Periodismo

Periodismo pichulita

Una pregunta: ¿el periodismo puede hablar de cualquier cosa? Parece obvio. Existe un axioma del oficio que le he oído a Vázquez Montalbán, a Jorge Lanata o a Indro Montanelli: “No existen géneros pequeños, sino periodistas pequeños”.  Es muy plausible. Pero, ¿y cuando el periodista decide empequeñecerse? ¿Cuándo el mismo oficio opta por liliputizarse? Abrir el camino al conocimiento de la verdad de un hecho es periodismo. Pero, ¿de todos los hechos? ¿El periodismo puede ser un dignamente un chismoserismo? Confieso que me he quedado petrificado al descubrir a periodistas a los que aprecio, e incluso admiro, escribiendo sobre la ruptura sentimental – en fin – de  Mario Vargas Llosa con Isabel Presley. La mayoría han adoptado, como es obvio, un tono muy irónico, al entender que están muy por encima del asunto. Pero si estás tan por encima del asunto, ¿para qué escribes sobre el asunto en cuestión? Les pondré el caso de un periodista gallego que escribe muy bien y que se llevaron a Madrid y ahí le ordenan: “Oye, vete mañana a cubrir un discurso de Núñez Feijoó, y pasado a una manifa de animalistas, y cúrrate los partidos de fútbol de la selección en el Mundial, y ya puestos, escribe sobre lo del Nobel y la Porcelanosa…” Aparte de que eso no es un periodista de Sanxenxo, sino un escribano de Tebas, lo terrible es que el estilista se dedica a hacer chistes que oscilan entre Martínez Soria y Vizcaíno Casas. Cosas como que Vargas Llosa le remitió a Presley el manuscrito de su última novela y ella le respondió que no regresara nunca más, puf, menuda crítica literaria más brutal, jajaja, se quedó hecho polvo el peruano.

¿Qué es lo que ha llevado a que el periodismo patrio le dedique página y más páginas a este episodio? Se me dirá que la implicada es la figura dominante del papel couché en los últimos cuarenta años y que el implicado es premio Nobel de Literatura, pero eso deviene circunstancial o mejor, es tratado en estas semanas muy circunstancialmente por el chismoserismo. No se garrapatea sobre las lecturas de la dama o sobre las primicias a tanto la pieza del caballero o viceversa. Lo que sea cada uno es solo un marcador dramático y no forma parte del meollo del asunto. El meollo es, por supuesto, la intimidad real o imaginaria entre ambos. ¿Y cuándo ha sido la intimidad entre dos personas objetivo del periodismo, si esa relación no tiene una trascendencia más allá de lo estrictamente familiar o amical? Todo el mundo, en efecto, tiene una historia, y todas las historias son potencialmente interesantes. Pero esta historia que ahora se cuenta ya está escrita. Sus meandros narrativos han sido prefijados hace siglos y en cada artículo suenan como ventosidades dulcemente esperadas: celos, cuernos, caracteres incompatibles, mentiras y postergaciones. Es un cuento viejo, no una valiosa historia que pudiera deslumbrarnos a todos,  y el placer de los lectores consiste en escucharlo una y otra vez. Huum. Sabroso.

Alguien ha encontrado en un cuento publicado por Mario Vargas el anuncio de la ruptura, como si los escritores dejaran pistas que en algún momento se convierten en profecías autocumplidas. No, así no funciona el oficio, pero da igual. El protagonista del cuento explica que se enamoró de una mujer no con la cabeza, sino con la pichula. La palabra ha encantado al chismocerismo y no hay columnista imbécil –de cualquier sexo – que no la celebre. Yo la leí por primera vez en una admirable novela corta de Vargas Llosa titulada Los cachorros.  Pichulita Cuéllar, después de su terrible accidente, es desterrado por familiares y amigos y pierde su propia dignidad. Es un poco lo que el periodismo está haciendo consigo mismo. Un periodismo que lo sentimentaliza todo. Un periodismo de trinchera. Un periodismo que solo sabe ser apocalíptico o frívolo, genial o idiota, y al que todo el mundo va apartando con desprecio. Un periodismo pichulita.       

