Violencia

El fútbol es para tener razón

Causan un poco de pasmos esas gentes que exhortan a que la práctica de los deportes competitivos se base en el juego limpio “y en las virtudes deportivas que hacen grande a los equipos”. Eso es una mentectecatez pero, sobre todo, una hipocresía. El deporte de competición – desde los torneos infantiles hasta los mundiales – es una actividad sin contenido alguno “y sin más objetivo que el de la redundancia de la victoria como fin en sí mismo”, como ha explicado el maestro Sánchez-Ferlosio. Se trata de ganar y no de ninguna otra cosa. Precisamente se canaliza con su práctica la violencia implícita en cualquier victoria física y se ritualiza todo su desarrollo, desde los entrenamientos hasta los saludos a la afición.  Pero, por supuesto, a veces el cauce para domesticar y estilizar dicha violencia se ve desbordado y brotan inconteniblemente los insultos, las patadas, las broncas y las bofetadas. Cuando pueden limitarse, contenerse, eludirse, la responsable es la buena educación y la cortesía de los sujetos implicados, en ningún caso, las supuestas virtudes pedagógicas del propio fútbol.
La siempre renovada popularidad de deportes de seguimiento masivo como el fútbol  — en otros países es el rugby o el béisbol – se nutre de la fascinación por participar a coste cero en una gran aventura colectiva que reverbera en miles de almas y que explotan comercialmente políticos y periodistas y otros animales de compañía. La aventura individual tiende a lo inverosímil y carece de testigos, complicidades y aplausos. Una aventura colectiva que solo pide una adhesión emocional es barata, tranquila y evita cuestionamientos incómodos (la auténtica aventura siempre cuestiona al aventurero). Ser del CD Tenerife es maravillosamente fácil. Jugar bien al fútbol – o cursar una ingeniería, o atravesar un desierto, o aprender alfarería – es mucho más difícil. La mística del nosotros siempre es más fascinante que las fugaces tribulaciones del yo. Y esa aventura (ficticia) del nosotros siempre nos reafirma en nuestros convencimientos, manías y credulidades. Todas las experiencias del futbolero impenitente, del heroico hombre abufandado que sufre casi kierkeggarianamente por sus colores entre la fe y la desesperanza,  se dedican felizmente a confirmarlo. El equipo luchó, la  afición se supo portar, la isla es una isla de primera, especialmente, cuando el equipo blanquiazul no logra subir a primera. Derrota y victoria no son indiferentes, como queda dicho, pero el fútbol – el negocio económico y simbólico que es el fútbol — siempre gana en este infecto tocomocho sentimental.
Leo que algunos aficionados del Getafe CF llamaron africanos – como si fuera un insulto – a los jugadores del CD Tenerife. Claro que también los simpatizantes tinerfeñistas que se desplazaron a Madrid llamaron godos de mierda a los del Getafe. Por supuesto, los insultos recibidos también nos definen, nos confirman, reafirman nuestros miedos, rechazos e irritaciones. Y hasta profesores universitarios garrapatean artículos y post para explicar que, obviamente, los españoles siempre trataron a lso caanrios como a esclavos y lo siguen haciendo y lo harán siempre, porque está en su naturaleza ser malditos españoles de alma oscura y ruin que enciman nos golean. En serio que lo he leído. El fútbol es eso: el deseo de victoria cumplido, el merecido triunfo arrebatado, y siempre, siempre, por culpa de otro: los jueces, los adversarios, el entrenador, la directora, los africanos, los godos de mierda o hasta el mismo equipo.

