que ha creado durante catorce años ininterrumpidos de poder casi omnímodo con sus contradictorios logros sociales y su insaciable apetito autoritario.

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La encrucijada de Venezuela

                                                                                

Los venezolanos no eligen hoy domingo entre dos candidatos presidenciales. Eligen entre la continuidad (comprometida continuidad) de un régimen político construido durante los últimos 14 años o su abandono (comprometido abandono) para regresar, básicamente, a la arquitectura institucional de la IV República. Es una elección preñada de peligros y acechanzas por la polarización política e ideológica que divide a Venezuela. Es más probable el éxito de Hugo Chávez, pero el Comandante-presidente no va a arrasar como en anteriores elecciones, y puede encontrarse con más de un 40% de ciudadanos que rechazan tanto su legado como, sobre todo, su proyecto. ¿Es democráticamente lícito expandir y reforzar un régimen político e institucional que rechazaran  en las urnas más de un 40% de los electores?  ¿Hacer tragar su socialismo del siglo XXI a una inmensa minoría? El opositor Henrique Capriles puede ganar – es la novedad en estos comicios – pero si lo hace será por la mínima. ¿Es democráticamente presentable desmontar una Constitución y un régimen por el que podrían votar el 48 % de los ciudadanos, por ejemplo?

La identificación del régimen político venezolano y la persona de Hugo Chávez es absoluta y ha tomado la forma de un delirante culto a la personalidad que, por supuesto, no se detiene en esa modesta equivalencia. Hugo Chávez es Venezuela. Hugo Chávez es la patria. Hugo Chávez es la revolución, la dignidad nacional, el futuro, la prosperidad y la justicia. El mismo presidente, en un mitin reciente, les explicó a los jóvenes asistentes que Hugo Chávez no era otro que ellos mismos. En un foro de Internet pude leer, incluso, como un fervoroso seguidor afirmaba que una arepa “estaba bien Chávez, bien sabrosa”, y recordé cómo los dirigentes sindicales argentinos se saludaban una mañana de suave brisa y cielo azul facilitándose porque hacía “un día peronista”. Sin responder a la caricatura de gorila uniformado y vesánico que se empeñan en dibujar sus enemigos, Hugo Chávez es una de las últimas reencarnaciones, perfectamente reconocible, del tradicional caudillismo latinoamericano: un hombre providencial que, dotado de una visión prodigiosa, es capaz de impulsar nada menos que todo un proceso histórico, porque, ¿quién podría pensar, a mediados de los años noventa, que el pueblo venezolano anhelaba una sociedad socialista, una revolución socialista? Nadie. Absolutamente nadie, porque no había tal comezón popular. No ha sido una revolución socialista lo que llevó a Chávez al poder. Ha sido el poder de Chávez el que ha precipitado un conjunto de cambios políticos, institucionales y económicos, progresivamente acelerados, que el mismo presidente-comandante ha bautizado como revolución bolivariana, abusando anacrónicamente de la figura del fundador de la Venezuela independiente de la Corona española. Ciertamente una amplia mayoría de los votantes venezolanos lo ha elegido y reelegido en las urnas. La principal fuente de legitimación del régimen chavista es el aval popular al comandante-presidente en cuatro citas electorales. Y su permanencia en el poder tiene tres razones fundamentales.

1.Hugo Chávez rentabilizó la ruptura (tan espectacular como pacífica) con la degeneración del régimen de la IV República, el turnismo pútrido y venal entre adecos y copeyanos, la gusanera de la corrupción, la indiferencia suicida ante los crecientes problemas de pobreza y exclusión social que afectaban a millones de venezolanos. Una observación: Chávez no acabó con la IV República y su sistema de partidos. Cuando dirigió el golpe de Estado en 1992, Chávez fracasó bastante miserablemente. Los partidos tradicionales se hundieron, simplemente, incapaces de reaccionar, anegados por su descrédito, su torpeza, su trivialidad canalla, la huida de sus líderes y camarillas. El flamante presidente aportó una novedad: descubrir en la mayoría pobre venezolana (sobre todo en las clases bajas y en los deshederados del cinturón de Caracas y otras capitales: los habitantes de los ranchos) el objeto prioritario de una ambiciosa política social. Y transmitirles luego a sus beneficiarios que ellos contarían como sujetos en la nueva construcción política nacional. Chávez creó las misiones: un instrumento de gestión para implementar y organizar las políticas sociales,  y las primeras misiones, dedicadas a la erradicación del analfabetismo y a la atención médica primaría y preventiva, fueron en general un éxito del que se beneficiaron muchos cientos de miles de venezolanos. Las posteriores se han saldado, en cambio, con crecientes y rumbosos fracasos, al igual que los mercales, puntos de almacenaje y venta de alimentos y productos de primera necesidad.