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Pronósticos

Hace una eternidad y media los periodistas que seguían la actividad parlamentaria – una especia extinguida, como los mamuts — hacían apuestas sobre las elecciones. En el caso de las autonómicas las primeras solían improvisarse más o menos en estas fechas, cerca de las vísperas navideñas. Por supuesto eso ya es un divertimento que ha perdido cualquier sentido. Crean a este humilde meatintas: nadie puede asegurarles siquiera aproximadamente el resultado de las elecciones de la próxima primavera. Jamás se ha vivido una volatilidad electoral semejante en los últimos cuarenta años. Cualquier hipótesis puede ser desmentida por la realidad en cinco minutos. Si esta mañana, mientras lee esta columna, explota un artefacto nuclear sobre Kiev, por ejemplo, se abrirían un conjunto de acontecimientos perfectamente impredecibles y quizás la pregunta ya no sería quién ganará las elecciones, sino si llegarán a celebrarse. En realidad nos empecinamos en vivir como en el viejo mundo anterior a la catástrofe de 2008: un mundo que desapareció para siempre. Los nigromantes de la política profesionalizada y del sistema partidista trabajan para mantener el embeleco.

Quizás sea más comprensible hablar de un entorno profesional concreto: el periodismo. La generalización de una estabilidad profesional, un sueldo decente y cierta autonomía operativa fue una breve ventana temporal. Recuerdo que Gilberto Alemán me comentaba que, ya avanzados los años sesenta, casi todos los periodistas de La Tarde acumulaban dos o tres mensuales que les había adelantado la empresa editora. “Yo llegué a ver”, me contó, “a don Víctor Zurita pagándole de su bolsillo parte de una paga extra a un redactor, ahí mismo, en la puerta de su despacho”. Zurita le dedicaba diez horas diarias al periódico, pero no cobraba un verdadero salario: era el jefe de la Oficina de Correo y Telégrafos de La Laguna y ese era su medio de vida. Solo más tarde, en los años setenta, el oficio de periodista pudo ser más o menos homologable con otrosdesempeños , y los grandes medios llegaron a negociar convenios colectivos razonables y decentes. Pero todo eso duró poco más de treinta años. Actualmente solo los grandes medios – aparte de los de titularidad pública – pueden ofrecer esa consideración profesional y salarial a los periodistas en medio de condiciones comerciales singularmente complejas y difíciles. Lo demás es la jungla. Lo demás, en definitiva, es trabajar a cambio de una miseria. Algo particularmente execrable es la colaboración gratuita. Por ejemplo, asistir a tertulias en las que no se cobra un chavo y donde la inteligencia siempre pierde frente a la estupidez y los memes mentales ganan invariablemente a los argumentos racionales. Y debes ser rojo o azul, progresista o conservador, socialista o nacionalista: todos los burladeros en los que la más zafia ignorancia se esconde de sí misma.

Sí, existió un tiempo fabuloso en la que a un periodista se le concedía una hipoteca, por ejemplo. Un tiempo en que se celebraban comisiones de investigación en el Parlamento de Canarias: CC impulsó (y no solo toleró) una investigación sobre el proyecto de Montaña Tindaya. Pero ahora no encuentras a nadie de guardia en la izquierda que aguante una investigación en la Cámara sobre el caso Mascarilla. Tiene que venir un aristranco de Podemos a decir que tal comisión solo pretendería desgastar al Gobierno, un argumento que bastaría para abolir toda la democracia parlamentaria. No sabemos lo que ocurrirá en los próximos seis meses y precisamente por eso los que gobiernan ahora buscan tranquilizar a los sectores que más votan en Canarias: los funcionarios y los jubilados. No les ofrecen una vida mejor sino un incremento salarial seguro. No existen grandes reformas, solo una promesa de protección: no te dejaré caer en la miseria y la desesperación. ¿Y con eso se pueden ganar unas elecciones? Sí, se pueden ganar. Pero también se puede perder el poder. ¿Predicciones? El futuro nos va a sorprender porque no hemos sabido ni querido entender ni transformar el presente.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

