Honoris causa

He leído que la Universidad de La Laguna ha acordado conceder el doctorado honoris causa a un señor que diseña zapatos muy caros y cuya madre era palmera: su único vínculo conocido con Canarias. Manuel Blahnik se marchó de La Palma siendo casi un niño y no volvió jamás, aunque gracias a las fincas de plátanos de la familia pudo estudiar o simular que estudiaba en Ginebra y en París. Una tarde de diciembre inolvidable y sin duda ya olvidada descubrí un par de manolos en el escaparate de una tienda neoyorquina: costaban 1.500 dólares. Lucían muy bonitos, es cierto, 1.500 dólares, lo suficiente  –pensé demagógicamente –para alimentar a un niño, vestirlo decentemente y mandarlo a comer en medio mundo en el que tal proyecto es imposible. ¿Qué diablos tiene que ver la Universidad lagunera con Blahnik? Absolutamente nada. Por no tener la Universidad de La Laguna ni siquiera tiene una Escuela de Diseño Industrial ni nada por el estilo, mientras sigue expectorando decenas de licenciados en Pintura todos los años, como fabrica anualmente cientos de abogados, pedagogos y maestros. Pero es que resulta absolutamente indiferente. La Universidad de La Laguna es la que quiere hacerse publicidad con el diseñador, porque el diseñador no necesita para orlar su prestigio mundial ningún pergamino de la Universidad lagunera, cuyo gobierno pretende intentar, incluso, modificar el reglamento de honores y distinciones, para que sea el propio Rectorado quien se basta y se sobre, sin la intervención de facultades o departamentos, para bendecir doctoralmente a quien se le antoje: minerólogos, astronautas, ingenieros de telecomunicaciones, físicos cuánticos, estrellas de televisión, cocineros, deshollinadores, grandes directivos empresariales. ¿A quién puede hacerle daño? Propongo que en el acto académico todos, del doctor Martinón para abajo, lleven taconazos. Con un poco de suerte podemos salir en algún programa de Tele 5.
A Domingo Pérez Miñik jamás lo propusieron como doctor honoris causa de la Universidad de La Laguna, ni a Pedro García Cabrera, ni a Luis Feria. Acaba de morir, con un modesto reflejo en los medios de comunicación, Juan Pedro Castañeda, novelista y poeta y, cuando pudo y quiso, un decidido y comprometido animador cultural, como demostró en esa admirable revista, Liminar, que dirigió Juan Manuel García Ramos, y en el Ateneo de La Laguna, y en varias revistas y suplementos locales. Castañeda, cuya formación universitaria fue científica, fue el autor de una obra exigente pero muy compartible, un prosista magnífico sin maquillajes ni afeites, un poeta cuya órbita recorrió solo y arriesgado y venturoso y terrible, un hombre que desafiaba a diario el dolor físico quizás para distraer su terrible dolor espiritual. Yo creo que al final consiguió cierta serenidad: “Diosa de la armonía, no permitas que se derrumben/ las veredas de mi juventud,/ ni que por ellas transcurra mi vejez./ Procura que en cada momento mi alma tenga la edad justa,/ que mi sangre fluya a la velocidad del siglo,/ y que mi espíritu continúe sin patria ni enemigos”.  No, ciertamente es normal: la Universidad de La Laguna tiene aun menos que ver con el escritor Juan Pedro Castañeda que con ningún zapatero prodigioso, Casteñeda, un escritor que solo gastó los zapatos para recorrer el mundo y volver a nombrarlo y mostrar su espanto, su ironía o su aceptación de una experiencia que nunca entendió, que no entendemos nunca, y que llamanos la  vida.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito 3 comentarios

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