2. El hundimiento del sistema político instalado en 1959 fue tan cataclismático y definitivo, y la ocupación del espacio público por el chavismo tan veloz, que la recuperación necesaria para la articulación de una plataforma política de oposición llevó largo tiempo y fue bloqueada reiteradamente por las disidencias entre las mismas fuerzas opositoras.

3. El fracasado golpe de Estado de 2002 y la huelga general de 2003 –con su centro neurálgico en la compañía estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA) – fueron dos vías erróneas (abiertamente criminal la primera, estúpidamente maximalista la segunda) para acabar con el Gobierno de Hugo Chávez, que salió reforzado de ambas crisis, tanto interna como externamente.

Pese a la flamígera retórica que lo acompaña, el régimen político que corresponde al socialismo del siglo XXI – el definido por la Constitución de 1999–  no presenta especiales novedades. Lo principal no es el texto de la Constitución, sino lo que Chávez ha hecho con ella. Aunque constitucionalmente se establece la clásica división de poderes (al que se le añade el poder electoral y el poder popular) lo cierto es que todos han sido cooptados por el régimen chavista. La Constitución ha funcionado, de esta manera, para dar cobertura legal y respetabilidad internacional al desarrollo de un régimen autoritario (todavía no una dictadura abierta) que se ha valido del Estado petrolero y sus recursos financieros para extender cada día más sus dispositivos de control sobre toda la vida social y económica de Venezuela. El apoyo popular a Chávez y su régimen se basa, fundamentalmente, en la inyección de un gasto público incontrolado a través de redes clientelares amplias y entrecruzadas que funcionan a nivel federal, estatal y local, a veces normativizadas en leyes y disposiciones y otras de carácter informal. Desde el brutal aumento de las plantillas funcionariales y sus salarios hasta las subvenciones a explotaciones agrícolas fracasadas, desde los créditos públicos hasta el subsidio de alimentos, el petróleo lo paga todo, y el Gobierno tiene su única hucha en PDVSA, que a pesar del alto precio del crudo, sufre una deuda financiera de 53.000 millones de dólares. Por primera vez en su historia, el Banco Central de Venezuela debió enjugar su déficit de caja el pasado año. Y es que 600.000 barriles diarios del petróleo no se cobran: casi se regalan a Cuba, Nicaragua y China.

El crecimiento del 4,8% del PIB en 2011 se debe, sobre todo, al aumento del consumo estimulado por el gasto (que no la inversión) público, lo que explica a su vez una inflación superior al 28%. Porque Venezuela solo exporta petróleo mientras sus importaciones han crecido más de un 150% en la última década. Jamás el país ha sido tan dependiente, incluso en productos alimenticios, como bajo el otoño presidencial de Hugo Chávez, que ante los gravísimos problemas de Venezuela (infraestructuras envejecidas u obsoletas, enseñanza universitaria arruinada, extraordinaria violencia callejera con miles de muertos anuales y secuestros diarios, continuos problemas de abastecimiento eléctrico, una industria de refino en decadencia técnica, corrupción universalizada, inflación galopante, más de un millón de desempleados y petróleo como único viático exportador) pide seis años más a un país que no sabe –porque no ha sido informado debidamente –si al comandante le quedan tres meses o tres años más de vida.

