Parlamento de Canarias

El factor Vox

Algunas encuestas electorales publicadas en las últimas semanas anuncian que Vox podría entrar en esta ocasión en el Parlamento de Canarias con dos diputados. En absoluto se me antoja un pronóstico seguro, pero resulta bastante probable. Y no debe entenderse que esta pequeña representación –si se produce – se quede en una anécdota. Puede afectar centralmente a lo que ocurra en el gobierno de la Comunidad autónomo en los próximos años.

Los que más serio se han tomado los dos hipotéticos diputados ultraderechistas son algunos dirigentes y cargos públicos del PP canario. Se debe insistir en lo de algunos, porque otros sufren sarpullidos solo de pensarlo. Para los dirigentes conservadores a los que pone cachondos los fachas en nuestro parlamento la entrada de Vox representa una oportunidad. Piensan que la mayoría absoluta quedaría fijada en 34, no en 36 diputados, porque Vox votaría furibundamente en contra del PSOE en cualquier caso, pero podría abstenerse para facilitar un Gobierno presidido por Manuel Domínguez y apoyado por Coalición Canaria. La desactivación de la alarma conceptual se basa, según estos genios, en insistir que ese gobierno no sería votado favorablemente por Vox, porque la muy ultraderechona se limitaría a abstenerse. Obviamente es una estropajosa falsedad, siquiera porque en este escenario Vox no se limitaría a abstenerse en una sesión de investidura. Dotado de solo 34 escaños, el gobierno fantasmagórico con el que sueñan durante la siesta muchos dominguistas – y no sé si el propio Domínguez — estaría condenado a negociar con los fachas todo, y para empezar, los presupuestos generales de cada año.  Si es asombroso que en el PP de Canarias se admitiera ese enjuague, servidor no puede ni quiere creerse que Coalición Canaria – una fuerza que se define como nacionalista, autonomista y reformista en sus estatutos – entrara en una componenda tan infecta como esa, en la que la estabilidad gubernamental dependería de un partido que tiene como horizonte programático una feroz recentralización política del país y el fin del sistema autonómico. Si finalmente Voz obtiene esos dos diputados se corre el riesgo de que bloqueen la formación de una mayoría parlamentaria suficiente a un lado y a otro, obteniendo la ultraderecha un protagonismo mediático extraordinario: ya solo con esa les hubiera valido la pena presentarse. Según dispone el Estatuto de Autonomía de Canarias el presidente del Gobierno puede disolver la Cámara y convocar elecciones anticipadas, pero no antes de un cumplirse un año de las comicios.  Si se cumpliera esta repugnante calamidad, es decir, que los ultraderechistas de Santiago Abascal pudieran bloquear una investidura, la única salida razonable conduciría un pacto entre dos grandes fuerzas políticas, que dado el contexto político canario, no podrían ser otras que el PSOE y Coalición Canaria. O durante un año – hasta que fuera legalmente posible convocar nuevas elecciones – o durante toda la legislatura.

Me parece superfluo contar aquí lo que han hecho en el Congreso los diputados de Vox elegidos en Canarias hace casi tres años y medio. Esencialmente nada. A Vox Canarias le importa un rábano y lo ha demostrado repetidamente elección tras elección, visita payasesca tras visita payasesca de sus dirigentes a las islas, donde carecen de estructura organizativa y no pueden presumir ni de un concejal. Si consigue representación parlamentaria no se la habrá ganado. Pero lo que sí deben considerar aquellos que fantaseen con llegar a acuerdos con la ultraderecha es que serán estigmatizados como cómplices de un delito político de lesa canariedad. Uno es simplemente un meatintas que escribe columnas volanderas pero me he juramentado en convertir en enemigo personal e intransferible a cualquiera que les baile el agua a estos aprendices de fascistas. Dicho queda.  