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Abismo changa

Si me permiten pronunciarme desde el exterior de la pasión, desde fuera del dominical banquete de testosterona, cabe sospechar que lo que hoy se considera como fútbol es un asunto solo lateralmente deportivo. Los que disfrutan del fútbol deportivamente son una minoría ilustrada que, en las conversaciones al respecto, suelen ser brutalmente silenciados, como si fueran críticos literarios en un encuentro con J.K. Rowling, y creo que no terminan en prisión porque los clubes de fútbol no disponen de su propio sistema judicial.  La inmensa mayoría de los aficionados comenzaron a jugar al fútbol entre los siete u ocho años y terminaron de hacerlo entre los doce y catorce. Han visto mucho más fútbol en la tele que el que han practicado en las canchas o en la calle. El fútbol se ha transformado – como tantas otras – en una experiencia vicaria. Millones de personas las viven intensamente participando en una emoción identitaria. Un placer identitario construido segmentariamente. Soy de la Unión Deportiva. Soy de Las Palmas. Soy grancanario. Pero la raíz es futbolística: lo demás son abstracciones más o menos incómodas. A ver cómo puede sentirse uno orgulloso de Lorenzo Olarte o de los dulces de Moya. El fútbol lo entiende cualquiera como demuestra las legiones de entendidos que a los que no participamos en esta patulea nos amargan las mañanas de los lunes con comentarios interminablemente crípticos. Ayer en Tenerife:
–Se fue Ayose.
— Déjalo ir.
–¿Y ahora el 3-3-2?
–Eso está acabado.
–Ayose podía.
–Ayose tal y cual, primo.
Por las declaraciones furiosas, las lágrimas arrasadoras y los gestos compungidos de las últimas horas Las Palmas de Gran Canaria parece a punto de hundirse en el mar, perdida la ciudad como un balón pateado a la estratosfera. Algunos han descubierto que a los estadios –sobre todo si se les abran las puertas con solicitud paternal — asisten innumerables changas y que los changas, por alguna misteriosa razón, gritan, insultan, amenazan y agreden. El presidente del Cabildo de Gran Canaria, José Miguel Bravo de Laguna ha explicado, con la elegante pedagogía que le conceden sus corbatas y blasones, que esto pasa por escuchar los cantos de sirenas con coletas soviéticas que llaman a la subversión y al libertinaje. Otros explican que nada se puede explicar si no se recuerdan los parados, el fracaso escolar y el sistema de dominación del capitalismo globalizado. No sé que es peor: el abismo changa o las hermenéuticas pachangueras de unos y otros.

 

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Después de ETA

El fin de ETA. La violencia terrorista etarra muy probablemente ha acabado, ETA misma, todavía no, y su placenta ideológica y cultural, aun menos. La actividad de la organización ETA ha acabado como resultado de la inviabilidad del asesinato y la coacción como metodología de acción política sedicentemente revolucionaria enla Europa del siglo XXI. Ha terminado por el acorralamiento, cada vez más sistemático, diligente y coordinado, de las fuerzas policiales y de los servicios de inteligencia españoles y franceses. ETA ha cerrado la tienda porque, en esta situación de debilidad estratégica, táctica y económica, cada día más agudizada, la mayoría de sus matarifes se inclinaron a admitir que la opción de participar en las elecciones y defender los postulados de un independentismo de izquierdas – adobado aun con todos los perifollos retóricos del comunismo y el asamblearismo – resultaba políticamente más rentable que seguir asesinando, secuestrando, amedrentando a la gente. ETA contó durante muchos años con un apoyo social amplio, que por supuesto no se limitó a la izquierda abertzale. Era un apoyo de variado y repulsivo registro semántico: los que apoyaban el asesinato político como vía insurreccional o estrategia de tensión, los que no lo apoyaban, pero lo consideraban un factor ventajoso; los que sentían asquitos, pero decían comprenderlo, entre cabezadas quejumbrosas, por la terrible opresión que sufría el País Vasco. Para la derecha peneuvista eran hijos descarriados y atrabilarios, pero, por supuesto, eran antes hijos que delincuentes: sangre de su sangre que a otros hacía sangrar. Siempre a otros. La dictadura franquista fue la mecha del independentismo etarra,  pero este variopinto apoyo se mantuvo intacto, más o menos, hasta mediados de los años noventa, y solo a partir del atroz asesinato de Miguel Ángel Blanco comenzó a erosionarse seriamente: para pasmo de los terroristas, Ermua se puso en pié, y la reacción cívica se convirtió en legión de manifestantes hartos de sangre, miedo y necedades. En ese momento (1997) Euzkadi llevaba ya 17 años de gobierno autonómico ininterrumpidamente presidido por el PNV, 17 años de concierto económico, 17 años de diputaciones y ayuntamientos libremente elegidos, 17 años de desarrollo legal y normativos propios, 17 años con su propia política educativa, cultural y lingüïstica. Y había transcurrido más de una década desde que el Estado había abandonado toda tentación de violencia extralegal y extrajudicial: lo mismo que otras organizaciones e iniciativas estatales y paraestatales anteriores, el GAL, además de matar y torturar, significó un daño profundo, y no precisamente una solución, en el intento de desterrar la violencia etarra y desacreditar a sus apologetas. “España no sigue matando”. No era España, por supuesto. Y las instituciones democráticas españolas juzgaron en tribunales, sentaron en el banquillo y sentenciaron a prisión a un exministro, un exsecretario de Estado, un teniente coronel dela Guardia Civil y varios agentes y colaboradores necesarios. Parala España constitucional el GAL era una anomalía criminal y por el sistema legal español fueron juzgados y sentenciados como delincuentes. En cambio los asesinos etarras, para el sector mayoritario de la izquierda independentista, no eran vulgares matones, sino valientes gudaris cuyo nombre y gestas deberían honrarse, y así se hacía, y se sigue haciendo, en mítines, asambleas y manifestaciones. Son víctimas, también, y que nadie lo olvide, pero se les homenajea como a honestos verdugos.

