Mariano Rajoy

La venganza de Rajoy

La ambigüa pero persistente popularidad de Mariano Rajoy brilla como un misterio indescifrable. Después de 35 años de carrera política Rajoy volvió a la vida civil (es un decir) exactamente como entró: como un señor anodino. Antes fue un joven anodino, un adolescente aburrido y un niño indistinguible. No ha cambiado jamás. Su única modificación ocurrió cuando se dejó barba, después de un accidente de tráfico que algún hagiógrafo describió como casi mortal, aunque no fue para tanto. Después, al año de licenciarse en Derecho, con 23 tacos, se sacó unas oposiciones para registrador de la propiedad. Desde la diputación provincial de Pontevedra a la Presidencia del Gobierno: una carrera lenta pero imparable, sin angustias aparentes pero rectilínea. Su verdadero protector,  José Manuel Romay Beccaría, subsecretario de Presidencia con Arias Navarro y mucho después ministro de Sanidad de José María Aznar, le dio el primero de los dos únicos consejos que solicitó en su vida: “Nunca tengas prisas pero jamás te quedes atrás: hazte conveniente pero no imprescindible”. El segundo se lo brindó Manuel Fraga, con el que jamás tuvo demasiado feeling: “Cásese usted, porque tiene que casarse ya”. Casarse. Lo hizo. Fue la última decisión íntima que tomó Rajoy.

Suele decirse que Pedro Sánchez es antipático. Y lo es. Su hosquedad tiene unas raíces muy evidentes: la soberbia, la petulancia, la jactancia del ganador surgido de las cenizas de un fracaso que cantó como un coro griego toda la vieja dirección del PSOE. Su antecesor parece otra cosa y, sin embargo, conviene no llevarse a engaño. Rajoy jamás ha sido una persona afectuosa. Su código gestual no es el de la proximidad empática sino el de un aislamiento frío, aunque educado. A veces simula despiste, pero en realidad es indiferencia. Rajoy resulta también la culminación de un esfuerzo de décadas de autocontención de alguien con miedo al ridículo y agudamente consciente de sus limitaciones físicas, culturales, morales. Si no es un gran lector no es por una inteligencia insuficiente, sino por una radical falta de curiosidad.

Pero sobre todo, y es lo más sorprendente, Mariano Rajoy fue presidente del Gobierno español en una etapa terrible: los prolegómenos del apocalipsis cotidiano que vivimos hoy como almas en un purgatorio del que ya no saldremos jamás. Recortó furiosamente cuanto Bruselas mando recortar tras la crisis de 2008 y los primeros hachazos de Rodríguez Zapatero. Ofreció ruedas de prensa por televisión por puro terror al burbujeante  pantano de corrupción que destapó el tesorero del PP Luis Bárcenas. Toleró la vivificación de cloacas policiales que todavía hieden. Hizo el imbécil pero sobre todo el vago mientras crecía la deriva independentista catalana. Fracasó en todas sus reformas legislativas. Ni siquiera se quedó en el Congreso de los Diputados mientras se debatía la moción de censura que acabaría con su presidencia. Se marchó a un restaurante a primera hora de la tarde y no salió del establecimiento hasta cerca de medianoche, harto de mariscos y soledades y ministros y ligeramente achispado.

      Ahora la gente vuelve a divertirse con las paparruchadas que dicta o escribe sobre el Mundial de Fútbol y que presentan como crónicas en El Debate. Para los ingenuos: les aseguro que Rajoy escribe mejor. Invariablemente leía sus discursos, en efecto, pero los escribía él. Y se notaba. No escribía ni discurseaba para seducir sino, como siempre, para escabullirse como un hombre quizás no imprescindible, pero sí conveniente. A los enemigos solo ironías encorbatadas.  Mariano Rajoy, sin duda estupefacto al descubrir que hace tanta gracia,  dicta esas pendejadas escolares como una pequeña, dulce venganza. Su burlesca venganza contra nosotros. Los que le obligamos a ser Rajoy para que pudiera llegar a ser Rajoy. Y seguro que se divierte muchísimo. O no. Da igual. Con Rajoy todo da igual. 