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Tropezón

El presidente Paulino Rivero tiene razón en criticar los desmanes que, desde los poderes públicos venezolanos, se han cometido contra propiedades y derechos adquiridos de emigrantes canarios y sus familias: existes evidencias de abusos que han conculcado incluso la propia legislación republicana. Tiene razón en sus críticas y, como es obvio, en mostrar el apoyo solidario – aunque sea solo verbal – del Gobierno de Canarias. En lo que se equivoca gravemente el presidente es en exponer estas críticas y reparos en el transcurso de una visita a Venezuela. Ya no un Gobierno tan autoritario, exasperado e histriónico como el de Hugo Chávez, sino cualquier Gobierno, está obligado a rechazar las críticas que sobre sus acciones y proyectos políticos pronuncie un dignatario extranjero de visita en el país. Si un ministro venezolano –pongamos por caso – visitara el Archipiélago, y en una rueda de prensa criticara el trato que se les dispensa a los inmigrantes latinoamericanos en nuestras islas, el Gobierno de Canarias no le pondría un piso. Digo yo.
Peor aun es la insistencia de Paulino Rivero en mantenerla y no enmendarla, enfatizando que el respeto a Venezuela (cabe entender que a sus autoridades políticas) es compatible con el apoyo a los emigrantes canarios. Se trata de una espiral peligrosa y contraproducente para las relaciones entre Canarias y Venezuela y para los intereses inmediatos de los emigrantes isleños, sus hijos y sus nietos, que no se hospedan en el Tamanaco ni pueden comprar un billete business class en Maiquetía. Desde hace tiempo entre los sectores más radicales del chavismo menudean las críticas y descalificaciones, a veces insultantes, contra autoridades y dirigentes políticos canarios. Como muestra un pringoso botón: los numerosos comentarios chorreados sobre el presidente Rivero, el diputado José Luis Perestelo y varios prominentes empresarios isleños en aporrea.org, la principal página web de los chavistas más recalcitrantes y uno de los instrumentos de propaganda más batalladores del régimen.
Es singularmente complejo defender los derechos y atender la situación social y económica de los emigrantes canarios en un contexto político, jurídico y emocional como el que padece actualmente la República (Bolivariana) de Venezuela, envuelta en un caos calamitoso que el chavismo pretende vender como revolución permanente. Pero la mejor vía para hacerlo no es la abierta inadvertidamente por el presidente Rivero. Al contrario: ese es un camino, un gesto, una estentórea impertinencia que puede contribuir a empeorar las cosas para los intereses de los canario-venezolanos.

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Lo peor de CAP

Lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue que robara a mansalva y dejase robar cada vez más desordenadamente: bajo su primera presidencia, entre 1973 y 1978, la corrupción en Venezuela se institucionalizó y se transmutó en un mecanismo de gobierno, en un acuerdo tácito de latrocinio entre socialdemócratas de AD y democratacristianos de COPEI, en una perversa cultura cívica que se extendió a todo el tejido empresarial y social del país. La Venezuela saudita podía permitirse (o eso creyeron sus responsables) el saqueo más desvergonzado y al mismo tiempo la articulación de un colosal conjunto de subsidios y subvenciones –corrompido de pies a cabeza –que incluían desde la leche hasta la harina para las arepas, desde la maquinaria agrícola hasta las becas universitarias. CAP nacionalizó el petróleo, pero los fabulosos beneficios de la venta del crudo no revirtieron en una economía venezolana más potente y diversificada ni en el desarrollo de un Estado de Bienestar que sustituyera al agusanado Estado providencia y atendiera a los cientos de miles de venezolanos que se hacinaban en los cerros de Caracas o malvivían de una agricultura agónica en el interior. La democracia constitucional se trasmutó en una plutocracia de nuevos millonarios en la que se enriquecían dirigentes políticos adecos y copeyanos, medio centenar de empresarios y una turbamulta facinerosa de importadores. Mientras tanto CAP se llevaba a piñón con el Gobierno cubano, financiaba a los sandinistas o acogía generosamente a muchos exiliados chilenos y argentinos.
Lo peor de CAP no fue su reelección en 1988, cuando la mayoría de los electores, que recordaban los años de la plata fácil, lo votaron como penúltimo recurso de un sistema político que se hundía en un marasmo social creciente. No tardaron en despertar, porque CAP venía ahora con las recetas del FMI en las patillas: privatizaciones, machetazo a los presupuestos públicos, pago de la monstruosa deuda externa como prioridad indiscutible. Un día de 1991 suprimió las subvenciones a los productos de primera necesidad y al transporte urbano y se produjo el caracazo: una represión indiscriminada dejó en las calles cientos de asesinados a balazos.
No, lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue su procesamiento por perculado, su huída cantinflesca a Miami, su vesania populista, manirrota y ladrona. Lo peor de CAP, de Luis Herrera, de Jaime Luisinchi y de toda esa cleptocracia que redujo la democracia republicana a un infecto muladar es que propiciaron, llamaron, casi invocaron a un mesías uniformado, cerril y didascálico, Hugo Chávez, para seguir y perfeccionar su trabajo: la destrucción de Venezuela.

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