2. Conflicto de legitimidades y doble programa. ETA deja de matar. No anuncia su disolución y tal vez no lo hará nunca: queda latiendo como una calavera sonriente suspendida en hibernación, como una amenaza fantasmal que custodia su propia historia. Queda un problema, claro: la convivencia democrática. La reconstituida izquierda independentista – y no solo Bildu, sino organizaciones como Aralar, que comparten análisis básico – tiene un programa de máximos y otro de mínimos y se moverá ágilmente entre ambos. El programa de máximos consiste en exigir que el Gobierno español negocie un proceso para una consulta sobre la independencia cuyos resultados se comprometa a respetar ante autoridades y observadores internacionales. “Ya no se mata, se secuestra ni se extorsiona. Hemos elegido la vía democrática y legalista. ¿No cabe todo en esta democracia de ustedes? Pues queremos y tendremos la independencia”. Bildu y sus aliados fácticos saben, por supuesto, que este programa es inasumible actualmente por el Estado español, pero dedicarán el próximo año y medio, hasta las elecciones autonómicas, para articular un frente soberanista con el PNV – ya se le ofreció a los peneuvistas una coalición electoral de cara a las elecciones del 20 de noviembre, rápidamente rechazada — y con el respaldo activo de su muy ampliada base municipal y provincial. El programa de mínimos se fundamenta en una negociación sobre “los resultados del conflicto”, según la estilística etarra y batasunera más tradicional: amnistía, liberación de presos, acercamiento de los mismos, modificaciones legales o hasta estatutarias. Son dos programas sobre los que Bildu y sus colegas pedalearán simultáneamente y sin riesgo aparente de caídas estruendosas. Básicamente los dirigentes de Bildu son brillantes estrategas políticos y magníficos propagandistas, como ha demostrado la llamada Conferencia de San Sebastián. La gestión de los recursos públicos les interesa – por el momento — mucho menos, salvo en lo que toca, precisamente, a las necesidades de adoctrinamiento, agitación y propaganda. Un sketch  del programa Vaya semanita lo explica muy bien: en un ayuntamiento vasco unos concejales de Bildu con mayoría absoluta son advertidos por el interventor municipal sobre los problemas con el servicio de basuras. Los concejales se indignan y gritan al unísono: “¡Vamos a manifestarnos inmediatamente!”. Persiste, por supuesto, la proyección sistemática de un conflicto de legitimidades, que se mantiene al rojo vivo mientras se utiliza la legalidad vigente para denunciarlo desde el poder político y presupuestario que otorga el control de diputaciones y ayuntamientos.

