socialdemocracia

En la muerte de Nicolás Redondo

La muerte a los 95 años de Nicolás Redondo se antoja un triste colofón a las celebraciones de los cuarenta años de la llegada del PSOE al Gobierno español. Su longevidad ha asombrado a algunos, que lo creían muerto y enterrado hace lustros. ¿Por qué  fue importante Redondo, secretario general de la UGT, para el devenir del PSOE? Porque Redondo, líder del socialismo obrerista de Vizcaya, decidió en Suresnes no presentarse a la secretaria general y apoyó con toda su testaruda fuerza de voluntad a un joven de 32 años llamado Felipe González. Dos o tres días antes también fue el empeño de Redondo el que llevó a joven González a pronunciar un discurso sobre la situación del tardofranquismo y de las fuerzas y debilidades del PSOE que obtuvo un respaldo entusiásticamente unánime. El vasco tenía el congreso ganado. Precisamente el apoyo de los militantes andaluces a su figura era muy claro. Fue él  — con el nihil obstat de Ramón Rubial – quien entronizó a Felipe González, quien apenas ocho años después ganaría unas elecciones generales con una amplísima mayoría absoluta. El último que lo ha contado (y muy bien) es Ignacio Varela en Por el cambio, un libro my conveniente que no tiene una página sin interés.

Dicen que Nicolás Redondo mantuvo la lucidez hasta hace muy pocos meses. Es una lástima no haber escuchado su opinión sobre este gobierno psocialista y esta Unión General de Trabajadores. Por algo se mantuvo callado ante lo que Yolanda Díaz ha llamado “el mejor gobierno de la democracia”. Porque ya la desvergüenza sale gratis. Incluso sale a devolver: Díaz ni siquiera necesita una mínima perspectiva temporal para proclamar su triunfal autoevaluación. Si Redondo le hizo una huelga al gobierno de Felipe González por una reforma laboral que no incluía tocar la indemnización por despido, ¿cómo hubiera reaccionado frente a una reforma “progresista” que no modificaba los recortes que en materia indemnizatoria había hecho previamente la derecha? Este era un mundo ya incomprensible para un dirigente sindical nacido antes de la Guerra Civil. Un mundo en el que los sindicatos habían renunciado a su autonomía para funcionar exclusivamente – sobre todo en las administraciones públicas, su último espacio de privilegio, liquidada ya la mayor parte de la industria nacional –como correa de transmisión de los anhelos y propagandas del Gobierno. Es muy improbable que a Redondo le fascinara el espectáculo de los dirigentes de UGT y Comisiones Obreras aplaudiendo extasiados a una ministra de Trabajo. En el fondo estiró todo lo que pudo la épica de la lucha marxista y revolucionaria. Si en el PSOE Felipe decidía que había que ser socialistas antes que marxistas a él no le parecía mal, con tal  no intentaran convencerlo que había que ser socioliberal antes de ser socialdemócratas. Pero en el sindicato era distinto. El sindicato era el sindicato. Yo escuché a más de un socialista que, en los años de la “doble militancia” Redondo y los suyos consideraban que el PSOE se estaba convirtiendo a toda velocidad en una maquinaria del poder desprovista de ideología y compromiso social, pero que el sindicato era la reserva moral del psocialismo español. Tal vez. YE, sin embargo, fue bajo el liderazgo de Nicolás Redondo cuando, al mismo tiempo que el PSOE se pragmatizaba – en especial desde principios de los noventa — la UGT se transformó en una burocracia con su guerra de guerrillas, sus clanes compinches, su negativa a cualquier transformación propia frente a la transformación veloz de la sociedad posindustrial. Como tantos luchadores antifranquistas de su generación sentía una obvia incomodidad ante la sencilla pregunta de si desaparecido el movimiento obrero, el obrerismo y casi el obrero, era todavía posible, útil, convincente el sindicalismo. “Siempre que las cosas del sindicato las lleve el sindicato todo va bien”, dijo una vez, insistiendo en el mantra de la autonomía. Meses después el escándalo de la cooperativa de viviendas PSV lo contradijo. Poco más se marchó y comenzó a sembrar casi 30 años de silencios y desdenes.