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Núñez Feijóo, un anacronismo

No sé qué esperaban los analistas políticos de la entronización de Alberto Núñez Feijóo en el empíreo del Partido Popular. Los analistas siempre pretenden que les resuelvan la vida y el señor Núñez Feijóo no se las va a resolver, ni a los analistas ni a nosotros. Lo que representa básicamente son las virtudes del continuismo, la grisura, la contención y una despiadada paciencia. Hay algo anacrónico en esta exaltación. Como si debiera haber ocurrido hace tres años y lo de Pablo Casado – básicamente un personaje hamletiano que confiaba en la juventud como si fuera un valor político – hubiera supuesto un confuso paréntesis, tan anodino como incómodo y a veces patético. Lo que propone Núñez Feijóo es volver a lo seguro. Está muy bien, pero es que ese lugar ya no existe. Lo seguro, para el PSOE, era rechazar gobernar con comunistas y afines, pero es que ya no era capaz de movilizar electoralmente a una mayoría lo suficientemente amplia, y Pedro Sánchez dio un pasito hacia el abismo, y después otro, y después una zancada. Ese es ahora el lugar al que pueden aspirar socialdemócratas y conservadores: un poste donde colgarse con la máxima lentitud posible al borde del abismo.

Nada de combate cultural ni otras volvoretas de la xente da cidade. De Mariano Rajoy existe constancia documental de que leía el Marca, Núñez Feijóo, ni eso siquiera. Lo del combate cultural se le antoja, a buen seguro, un exceso. Seguro que piensa que ha sacado tres mayorías absolutas en Galicia sin necesidad de referirse a la colonización del espacio público por ideologías de izquierda o al rearme ideológico imprescindible de la derecha española. Lo que hace Vox, precisamente, es una burda versión de esa batalla cultural que, más planificada e ilustradamente, proponía  e intentó poner en marcha Cayetana Álvarez de Toledo, fugaz portavoz en el Congreso de los Diputados. Aunque parezca delirante, el nuevo patrón del PP cree que bastará de nuevo ese crédito que se han inventados ellos mismos sobre su portentosamente eficaz capacidad de gestión para ganar  las próximas elecciones. Al PP le ocurre lo mismo (pero peor) que a muchas derechas europeas: se ha descapitalizado ideológicamente y no ofrece ningún proyecto de país, ninguna reforma convincente del pacto social, ninguna reformulación de la democracia representativa, ninguna apología de valores concretos para una convivencia compleja y plural como la que caracteriza a las sociedades contemporáneas.

Idolatría constitucionalista y piel de gallina es lo que ofreció en su discurso el señor Núñez Feijóo. “Somos el partido más constitucionalista”, proclamó el flamante presidente, sin enseñar, sin embargo, el constitucionalistódromo que le permitía pronunciar semejante afirmación. Y su definición dermatológica del patriotismo, que no es otra cosa que los pelos que se te ponen de punta al escuchar el himno nacional. Imagino que si eres lampiño estás destinado a ser un facineroso, simpatizante de ETA o separatista catalán. Como se trata de aguantar – aguantar hasta que el PSOE pierda más diputados que el PP, esperar que Santiago Abascal sea descubierto en la bañera con un libro de Michel Foucault y Vox se desmorone – Núñez Feijóo tampoco ha arriesgado nada. Incluso como secretaria general ha designado a Cuca Gamarra, la sucesora en la portavocía en la Cámara Baja de Álvarez de Toledo, compañera que gozaba de toda la confianza de Pablo Casado, y casadista entusiasta, en efecto, hasta que su líder se tambaleó ligeramente, momento que eligió para dejarle tirado como un chicle en la acera. Ha puesto a gallegos y andaluces como círculo de poder y mostrado a Díaz Ayuso que, de momento, nada más que presidenta de la Comunidad de Madrid. Es la penúltima reencarnación del PP y han decidido regresar con una estrategia, un discurso y un relato para una España que ya no existe. 

