franquismo

Domingo

Que vamos a hacer, Domingo, si primero están los directivos de federaciones deportivas que deambulan por pasillos judiciales y los exalcaldes a los que nadie votó, para los poetas, y singularmente para los poetas asesinados por los fascistas, siempre se pide paciencia, y hace ya más de año y medio los concejales de Sí se puede  presentaron – gracias a los dos, a su dignidad,  a su compromiso con nuestra verdadera historia – un expediente de honores y distinciones, pero ya ves, Domingo, para ti no hay prisas, para ti, en realidad, prisas no ha habido nunca, salvo la prisa que se dieron para matarte, matar a un hombre que adoraba la vida como hace siglos se adoraba al sol, por lo que acaricia y también por lo que quema, Domingo, para encarcelarte y asesinarte se dieron toda la prisa del mundo los golpistas de 1936 y sus cómplices con replanchada camisa azul y con alzacuellos grasientos,  y no te mataron con un puñado de balas, porque había que escarnecerte y aguijonear el pánico de los destinados a la muerte, así que te ataron un peso a los pies y te lanzaron por la borda de la prisión flotante al fondo de la bahía de Santa Cruz de Tenerife, donde las blancas pupilas de tu calavera se quedaron definitivamente abiertas entre algas y peces y restos de batallas heroicas y basuras inmemoriales y lechos cenagosos para siempre jamás.
Y la muerte, no es necesario que te lo cuente precisamente a ti, se prolongó gracias a la planificación de un largo, rencoroso, interminable silencio, un silencio apenas roto, una tímida luz fugaz, por una antología del otro Domingo, de tu amigo Pérez Minik, y más silencio encogiendo tu nombre, sepultando tu poesía, tu prosa y tu decencia elemental, solar e intuitiva, y hasta los años ochenta, casi medio siglo después, no pudiste tener un solo lector que te absolviera del olvido gracias al admirable trabajo de rescate de Andrés Sánchez Robayna. Este apabullante y nauseabundo escándalo, un poeta asesinado y cuyos últimos restos reposan en el mar por soberana voluntad del fascismo, un poeta silenciado y ninguneado durante décadas, debió ser reparado, por pura vergüenza, nada más recuperadas las libertades políticas, pero han pasado más de treinta años y todavía no hay tiempo para honrar tu memoria, agradecer tu poesía, reconocer humildemente tu compromiso vital y cívico en una ciudad idiota que, tantos años después, Domingo López Torres, tantos años después, en lo más profundo de su tierna y azufrada alma oligofrénica apenas ha cambiado.

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Superviviente

El periodismo es un oficio ingrato, si es que sigue siendo un oficio y no un automatismo verbal, un recipiente retórico diseñado para las relaciones públicas y progresivamente vaciado de cualquier significado, como democracia, soberanía, pueblo, Estado, opinión pública. Contemplen ustedes a ese joven que, una mañana de principios de los años sesenta, en una Santa Cruz  diminuta y casi a oscuras, se acercaba a la delegación del Ministerio de Información y Turismo, en la calle del Pilar, para que un funcionario de bigotitos le aprobara un artículo, tan joven y ya cansado de su propio miedo, modesto equilibrista del pánico cotidiano, un pánico que era una sintaxis obligatoria, periodista en agraz en medio de una dictadura feroz que ahora, según la Real Academia de la Historia, queda apenas como un régimen autoritario paternalmente dirigido por un noble militar, al que solo faltó ser alto y rubio como la cerveza. Ese mismo periodista joven fue requerido en alguna ocasión por el propio gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, y entonces el miedo se alarmaba y crecía como una herida que te doblaba la espalda, y el gobernador civil le explicaba, fumando un cigarrillo con boquilla marfileña, que cómo se le ocurría, don Gilberto, decir que se estaba vendiendo barras de pan de 100 gramos que solo pensaban 75 gramos, eso es un error, don Gilberto, y el error es la guarida de la confusión, y la confusión solo genera desconfianza y desorden, don Gilberto, y el periodista sabía que el repetido tratamiento deferencial era una burla, un pequeño eructo burlesco del gobernador sobre su cara pálida, vaya, vaya, pero no se confunda más ni confunda a la buena gente, don Gilberto, el error es disculpable si no se reincide en él, y la pequeña figura abandonaba el despacho y respiraba, de nuevo en la calle.
O pueden verlo quince años después, el periodista corriendo al aeropuerto con una pequeña maleta, porque lo habían amenazado de muerte en esta encantadora y recoleta ciudad, por independentista y socialista, volando para deslomarse a trabajar de nuevo en Venezuela, de la regresó para partir de nuevo de la nada con cincuenta tacos a las espaldas y una familia que fue la tribu de un dios menor, atrabilario e indulgente: su refugio final.
Gilberto Alemán fue un magnífico periodista cuya dimensión profesional no cabe, simplemente, en el tramo final en el que se convirtió en el zahorí literario y fotográfico de una nostalgia melancólica e impura. Hizo muchas cosas, se agotó en muchos frentes, sirvió a la noticia y nunca se sirvió de ella, y sobre todo sobrevivió al periodismo: poquísimos periodistas pueden decir lo mismo, maestro.

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