Apocalipsis

En el pasado, y es una costumbre no desaparecida del todo, la explicación urgente de las grandes calamidades (terremotos, maremotos, erupciones volcánicas, pestes) estaba vinculada a las creencias religiosas. Cuando ocurría algo realmente terrible, algo que evidenciaba nuestra condición de cucarachas bípedas a merced de cualquier catástrofe que desestabiliza la delgada superficie del planeta que habitamos, un horror indescriptible e indomable que acababa en pocos minutos con miles de vidas y con el esfuerzo de generaciones, es que habíamos disgustado a la divinidad, y recibíamos un atroz, pero justo castigo a nuestros miserables desafueros. Temblad, pecadores, porque todo verdor perecerá. En los últimos años se ha popularizado una suerte de versión laica de esta purga inmisericorde. Los protagonistas conceptuales son otros, pero el sentido de un pecado irredimible es el mismo y, lo más asombroso, la fraseología utilizada también. Es la propia Tierra la que nos castiga en esta ocasión, y nuestro pecado es el cambio climático y, por supuesto, los pecadores somos todos, pero puestos a elegir un símbolo, un símbolo que en parte nos exculpe y nos convierta también en víctimas propiciatorias, el símbolo es la codicia, la estupidez, la infinita maldad del capitalismo.
Pero no hay ninguna relación causal demostrable entre el maremoto que ha destrozado el norte de Japón y la dinámica del cambio climático. Absolutamente ninguna. Sostenerlo resulta, por lo tanto, una mera cuestión fideísta, un crujir de dientes seudorreligioso, una liturgia de gemebundas o tronantes convicciones al margen del conocimiento científico actualmente disponible. No soy de los que niegan estúpidamente el cambio climático. Es uno de los problemas más graves a los que se enfrenta la especie humana en el siglo que nos ocupa y desespera. Pero el mismo espíritu crítico, el mismo rigor científico de las autoridades intelectuales más respetables, nos aconseja evitar los estúpidos y cejijuntos zafarranchos apocalípticos que ahora se escuchan. Y lo mismo, mal que nos pese, ocurre con las centrales nucleares. El maremoto que se abalanzó sobre Japón destrozó carreteras, vías férreas, puertos, centrales eléctricas convencionales, naves industriales, aeródromos, industrias metalúrgicas y químicas. En todos estos lugares murieron miles de personas. La central nuclear de Fukushima, en cambio, ha resistido sin colapsar un terremoto tremebundo y sus protocolos y dispositivos de seguridad han puesto a salvo a 200.000 personas en cuestión de horas. No digo que sea admirable. Pero merece una reflexión que vaya más allá del temblor y el temor.

Publicado el por Alfonso González Jerez en General 2 comentarios

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