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Gárgaras de orina

La situación en el PP ha llegado a tal degradación que escuchas a Mariano Rajoy y parece que haya hecho a primera hora de la mañana gárgaras de orina para enfrentarse a la rueda de prensa. Si existiera alguna duda de la imperiosa necesidad de que desaparezca de la vida política basta con el cúmulo de insensatas mamarrachadas que regurgitó en la mañana de ayer sería suficiente. A partir de cierto momento en cinismo no es una trinchera, sino una pocilga. Ya no hay nada tras lo que esconderse y Rajoy, en esa espantosa comparecencia, intentaba todavía esconderse tras bultos imaginarios. El PP no son docena y media de condenados por sentencia judicial, pongo por ejemplo de excusa fantasmagórica. ¿Quizás estima el presidente que hasta el 51% de los militantes de su partido no hayan sido procesados y condenados no puede empezar a reconocerse cierto problema en lontananza? Y la sentencia no es firme, como si la hubiera emitido un juzgado de primera instancia y no la Audiencia Nacional. Y no hay ningún ministro afectado, aunque casi todos los ministros del primer gobierno del Partido Popular estén procesados o investigados judicialmente. Y eso es más o menos todo, porque, obviamente, Rajoy no se va a centrar en que el PP ha sido condenado como partícipe a título lucrativo de la trama de corrupción de Gürtel. Es decir, que la organización política que lidera se benefició financieramente de las trapisondas de los políticos corruptos. Un paréntesis: el PP es muy caro. Y no exclusivamente por las razones que convierten en organizaciones onerosas a los grandes partidos de gobierno de Europa. El PP también es caro porque abona salarios, complementos y gratificaciones asombrosas a su cúpula directiva. En el año 2011 Rajoy era el presidente del grupo parlamentario del PP en el Congreso de los Diputados. Entre pitos y flautas cobraba unos 5.000 euros netos mensuales: un magnífico salario.  En ese mismo 2011 el PP le abonó 200.000 euros por su sacrificada labor de presidente del Partido Popular. De hecho, y según sus declaraciones de la renta, el presidente Rajoy recibió alrededor de un millón de euros en el plazo de sus nueve primeros años al frente del partido, al margen de los sueldos públicos que devengara. Su patrimonio aumentó un 43,7% entre 2003 y 2007. Muchos otros dirigentes, la mayoría procedentes del aznarato, cobraron sobresueldos y complementos altísimos. Escalar en la jerarquía del PP tenía un aliciente automático: podrías cobrar mucha pasta. Y sin salir (o entrar) en el despacho. Un curioso sistema de incentivos cuyos creadores eran directamente sus beneficiarios y que exigía unas finanzas bien saneadas. Las que tutelaba Luis Bárcenas, del quien pese a sus problemas judiciales, nadie sospechó jamás nada, y menos que nadie, Rajoy, que después de su caída en desgracia ejerció de coach a través del wasap.
El PP no puede aguantar más tiempo y España no puede aguantar más con el PP vaciando sus intestinos en los despachos y los decretos. El día anterior a la sentencia consiguió que se aprobara su proyecto de presupuestos generales para 2018, con el que Rajoy pensaba tirar hasta la primavera de 2020 o, al menos, hasta inmediatamente después de celebrados los comicios autonómicos y locales del próximo año. Ya le será imposible. Con su miserable escapismo, con su desdeñoso y ausente encanallamiento, Rajoy y sus colaboradores van a conseguir implosionar al partido y arrastrarlo a la irrelevancia electoral en medio de la peor crisis política, institucional y territorial que vive España en los últimos cuarenta años. Esta camarilla solo entiende la democracia si legitima su poder y solo siente la patria cuando palpan sus carteras.

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Donaldismo puro

Donald Trump no debe preocuparse por diseñar ninguna estrategia en la batalla electoral hacia la Casa Blanca. Debe contentar a su hinchada y punto. Como su hinchada está compuesta por white trash, por clases medias arruinadas, por los exterminados por hipotecas delirantes, por subempleados que cobran por horas y fanáticos religiosos, gana siempre al insultar, al agredir, al despreciar groseramente c cualquier político, cualquier partido, cualquier programa y medida. Un millonario falsamente antiestablishment que quiere y consigue canalizar la indignación y el resentimiento contra las élites políticas del país. Pero esto es una interpretación. Trump no necesita ninguna. Trump no necesita argumentos ni datos. Trump usa el lenguaje ignorándolo. La realidad es insignificante. Incluso la realidad verbal. Trump miente con desparpajo y ridiculizando al que no lo hace. Sí, soy un cerdo, pero un cerdo como ustedes, yo soy su cerdo, queridos compatriotas indignados.  Para esto no es menester delicadezas. Repite, simplemente, lo que quieras decir, y niega si es imprescindible lo que has dicho. Este podría ser el ejemplo de una conversación con una donaldista:
— Todos ustedes, los que quieren que Trump se estrelle en el curso de esta campaña, son unos hijos de puta.
–¿Cómo díce? Nos está llamando hijos de puta?
— ¿Yo? Para nada.
— Pero si lo ha hecho. Hace medio minuto. Hijos de puta.
–No, yo no he dicho eso. He dicho que parece que usted esté ansioso porque se lo llamen para continuar con su exhibición de víctima desdichada…
— ¿Víctima desgraciada? Le voy a…
— Y además violento. ¿Se dan cuenta por qué debemos armar más y mejor a nuestra policía?
Trump es el adelantado, por supuesto, pero toda la praxis política y lectoral en los últimos treinta años lo han venido preparando en unas democracias parlamentarias cada vez más exhaustas. Cuando José Manuel Soria brinda explicaciones que no son explicaciones sobre su implicación en los papeles de Panamá, cuando no se puede entender el frondoso galimatías de prohombres y promujeres de CC para explicar la moción de censura en Granadilla  de Abona, cuando los opinólogos señalan que Mariano Rajoy se cree y no se cree a la vez sus propias necedades tartamudeantes se hace obvio que la doctrina Trump – despreciar la lengua como paso previo para despreciar a los ciudadanos con su pleno consentimiento – ha llegado para quedarse. Para quedarse como una bomba lapa incrustrada en el mismo corazón del idioma a fin de aniquilarlo y la verdad y la mentira sean intercambiables. ¿Qué algo no viene a cuento? Mejor, mucho mejor. Ayer estaba Noemí Santana estrangulando la lengua española desde su escaño e intentando, con poco éxito, alcanzar algún orden sintáctico comprensible. Encontró la doctrina Trum y procuró ligar a Clavijo y su gobierno con el caso Las Teresitas. Por supuesto el presidente se tomó la molestia de señalar que ni él ni su equipo tenían nada que ver con eso. Pura irrelevancia. Santana, embarcada en un monólogo al que los argumentos del otro se la pelan,  se arremangó como cristo antes de subir a la Cruz y le espetó sin más: “¿Usted vino aquí a hacer política o a hacer negocios?”.
Donaldismo puro.