El periodismo ausente

Allá abajo lo de siempre. Y aquí, en la tribuna de prensa del salón de plenos del Parlamento, pues también: nadie. A algunos un servidor se les antoja muy pesado. No les falta razón, pero no exactamente por el asunto de este artículo. Que absolutamente ningún periodista esté siguiendo el transcurso del pleno parlamentario  no es una anécdota más o menos curiosa, sino un fracaso del propio parlamento, una renuncia inadmisible del propio periodismo.  Ya vuelan los diputados –gobierno y oposición—libres de cualquier fiscalización, análisis o curiosidad de los periodistas. Les vino muy bien la pandemia. En efecto siguieron celebrándose las reuniones plenarias, dividiéndolos en dos salas, y con el concurso de los instrumentos telemáticos. Pero se prohibió taxativamente que los periodistas deambularan por los pasillos. ¿Qué van a hacer jociqueando de aquí para allá, dirigiéndose impunemente a los diputados, pretendiendo intercambiar alguna palabra – dios nos asista – con un consejero o consejera del Gobierno autónomo, perdiendo de vista cuál es su lugar? Si quieren una entrevista, bueno, que llamen al jefe de prensa, que para algo tenemos jefes de prensa con 50.000 euros anuales, ¿no?  Y por favor, con un esbozo de cuestionario previo. Esa actitud es particularmente intensa entre sus señorías más jovencitas, a las que les parece intolerable que se les plante al lado un pringado con expresión de mastín hambriento a hacerles preguntas. Las preguntas (para colmo) que les da la gana.  Y a veces blandiendo casi pornográficamente una grabadora en la mano. Pero esto qué es. Un poco de orden. Esperen, al menos, a que salgamos al jardincito ese. No, lo siento. Llame al jefe de prensa. ¿Disculpe? ¿Perdone? Conozco a una diputada que allá por el comienzo de la legislatura llegó a amenazar con llamar a un ujier porque un periodista pretendió preguntarle algo. No ha llamado a ningún ujier. Pero es que tampoco se le acercado más ningún periodista.

Los diputados, y especialmente los presidentes y portavoces de los grupos de la mayoría parlamentaria, son directamente responsables de esta situación. Porque evidencian día tras día su desprecio a los medios de comunicación y, especialmente, a la prensa, a los meatintas, a los juntaletras. Es un fenómeno que se repite en otros parlamentos autonómicos, pero que en Canarias tiene una fuerza tan inusitada como democráticamente indecente. En el Congreso de los Diputados ocurre menos, porque allí están presentes los grandes medios nacionales, que todavía no admiten generalizadamente este escupitajo al periodismo. Cabe pensar, desde luego, en la educación democrática de sus señorías. Es aproximadamente nula en la mayor parte de los casos, sin excluir a la izquierda, desde luego; en realidad, incluyendo a la izquierda en primer lugar. El ambiente generalizado es de un señoritismo chulesco e ignorante: quien paga manda.

No existe parlamentarismo sin medios de comunicación: son instituciones que nacieron simultáneamente y alimentaron mutuamente su crecimiento, su madurez, su pertinencia social, cultural e ideológica. Sin luz ni taquígrafos un parlamento es un tugurio infecto de oportunistas, de arrebatacapas, de vividores y funcionarios del partido que entienden la democracia como una cosa nostra.  Pero ignorar la obligación informativa no significa pagar ningún precio por parte de los diputados. Y por supuesto que no está excluida la amenaza en ninguna de sus variedades: desde la sonrisa conmiserativa de advertencia o el recordatorio de que el plumilla siempre tiene alguien por encima que puede privilegiar la gramática del poder sobre la gramática del periodista. Entonces se hace un segundo de silencio que durará tal vez veinte, treinta o cuarenta años en el alma infeliz del escribidor, que se siente repentinamente como el actor secundario de una perfomance sin espectadores, sin guión y sin futuro.