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Cultura para todos

Mediada la mañana en el pleno parlamentario se hizo carne mortal el viceconsejero de Cultura del Gobierno autónomo,  Juan Márquez, que entró en la tribuna de invitados acompañado de una marabunta de cargos públicos, colaboradores, asesores más o menos áulicos y dos o tres empresarios que se enriquecieron en su día con Coalición Canaria en el poder y que ahora y en el futuro quieren poder embostarse después de que les sean perdonados sus pecados de lustros anteriores. El motivo de tan ilustre comitiva era la votación del dictamen de la propuesta de ley del Sistema Público de Cultura en Canarias que todas sus señorías interpretaron, en un escenario conceptual e intelectual de cartón piedra, como testigos entusiastas de un momento histórico excepcional.

Un servidor invita encarecidamente a su veintena de lectores que consulten el dictamen de la Comisión de Educación y Cultura sobre la ley engendrada por Márquez y su equipo de luminarias  y más enriquecida  que Elon Musk– según afirmaron todos los portavoces parlamentarios—por corporaciones públicas y entidades privadas. El comienzo del texto es de una claridad deslumbrante: “La cultura es uno de los grandes conceptos (sic) que mueven el Estado democrático y de derecho contemporáneo (sic) hasta el punto de haber sido propuesta (sic) como el cuarto elemento del Estado que habría que sumar a los tres tradicionales de poder, población y territorio (sic)”.  Es un asunto menor, lo entiendo, pero, de verdad, ¿de qué edición del Petit Larouse extrajeron los redactores la definición de Estado contemporáneo?  Toda la exposición de motivos es una exhibición de ignorancia petulante y mamarrachesca desarrollada en una prosa parapléjica. No obstante debe reconocerse que esta introducción no desdice el contenido real de una ley a la vez principista e invasiva y obsesionada por el control político- administrativo de la creación cultural, una ley innecesaria y burocratizante que además define y limita la estrategia de las políticas culturales que se impulsen en Canarias bajo premisas o demasiado obvias o demasiado discutibles. Por supuesto que un engendro reglamentista de esta naturaleza, cuya voluntad dirigista es indisimulable,  culmina con la creación de dos nuevos órganos cavernosos: la Comisión de Coordinación del sistema público de cultura de Canarias y el Consejo Canario de Cultura, torre babélica en la que estarán representados todos los sectores, todas las artes y oficios, todas las sensibilidades y ambiciones y los sindicatos y los empresarios y la suegra del lector de esta columna si ha leído Mararía o se despista un poco.

Lo más penoso fue escuchar las encomiásticas majaderías de los diputados. Uno de ellos se congratuló casi hasta las lágrimas porque la nueva ley garantizaba el acceso a la cultura como un derecho, como si no lo hicieran ya la Constitución española y el Estatuto de Autonomía. Otro graznó que la ley blindaba un presupuesto creciente para las políticas culturas públicas, cuando no existe ninguna normativa en el ordenamiento jurídico español o internacional con semejante fuerza demiúrgica. Tampoco resulta necesaria una ley autonómica para la coordinación de las administraciones públicas en materia cultural y patrimonial. Es más flexible, más práctico, más eficiente llegar a acuerdos consorciales, periódicos y siempre revisables, que estar sujetos al cumplimiento de una ley que va a entorpecer con más expedientes y comisiones y reuniones y memorandos la colaboración interadministrativa. Nada de esto impidió, por supuesto, que el voto favorable a la ley fuera unánime y que puestos en pie sus señorías aplaudieran a Márquez como cierta familia de mamíferos marinos suelen hacer en los espectáculos del Loro Parque. Entre los diputados me fijé en un anciano que ya no repetirá en la Cámara pero que a cambio de insistir  consiguió el respaldo de los suyos al proyecto de ley.  Desde la Viceconsejería de Cultura le han prometido que será el primer presidente del Consejo Canario de Cultura. También el echadero es toda una cultura.     