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Tomar nota

Que dice el Timonel de la Dulce Sonrisa que Podemos “tomará nota” de los dirigentes regionales del PSOE que apoyen o respalden una eventual abstención de los socialista en el segundo intento de investidura de Mariano Rajoy.  Aunque Pablo Iglesias no fue mucho más concreto, probablemente, no necesitaba serlo. Está a punto de comenzar  — si Rajoy logra ser investido finalmente – la labor de oposición a la oposición que los dirigentes de Podemos creen necesaria para que culmine la pulverización del PSOE. Lo más gracioso es que la amenaza poco velada de Iglesias, que se refería implícitamente a los gobiernos autonómicos y locales en los que Podemos permite que gestionen los socialistas, es una contradicción muy estúpida, porque si Podemos da la espalda a los socialistas, en dichos ayuntamientos y comunidades autonómicas pasaría a gobernar el Partido Popular. Es decir, que Pablo Iglesias, para castigar a los malignos barones socialistas por permitir gobernar al PP, está dispuesto a aumentar el poder territorial del PP.
Por el momento, nadie en el PSOE ha anunciado que tomará nota de la actitud de Podemos en el Congreso de los Diputados ni ha amenazado (por ejemplo) con retirar el apoyo de los concejales socialistas en los ayuntamientos de Madrid o Barcelona, donde son imprescindibles para mantener las mayorías que sustentan, respectivamente, a los gobiernos de Manuela Carmena – su plataforma obtuvo el año pasado solo 20 de los 57 concejales — y Ada Colau – logró apenas 11 de 41 ediles en disputa. Y no lo ha hecho – por no mencionar el sentido común – porque nadie toma notas en el Congreso de los Diputados para basar las políticas de alianza en las corporaciones locales y las comunidades autonómicas. Apuesto que el señor Iglesias tampoco. Pero necesita interpretar el papel de fiscal extraordinario de la izquierda patria para repartir por enésima vez los carnets de decencia e indecencia política.
Lo que realmente es indecente es afirmar con ruin desparpajo que numerosos diputados socialistas – por no mencionar a dirigentes regionales y cargos orgánicos – conspiran activamente para que el PP se mantenga en el Gobierno. ¿Qué saldrían ganando en semejante operación? ¿Entrarían todos antes de fin de año en el consejo de administración de Endesa?  El PP ha ganado las elecciones por segunda vez consecutiva y unos nuevos comicios, muy probablemente, ampliarían esa ventaja. Es imposible construir una mayoría alternativa sólida y verosímil. Rajoy y los suyos no disponen de mayoría absoluta y no podrán gobernar como antes. Un líder verdaderamente preocupado por deshacer las contrarreformas de la brutal derecha española y suavizar el trance que nos depara Bruselas estaría ya negociando una estrategia parlamentaria común con el PSOE y otras fuerzas de izquierdas. No amenazando. No tomando nota. No pensando únicamente en su coleta.

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