Hace algunas semanas estos mismos diputados felicitaban calurosamente al comisionado de Transparencia por su admirable gestión en un ejercicio de cinismo burletero. Viva la transparencia, pero lejos del periodismo.  Nadie en la tribuna de prensa. Nadie siguiendo el pleno por el canal de televisión parlamentario, salvo los técnicos y algún diputado sinceramente narcisista. Claro que el Parlamento tiene su propia jefa de prensa, pero tampoco se la ve jamás en la tribuna ni habla con la prensa, ni responde a preguntas o requerimientos, ni le interesa un bledo las opiniones o las necesidades de los profesionales a cuya disposición debería estar todos los días. En sí misma es una  hipótesis silenciosa. Como tantas y tantos jefes de comunicación en las instituciones públicas. Como la misma democracia parlamentaria: una hipótesis cada vez más inverificable. 

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Todos son Willy García

He estado a punto de dedicar el artículo a la condena judicial de  Guillermo García, quien fuera director general de la RTVC durante el mandato presidencial de Paulino Rivero (2007-2015). El pobre debe estar destrozado: cuatro años de inhabilitación para cargo público. Pero he decidido aparcar el asunto por dos razones. La primera, porque no conozco a García. Contra lo que ocurre con gente que ahora abomina de su figura legendaria yo solo me tropecé  dos veces en mi vida con el exdirector general. En la primera ocasión en las puertas de Radio Club, que siempre he atravesado, por cierto, sin saber para qué. De repente apareció García, bajando las escaleras con un taconeo similar al de Lola Flores, y le saludé con una mínima cortesía. Se quedó paralizado y mirándome fijamente. Le ofrecí de nuevo los buenos días. Siguió inmóvil observándome con ojos  brillantes. Parecía catatónico. De repente inspiró profundamente, se estremeció y salió por patas. En la segunda ocasión, años más tarde, ya no estaba en el poder, y vestía de blanco inmaculado, como convocando a Ochún contra la magistratura de sus pesadillas, y me soltó una perorata inconexa de diez minutos de la que no recuerdo ni una palabra. Sospecho que siempre me consideró un imbécil.

Pero sobre todo, y eso es más grave, yo no es que no conociera a García, sino que era ajeno a su ámbito, y ese ámbito, glamuroso como una vomitada después de una fiesta en el Casino de los Caballeros, era casi todo el mundo, toda esa dulce pijería que llegó al periodismo tinerfeño en los años noventa  –con algún injerto más añoso – y que siempre creyó que los periódicos, las emisoras y las televisiones eran excusas para prosperar y hacer pasta, una pasta cocinada invariablemente en los hornos del poder político y empresarial. Pero sobre todo político. Eran gente muy lista que ha sobrevivido estupendamente bien incluso después de la desaparición de sus padrinos y compinches. Alguno se hizo con un periódico y todo. A mí me entusiasma  el caso de otro, que trabajó como meatintas de Miguel Zerolo, Adán Martín y Paulino Rivero, y hoy fulge como todo un progresista que, por supuesto, no tiene nada que ver con la gentuza coalicionera. Y el que se ha convertido en locutor de radio? ¿Y el atorrante pedantesco que parasita un programa populachero en la misma cadena?  Toda esta magnífica tropa formó parte de la corte de García, como en cierta forma también lo hicieron aquellos a los que el director siempre hiperactivo les arrebató algún contratito, siguiendo las instrucciones de Paulino Rivero, por lo que le juraron un odio jupiterino.

Y esa es precisamente la clave de todo el asunto. Willy García no fue el instrumento tenebroso de un mago aprendiz de brujo que quería eternizarse en el poder, un mediocre entronizado al que solo el poder podía eternizar. Willy García –su estilo de corrupción o su eficiente zafiedad– fue estrictamente una necesidad, una consecuencia inevitable, el precipitado de una química de la desvergüenza, las ambiciones y la estupidez de cientos de personas  — políticos, periodistas, productores, figurantes – que actuaban bajo el principio (in)moral de que todos y cada uno de ellos tenían derecho de meter el cazo hasta donde les alcanzara el brazo. Los que ganaron y los que perdieron, los que lo consiguieron y los que lo intentaron, los que hicieron carrera y los que perdieron algún pequeño chollos, todos ellos, sin excepción que valga la pena, podrían y tal vez deberían vestirse de blanco inmaculado, ponerse fijador en el pelo, comprarse zapatos caros y ahorcarse con una corbata telegénica y recorrer las calles de Tenerife para proclamar una verdad modesta pero evidente: “Todos somos Willy García”.