3. La mística de la violencia revolucionaria y un totalitarismo de rostro humano. El sustrato de la mística de la violencia revolucionaria no ha desaparecido, aunque se renuncie a matar por objetivos políticos. La democracia, para Bildo y sus congéneres, es únicamente un conjunto de reglas que pueden y deben utilizarse para imponer un proyecto político irreversible desde una mayoría social al que le bastaría el 51% de los votos para sentirse legitimada per secula seculorum. El socialismo, el otro elemento del binomio programático, es un apéndice sin importancia. Es el suyo un socialismo cuyos principios y métodos no van más allá de enunciados abstractos y que entran en contradicción directa (por ejemplo) con los intereses sociales que defiende el PNV. Así que, en realidad, la independencia lo es todo, y la euskadización a machamartillo de Euskadi el objetivo prioritario. Sí, eso es todo: la independencia como cura de todos los males sociales, bálsamo de un dolor secular, apósito para la melancolía de una patria imaginaria, pago de la sangre derramada, llave de oro que abrirá la única puerta que conduce a la feliz dignidad del pueblo. Los que no compartan esta radiante necedad siguen siendo traidores al pueblo vasco y no tendrán sitio en el sagrado recinto de la libertad.      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Isla sin cabeza

Un hombre pasea en Los Cristianos con una cabeza en la mano. La cabeza de una mujer que acaba de asesinar y decapitar en una tienda. Nos enteramos ahora, leyendo o escuchando el relato periodístico de los hechos, porque si los viandantes hubieran identificado la cabeza no se le habrían acercado para intentar, y al cabo conseguir, reducirle en la calle. Para zafarse de quienes lo acosaban el asesino dejó la cabeza sobre el pavimento, y solo después de paralizarlo, el despojo de la asesinada cobró plena visibilidad. Sí, era una cabeza. Y de inmediato otro dato decisivo: el asesino era un búlgaro. Al cabo de un par de horas ya hervían los debates de los todólogos en las radios y crepitaban las redes sociales. La cabeza y el búlgaro se conformaron de inmediato como los datos fundamentales de debates, declaraciones y susurros alterados. La cabeza es lo que concede al relato todo su irresistible horror y sus potentes virtudes narratológicas. Y la condición legal de búlgaro resulta, por supuesto, la resolución de la ecuación incomprensible que impone el horror. Ah, búlgaro. Por supuesto.
En el Sur de Tenerife se han cometido, en la última década, asesinatos espeluznantes. Recuerdo uno casi al azar: una pareja de nacionalidad británica que apareció calcinada dentro de su vehículo en un cantizal de las medianías. Se murmuró acerca de un ajuste de cuentas en el seno de una organización mafiosa, pero después de algunas semanas la noticia entró suavemente en el limbo de la insignificancia. En realidad, entre finales de los años noventa y principios de siglo comenzó a tomar cuerpo en diversos medios de comunicación la convicción, sustentada en numerosos indicios, de actividades propias del crimen organizado en el Sur de Tenerife: lavado de dinero, prostitución, extorsión, tráfico de drogas. Asuntos que desaparecieron de la agenda informativa sin apenas dejar rastros inerciales. Ni siquiera viejas obviedades, como la contradicción entre una isla colmada de millares los farloperos y la rotunda negativa oficial a admitir siquiera una logística industrial para introducir y distribuir la cocaína, aviva ya nuestro interés. Como en tantos otros aspectos, por las calles de la delincuencia y crimen organizado Tenerife camina sin cabeza. La cabeza va y viene delicadamente en manos desconocidas. Y el búlgaro, claro, no solo se explica a sí mismo, sino que explica toda la secuencia: la muerte, la decapitación, el paseo sonámbulo con las manos ensangrentadas bajo el sol. Que alguien suba a la Wikipedia esa vieja tradición cultural búlgara de decapitar a extraños en las tiendas de productos chinos.Ya.

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