 

 

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El mártir accidental

Para entender la hecatombe que está viviendo  el PSOE, es decir, la primera fuerza de la izquierda española, quizás basta con las lecturas que de tal implosión hacen la gente y las organizaciones de izquierdas. Efectivamente, lo que ocurre es “un golpe de Estado”, que “el aparato del PSOE” ha organizado contra el secretario general “elegido por los militantes”, Pedro Sánchez, “un hombre de izquierdas”, con el objetivo de que gobierne “el Partido Popular”,  una acción “estimulada por los grandes poderes económicos del país y por El País” y comandada por Felipe González, al que se fotografía tomando el sol en un yate, oh, enemigo de clase que ya no pisas la arena de la playa de Ignacio Sánchez Mejías, y Susana Díaz, “una mamarracha” que se encaramó al poder en “la corrupta Andalucía” perpetrando decenas de golpes de Estado” (sic) en el PSOE andaluz. Esto es, más o menos, el engrudo conceptual básico, y lo comparten miles de socialistas con sus cuotas en orden y cientos de miles de votantes del PSOE.  Si esta miseria analítica es el marco semántico que la izquierda, sin excluir los socialdemócratas,  aplica a la crisis del PSOE, lo extraño es que el PSOE no haya estallado antes. Una izquierda capaz de satisfacerse con un relato semejante está sentenciada por su propia estupidez, ignorancia y autocomplacencia, y me refiero a toda la izquierda de este país, a este cada vez más caricaturesco progresismo, airado y refunfuñón, que hace pajaritas con su encefalograma desde hace ya demasiados años.

Llama la atención poderosamente que los que encuentran en los votos de la militancia a Pedro Sánchez una legitimación que es sacrílega cuestionar se los traigan al pairo los casi ocho millones de votos que cosechó el PP en las últimas elecciones generales y que lo convirtieron en la mayoría minoritaria en el Congreso de los Diputados. El PP es un meteorito que sin ninguna intervención humana cae del cielo, elección tras elección, y en este aciago periodo, además, el meteorito es cada vez más grande. Según sondeos y politólogos, el próximo meteorito puede ser de nuevo gigantesco, y acabar con la extinción de una alternativa de izquierda y la aparición de un nuevo precámbrico que tú bordaste en rojo ayer, sin un solo microbio rojo en todo el ecosistema. A esta izquierda, la izquierda para la que lo ocurrido en Ferraz es un golpe de Estado y no una exhibición de inutilidad política, le da lo mismo. Prefiere proporcionar una nueva mayoría absoluta al PP – con el auxilio o no de Albert Rivera y sus bellezas prerrefaelistas – que pactar una estrategia en la Cámara Baja para bloquear o negociar las mayores barrabasadas de la cerril derecha española. Pedro Sánchez no es ningún izquierdista, siquiera sobrevenido, sino un maniobrero inescrupuloso que estaba dispuesto a cualquier cosa (el no a Rajoy, contribuir a que el PSOE fuera secuestrado por Podemos y/o los independentistas catalanes en un Gobierno rodeado de cortocircuitos, propiciar unas terceras elecciones) para encastillarse en la Secretaria General. El PSOE se desangra porque no tiene un proyecto reformista convincente, porque ignora los códigos, irritaciones y ambiciones de las clases medias urbanas y de los jóvenes parados y mileuristas, porque ha creado en sus entrañas un personal político que no conoce otra cosa que la chupona meritocracia del partido. Sánchez es una puñetera anécdota. Un accidente. Pero bajo la capota, cuando buscan el fallo en el motor, no hay motor, sino un poster amarillento de las elecciones generales de 1982. Entonces se miran los unos a los otros y empiezan a chillar. No es indignación. Gritan de miedo.