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Consenso y democracia

Unos humoristas que trabajan, al parecer, en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en colaboración con algunos colegas muy chistosos de la Universidad Pablo de Olavide y de la Universidad de Burgos ha concluido en un estudio titulado  Consenso que el Parlamento de Canarias es “líder nacional en consenso, acuerdo y diálogo”. Para llegar a esta muy sorprendente tesis los humoristas se han basado en un curioso método: medir la proporción de votos afirmativos y abstenciones en todas las iniciativas legislativas de los parlamentos autonómicos entre 1980 y 2021 sobre el total de los votos emitidos por término medio por cada ley. Gracias a tan rumbosa ecuación el Parlamento canario puede presumir de una capacidad de diálogo y consenso que lo sitúan entre la Atenas de Pericles y la Cámara de los Comunes en 1940 aproximadamente.  El presidente de la Cámara regional, Gustavo Matos, no ha podido no emocionarse y sobre todo, no ha conseguido evitar referirse a los últimos tres años, que coinciden sin duda casualmente con su mandato, para describirlos como un periodo “en el que priman la negociación y el acuerdo gracias al trabajo y el compromiso de diputados y diputadas”.

Que un Ministerio sufrague paparruchadas como esta no es especialmente escandaloso, que nos lo lleguemos a tomar en serio se me antoja ya más preocupante. El consenso no es el objetivo estratégico legitimador de una democracia representativa, aunque se suela caracterizar  a las democracias parlamentarias como regímenes consensuales. La democracia parlamentaria necesita el acuerdo para trenzar mayorías y aprobar leyes, y fabrica por sí sola un fuerte consenso simbólico alrededor de un conjunto de valores políticos y cívicos que le conceden sentido y pertinencia. Pero el consenso no es –ni puede ni debe — ser universal. La salud democrática de un país no es más inequívoca cuanto mayor sea el acuerdo entre los representantes del pueblo. El disenso es igualmente un valor democrático irrenunciable, y sin disenso tampoco puede hablarse de democracia. Es precisamente en la tensión entre consenso y el disenso en la que se constituye y renueva la democracia representativa diariamente. Ambos son imprescindibles, en una suerte de diálogo ondulante, desigual, a menudo insatisfactorio, para fortalecer las libertades, reconocer y potenciar el pluralismo, impulsar los procesos de democratización. Orillar el disenso te impide evaluar analíticamente la calidad democrática de un sistema político. Es simplemente trampear la realidad. En el estudio de marras capitaneado por la UNED solo registran un parlamento autónomo con mayor consenso que Canarias según los humoristas: el de Cataluña. Precisamente el de Cataluña.

Respecto a la actual legislatura autonómica no es el consenso, precisamente, lo que ha primado en los últimos tres años. Canarias ha vivido una crisis social y económica singularmente dura a causa de la pandemia del covid, que congeló el turismo y los subsectores anexos, su motor económico más potente. Luego llegó la catástrofe volcánica en La Palma. Los partidos firmaron, en efecto, un intento de consenso, el Plan Reactiva Canarias, pero ese acuerdo no se ha trasladado de facto a la dinámica parlamentaria. Lo mismo ocurre – en medio de una situación estructuralmente muy frágil todavía – con el mismo seguimiento de la pandemia, con la política agraria y ganadera, con la estrategia fiscal o los grandes proyectos de inversión que nunca llegan. En una situación excepcional los grandes acuerdos no llegan ni se les espera ya cuando falta menos de un año para las próximas elecciones. Ni el Gobierno, ni los partidos, ni el Parlamento ha estado a la altura. Pero es al primer agende a quien le corresponde la máxima responsabilidad. Viven encapsulados en una propaganda incesante y el único consenso que practican es consigo mismos.

