Tusitala

Me voy. Les dejo con el calor canicular, con Mariano Rajoy repartiendo el sacramento de su absolución política en las Cortes, con Cristóbal Montoro acabando (previsiblemente) con los descuentos oníricos de Paulino Rivero y Javier González Ortiz. Las despedidas, en verano, son peligrosas, porque todo parece a punto de derretirse, y entre los charcos no hay memoria del olvido ni del perdón. Entre el calor del cinismo y el cansancio de las convicciones recuerdo una sencilla historia de amor y lealtad entre un escritor y sus lectores.
En un artículo memorable y ya olvidado Roland Barthes llamó a Voltaire el último escritor feliz; quizás no sea exagerado afirmar que Robert Louis Stevenson fue el último escritor que nos hizo felices sin sentido de la culpa ni del ridículo. Stevenson fue tan admirable como hombre como lo fue como artista. Valeroso, encantador, gentil, inteligente, atractivo, cordial. Era incapaz de escribir algo aburrido. Si un editor le hubiera encargado escribir el listín telefónico, lo devoraríamos con el mismo expectante entusiasmo que sus cuentos, sus novelas, sus ensayos. Muy pronto contrajo la tuberculosis, enfermedad mortal en su tiempo, pero eso jamás lo amilanó, y buscando climas más benévolos para sobrellevar su padecimiento terminó recalando en una pequeña isla de Samoa, acompañado de su mujer y sus hijos. Entre los nativos muy pronto se le consideró un amigo. Le terminaron llamando Tusitala (“el contador de historias”) porque desde el reyezuelo local hasta los niños más pequeños acudían a su lado para escuchar los relatos y fábulas que inventaba, siempre afable, sonriente y generoso en la puerta abierta de su humilde casita.
La tuberculosis acabó con Stevenson a la caida de una tarde espléndida. El escritor había manifestado su deseo de ser enterrado en una loma, pero hasta allá arriba no había caminos abiertos, solo una selva de matorrales casi impracticable. Los indígenas decidieron llorarle después. Toda esa tarde, y durante toda la noche, trabajaron sucesivas cuadrillas para limpiar el terreno, y así, a las veinticuatro horas de su muerte entre vómitos de sangre, pudo llegar la comitiva fúnebre a lo más alto y se celebró el sepelio. Mientras trabajaban en la madrugada arrancando hierbas y arbustos los amigos de Stevenson en ese apartado lugar del sur del Pacífico cantaban canciones que él mismo les había compuesto como regalo en días felices. Imposible imaginar mejor escritor ni más dignos lectores.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

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