 

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Estos romanos

Se me antoja muy divertido que el personal progresista se persigne laicamente cuando las encuestas electorales siguen insistiendo en que el Partido Popular pierde una parte muy sustancial de su apoyo, en efecto, pero sigue siendo el más votado, tanto para las Cortes como en numeras comunidades autonómicas (Madrid, Valencia, Castilla La Mancha, Galicia) y ayuntamientos capitalinos. ¿A qué viene tanto asombro? Descontemos por un momento ese porcentaje de indecisos – que en ningún escrutinio conocido es insignificante – que puede modificar esta situación. ¿Cómo va a conseguir la izquierda una victoria amplia e indubitable si está dividida en tres facciones distintas, y dos de ellas (el PSOE y Podemos) optan estratégicamente por ocupar ese espacio de centro político-ideológico donde se acumulan los votos? Es imposible. Si admitimos el discurso habitual de Podemos e Izquierda Unida (el PSOE no es de izquierdas, el PSOE en realidad es una derecha blanqueada, el PSOE es lo mismo que el PP) se comprende perfectamente que el Partido Popular continúe siendo, a pesar de su brutal política económica  y de  esta marea asfixiante de  corrupción y latrocinio, el partido más votado. Porque para Podemos el enemigo a batir es realmente el PSOE a corto plazo para luego, en las elecciones generales, en las inmediatas y quizás en las siguientes, erigirse en el único referente del reformismo de izquierda en este país, algo similar al ensueño de Julio Anguita y la entonces potente IU, el levítico y visionario Anguita que confiaba en el sorprasso y en pisar con los pies desnudos  la Tierra Prometida.
Desde que perdió las elecciones de 2011 el PSOE ha incurrido en todos los errores estratégicos y tácticos concebibles, comenzando por la continuidad de Alfredo Pérez Rubalcaba al frente del partido y terminando con la esclerotizada convicción de que el desgaste del PP terminaría acercando de nuevo a los socialistas al poder. El PSOE se ha negado a cambiar, a reflexionar, a aportar análisis solventes y propuestas sólidas y actualizadas: vive encadenado en las contradicciones y vetusteces de toda la socialdemocracia europea. Pero la izquierda emergente  no solo es un nuevo competidor electoral, sino un enemigo político, ideológico y cultural muy activo. “Solo hay una cosa que odiemos más que los romanos”, comentaban los revolucionarios judíos de ese admirable manual de politología, La vida de Brian – “y es al Frente Popular de Judea”. Es un odio impaciente e irreprimible por la única izquierda (moderada y pactista) que ha introducido transformaciones en este país. La que no hizo, en fin, lo que cualquier izquierda que se precie debe hacer, asaltar el cielo a base de discursos y eslóganes. Y así siguieron los romanos durante siglos. Y lo peor de estos romanos nuestros, que no saben latín, es que han privatizado los acueductos y los baños quedándose un modesto 10% y están a punto de reintroducir la esclavitud.

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El destino de Podemos

Hace un par de días se publicó un artículo muy interesante sobre la situación en la que se encuentra Podemos bajo el título Regeneración o ruptura y firmado por Emmanuel Rodríguez. Su interés no radica en su brillantez analítica, sino en su capacidad de expresar las contradicciones básicas del proyecto que, por supuesto, el autor no asume y quizás no identifica. Emmanuel Rodríguez  apunta que debe darse por concluido el ensueño podemista de “llegar al poder de un solo golpe” (se refiere, como es obvio, a ganar las próximas elecciones autonómicas y generales) y obtener el poder “para aplicar no se sabe bien qué programa de transformación”. Denuncia el progresivo vacío y la ambigüedad crecientes de las propuestas de Pablo Iglesias y su dirección, su obsesión por la transversalidad socioelectoral, la asunción sin tapujos de su condición de catch-all party hasta el extremo de renegar el eje izquierda-derecha y engalanarse de entorchados patrióticos. Rodríguez insiste en que no se puede desembarcar en el poder sin una organización partidista potente y bien instalada social y territorialmente y parece añorar la firmeza rupturista de la campaña para las elecciones europeas de 2014, la concreción y agresividad de su discurso, la radicalidad de sus propuestas. Debe abandonarse la suposición de una “ventana de oportunidad” abierta por la crisis económica y la fragilización del sistema de partidos y prepararse para una “guerra de posiciones” en el ecosistema cuatripartito que se avizora para los próximos años.