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Sillones y democracia

¿Lo de la renovación de los sillones del salón de pleno del Parlamento? Sencillamente me importa un bledo. La renovación va a salir por unos 105.000 euros, pero estoy seguro que el mobiliario contratado llegará, mientras que de los cuatro millones gastados al borde de la ilegalidad para comprar mascarillas quirúrgicas durante la pandemia no veremos jamás un duro (ya está descartado, desde luego, que se reciba una puñetera mascarilla) y aquí no ha pasado ni previsiblemente pasará nada. Al personal le entusiasma inmoderadamente que los órganos de gobierno parlamentario se gasten partidas en comprar cafeteras, croquetas, agua mineral, teléfonos móviles o sillones porque son una sabrosa ocasión, sencilla y directa, para cabrearse con nuestras élites políticas. Pero los problemas de la gobernanza en Canarias, y de la política parlamentaria en particular, son otros, más graves y que, a la corta o a la larga, nos salen democráticamente y a veces económicamente más caros.

Por ejemplo, que sea un caballero, Casimiro Curbelo, quien decida quien gobierna la Comunidad autónoma. Lo decidió la pasada legislatura (y el beneficiario por CC) y lo decidió en esta (en la que lo fue el PSOE). La reforma electoral de 2018, que renovaría tantas cosas según las cursiladas técnicas más estilosas, nos ha devuelto a la etapa anterior a 1996, cuando alguno o varios de los pequeños partidos marcaban el devenir político regional. Como el señor Curbelo quería grupo parlamentario propio puso como condición poder formarlo con solo tres diputados, y se reformó instantáneamente el reglamento de la Cámara para satisfacerlo. Espero, con cierto escepticismo, que la extensa y densa lista de concesiones y regalías a Curbelo y sus mariachis se conozca algún día. Representa una anomalía democrática. Casimiro Curbelo es el elefante en el salón de plenos que nadie quiere ver pero que todos anhelan acariciarle la trompa.

El uso y abuso fraudulento del reglamento parlamentario, las inexcusables dilaciones para facilitar documentación, la práctica cada vez más habitual de no responder a las preguntas de la oposición y en el mejor de los casos sustituir las respuestas por circunloquios entre cínicos y majaderos o la costumbre de utilizar el parlamento como seguro electoral a todo riesgo, simultaneando candidaturas y a veces cargos – alcaldes, presidentes de cabildo – forman parte de la patología de la política canaria, y si no obsérvese el trabajo parlamentario (prácticamente nulo) de una presidenta del cabildo y una exalcaldesa y concejal que simultanean sus responsabilidades locales con el escaño. También ocurre con alcaldes socialistas, coalicioneros y conservadores. Por supuesto esto socava la calidad parlamentaria y empobrece el debate democrático. Especialmente cuando están ahí simplemente para cobrar.  Esta práctica es  –también – una forma respetable de corrupción política y sale mucho más cara que setenta sillones nuevecitos y relucientes.

No conviene olvidar los recursos asignados a los grupos parlamentarios. Siempre se habla de los sueldos y dietas de sus señorías y muy rara vez de la morterada que se llevan los grupos parlamentarios anualmente y que asciende a muchos cientos de miles de euros. Lo más asombroso es que todavía hoy esos gastos son fiscalmente opacos. Los grupos parlamentarios no deben dar cuenta a nadie por la gestión de sus asignaciones, es decir, pueden gastar las perritas en lo que se les antoje, sin mayor preocupación o compromiso de transparencia.

 Así que no me hablen de la renovación de los sillones donde ponen sus honorables nalgas los diputados y diputadas que, por cierto, son los mismos desde finales de los años ochenta. Desde un punto de vista institucional, democrático y financiero debería preocuparnos bastante más nuestro culo que el de sus señorías. Los sillones se renuevan fácilmente: basta con firmar una factura. El sistema de la democracia parlamentaria no. 