Pero no vale la pena escribir de esto.

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José Carlos Alberto

José Carlos sabía que no me gustaba la radio que hacía. Me refiero a la que practicaba en una emisora local en los últimos tiempos. Pero con José Carlos tenías permiso para decirle eso, que en ningún caso podías comentarle a los que hacían (por decirlo así) mejor radio que él. José Carlos nunca fue un egomaniaco, un avieso pelota ni un resentido  y sin tales instrumentos, tan valiosos, es difícil prosperar en este oficio.  No lo era porque lo distinguía un característica diferencial: había sufrido mucho. Noches en blanco que duraban meses, madrugadas sucias atravesándote el alma con su pus, el vuelo desesperado de una mariposa alrededor de la misma bombilla, el amanecer que te pilla desnudo como un niño sobre cristales rotos. Jamás hablaba de eso, ni siquiera con los más íntimos. Prefería bacilar. Sus vacilones más hilarantes, por cierto, eran aquellos en los que se incluía a sí mismo.

Sus mejores años fueron, quizás, los que trabajó en la cadena Cope, aunque detestara oírlo. No, no le gustaba nada. Pero ahí es donde aprendió, y creo que aprendió bien, el lenguaje de la radio. Porque la radio, por supuesto tiene su propio idioma, es decir, su propio ritmo, su propia respiración, su propia sintaxis de fogonazos, sobreentendidos y silencios. José Carlos disponía de un espléndido oído, unos reflejos rápidos y un espíritu adaptativo para pasar de la entrevista al debate y de debate al comentario o, a veces, tal vez demasiadas veces, para mezclarlo explosivamente todo.  Cuando su tutor reparó en que era mejor locutor comenzó a putearlo y se fue. Tener un buen jefe es una experiencia dura y excepcional, sufrir un mal jefe puede marcarte para los restos. Sospecho que nunca le gustaron demasiado las jerarquías y a partir de ese momento furibundo jamás estuvo demasiado dispuesto a reconocer ninguna. Quería ser independiente  porque creía que así podía hacer lo que le diera la gana y esa confusión atrabiliaria condicionó toda su carrera profesional.

Porque, la verdad sea dicha, jamás se lo pusieron fácil. Él tampoco se allanó el camino. Al final optó por  hacer una radio de sí mismo. Una radio en la que el micrófono era el hombre y sus exageraciones y demasías – sobre todo sus manías y obsesiones políticas – eran su estilo. Pero aquí esa radio no funciona, jamás ha funcionado. La última vez que hablamos me dijo que no le importaba ser políticamente incorrecto. Yo le repliqué que él no era políticamente incorrecto, sino un señor de derechas cada vez más indignado, cada vez más vocinglero. Se irritó porque creía que lo de derechas lo decía como un insulto y se lo aclaré enseguida: “Mira, ser de derechas es la mejor forma de no ser de izquierdas”. Explotó en una pequeña carcajada. “Pues entonces sí, soy de derechas”. Nos despedimos sin saber que  era la última vez y recuerdo perfectamente sus palabras finales: “Lo único que hay en el fondo son buenas y malas personas, y en este trabajo, bueno, el tanteo  no está muy igualado”. En su última etapa, su insistencia en esa radio estentórea, sicalíptica y ceporra, era el mero intento de  hacerse un hueco, pero él estaba humana y profesionalmente muy por encima de ese barro, y lo sabía, y a veces salía del estudio o recorría los pasillos de su casa pisando su propio melancolía.

José Carlos Alberto hizo radio – por no hablar de su labor como articulista – por muchas razones. Porque le gustaba contar historias. Porque la radio le abrió un mundo de rostros y palabras atentas a las suyas. Porque era divertido sorprender a este, seducir a aquel, provocar la ira o la risa del de más allá. Porque sentía que ese y no otro era su verdadero lugar en el mundo. Pero siempre palpitó otra razón que está presente en todas las sonrisas que se repiten en sus fotografías. José Carlos hacía radio – y la hizo siendo feliz y siendo desgraciado — para que lo quisieran más. Y lo consiguió largamente.

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