Rodríguez – y quienes comparten este diagnóstico en Podemos, cada vez más numerosos – prefiere no reparar en que su opción no significa otra cosa que Podemos se resigne a un papel minoritario en la política española. Simplemente porque las clases medias urbanas – aunque castigadas y empobrecidas por la crisis – no están dispuestas a apoyar mayoritariamente a proyectos políticos rupturistas que incluyan la apertura procesos constituyentes, la estatatalización de sectores económicos y demás fuegos artificiales que acompañaron a Podemos en el pasado verano. Si Iglesias, Errejón y compañía diluyeron tales ofrendas fue, precisamente, porque con semejante perfil programático jamás superarían los márgenes electorales tradicionales de la izquierda no socialdemócrata en España: ese intervalo que, en condiciones óptimas,  oscila entre el 10 y el 12% de los votos. Podemos se transformaría, en definitiva, en la Izquierda Unida de los lustros venideros, lo que no parece un viaje ni un viraje muy promisorio a la utopía. La construcción (instantánea o demorada) de una hegemonía política, electoral e ideológica es una ilusión – algunos creemos que democráticamente perversa – destinada a estrellarse una y otra vez en una sociedad (y un conjunto de instituciones públicas) tan compleja y pluralmente articulada como la de España. Y también la de Canarias. Y aquí – ni en ningún sitio – se supera esta situación farfullando consignas y eslóganes al estilo insuperable de Noemí Santana, transmutada ahora en entusiasta periquita del proletariado.

 

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Una reforma insignificante

Pedro Sánchez, el secretario general del PSOE, sigue empeñado en conquistar territorios adánicos donde pueda sonreír con inocencia y estirar la ideología como quien estira las piernas. Su última ocurrencia pasa por derogar la reforma express del artículo 135 de la Constitución que fraguaron en unos días los equipos de un agónico José Luis Rodríguez Zapatero y un venidero Mariano Rajoy. Las izquierdas, de inmediato, le han afeado lo que consideran un comportamiento mezquinamente oportunista, en una actitud que me parece básicamente religiosa: si te has equivocado, vienen a decir, no tienes derecho a enmendarte. Los sectores más calvinistas de las izquierdas (en IU y en Podemos) tienen claro que un maldito socialdemócrata peca simplemente por serlo. Estás condenado y punto. Incluso he podido leer a algún dirigente pablista recordar que todo el sufrimiento insondable que ha arrastrado este reforma constitucional no puede purgarse cambiando de opinión. Una reacción muy curiosa, porque el artículo establece, en su disposición adicional única, que los límites de déficit estructural entrarán en vigor a partir de 2020.

La reforma del artículo 135 de la Constitución española fue un gesto urdido por Rodríguez Zapatero para reafirmar ante los mercados de deuda, las agencias de calificación y los gobiernos europeos que el Gobierno español cumpliría con solvencia sus compromisos fiscales. El fantasma de la intervención de la economía española era por entonces aterradoramente real. Y la intervención supondría la pérdida del ya muy estrecho margen de maniobra política del Gobierno y un cañonazo a la línea de flotación de un sistema financiero y económico a punto de desplomarse. El contenido del artículo 135 no suponía de facto una nueva obligación legal. La limitación del déficit estructural, la prioridad en el pago de la deuda y el establecimiento de un techo de deuda pública para el Estado y las comunidades autonómicas ya estaban comprometidos por diversos tratados europeos de rango constitucional. Países como Suecia – ese anhelado espejo de políticas sociales y Estado de Bienestar – han introducido mecanismos de límite de deuda en sus constituciones y en su legislación general antes incluso de la crisis financiera de 2008.  Que la deuda pública española represente hoy casi el 100% del PIB no es suficiente, al parecer, para infundir una mínima reflexión — un fisco de prudencia — a los que creen que el Estado puede estirar el chicle de su endeudamiento hasta el infinito y más allá,

El profesor Pablo Iglesias podría perfectamente gobernar sin tocar o retocar excesivamente el actual artículo 135. Bastaría con que incrementara los ingresos fiscales del Estado – y las comunidades autonómicas – como nos ha advertido que se puede hacer desde una voluntad política rotunda e inteligente, a través de una reforma del sistema tributario y una reducción sustancial de la economía sumergida. El artículo 135, por ejemplo, no impide per se la renta básica universal. Lo impiden las propias capacidades económicas del país. Según los técnicos del Ministerio de Hacienda una RBU aplicada solo a los ciudadanos desempleados y/o en riesgo de exclusión social, exigiría 72.000 millones de euros anuales. Un 38% de todo lo recaudado recaudado en el año 2013.

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