 

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Celebraciones batetianas

Uno puede suponer que si el acto institucional de esta semana en el Parlamento de Canarias tuvo como protagonista a Meritxell Batet, presidenta del Congreso de los Diputados, fue por su calidad de tercera autoridad del Estado después del rey y el presidente del gobierno. Pero no deja de resultar ligeramente chocante. Al parecer no somos lo suficientemente autónomos para celebrar sin el concurso de invitados ilustres los cuarenta años de autonomía. Bajo los ringorrangos presidenciales tal vez se nos olvide que hubiera sido más pertinente – sin duda más interesante –invitar a estos fastos a representantes de las asambleas de las regiones ultraperiféricas, tan olvidadas, por cierto, por el actual Ejecutivo regional. Las RUP son el espacio fundacional de una diplomacia canaria posible y, sin embargo, en los últimos años, y muy especialmente desde 2019, se ha arrinconado cualquier intento de ejercer un liderazgo (ciertamente arduo y complejo) entre las regiones ultraperiféricas de la UE. A nuestros presidentes se esfuerzan mucho liderar sus propios partidos y fracasan invariablemente en el liderazgo social; admito que cuesta imaginarlos encabezando un grupo de comunidades  y regiones de otros Estados. En todo caso debería ser un punto irrenunciable de cualquier agenda política canaria más o menos rigurosa en los próximos cuarenta años.

Como en obvio, la señora Batet no tiene mayor idea del desarrollo autonómico de nuestras agonías macaronésicas. La presidenta centró su intervención en denunciar los riesgos de una crispación política que en Canarias, para bien y para mal, no existe. Aquí, como mucho, se masculla entre la irritación y el cansancio, y José Miguel Barragán, por ejemplo, actúa con un nivel de institucionalidad tan responsable y acorbatado con pañuelo a juego que ya le hubiera gustado a don Práxedes Mateo Sagasta. Si alguna fuerza polariza en Canarias con muy disciplinado entusiasmo es el PSOE, cuyos argumentos contra las críticas y propuestas de la oposición se nutren invariablemente de razones y caricaturas ideológicas: la derecha española, la derecha canaria, las derechas unidas, las derechas egoístas, insolidarias, mezquinas, ruines, que ya no volverán. Crispa más su señoría Iñaki Lavandera en diez minutos que los portavoces de CC o del PP en diez meses. Por no existir no siquiera Vox tiene representación (todavía) en la Cámara regional y Podemos está integrado en el Gobierno con una consejería que se ha ocupado en descabalar concienzudamente Noemi Santana. Me pareció realmente hermoso que los diputados podemitas, por cierto, se ausentaran durante el discurso de Batet por lo del escaño que fuera de Alberto Rodríguez, ese escaño que no han ocupado y que se cubre de polvo como la estancia cerrada de una querida  bisabuela muerta, curiosa nostalgia por la que se estuvo a punto de perder la votación sobre la reforma laboral. En el fondo es una excusa como cualquier otra para ahorrarse el tostón de la ceremonia.

 La presidenta Batet también abundó en ese diminuto mito: las indescriptibles ansias de autonomía de los isleños llevaron inevitablemente a negociar el Estatuto aprobado en 1982 y a las elecciones del año siguiente. Es una suerte de hijuela del mito de la Santa Transición, que más o menos reza lo mismo. Pues no. El Estatuto de Autonomía fue el fruto de negociaciones desiguales y completamente opacas entre las élites de los partidos políticos  –fundamentalmente el PSOE, la UCD y Alianza Popular – que conocían perfectamente los límites tolerables para sus direcciones nacionales. El texto estatutario fue aprobado mediante la ley orgánica 10/82. Fue un buen día, sin duda, para el comienzo del autogobierno, la cohesión territorial y la convivencia política democrática en Canarias. Pero en ningún caso  el resultado de una demanda popular. En fin, tampoco el discurso de Batet duró demasiado. Acabó pronto y se fueran a chascar celebratoriamente a un club exclusivo en la más exclusiva zona residencial de Santa Cruz de Tenerife.  

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