Adios a Edwards

A veces me he preguntado qué ocurriría con Holly y Paul, insinuada prostituta y evidente gigoló, después del beso bajo la lluvia con la que termina Desayuno con diamantes. ¿Conseguiría él convertirse en escritor o terminaría redactando anuncios en una empresa de publicidad o llevando un gabinete de prensa? ¿Olvidaría ella el universo de joyas, trajes y glamour bonchista para acabar engordando treinta kilos, fregando platos, preparando biberones para trillizos? Blake Edwards no era tan sarcástico como Billy Wilder. No era un artista tan honrado ni tan amargo. Al menos Holly y Paul se besan al final de la película – un final perfecto, soberbio, condenado a resultar memorable desde el estreno del filme – y previsiblemente les esperan noches de revolcón en un Nueva York otoñal. En cambio, en el minuto final de El apartamento los dos solitarios, Baxter y Kubelik, se ponen a jugar a las cartas:
–La amo, señorita Kubelik.
–No hable – le dice ella suave, pero firmemente – y juegue a las cartas.
Ese instante es el momento más romántico que Wilder les regala a los dos desdichados que han roto con sus sueños sucios para consolarse con un ápice de dignidad. Cabe sospechar, sin equivocarse necesariamente, que la señorita Kubelik terminará llamando a los pocos días – quizás nada más amanecer sobre la triste guaracha de Baxter – al muy mastuerzo de Fred McMurray.
El componente básico de la mirada de Edwards – una mirada más literaria que puramente cinematográfica, pero no exenta de inteligencia visual y plástica – reside en la melancolía de un sujeto con vitalidad felina, sentido del humor y amor, pese a todo, por una vida (cualquier vida) que siempre termina decepcionando. La melancolía es el consuelo final cuando el humor, sutil o extravagante, termina por disparar sus últimos cartuchos. En lo mejor de la amplia y desigual filmografía de Edwards la melancolía, el reconocimiento agridulce del fracaso y la impotencia, está presente invariablemente, macerada con risas inocentes o malignas –casi siempre – o expuesta una sobriedad estremecedora – pocas veces lo hizo así–. La melancolía de salvarse en solitario y abandonar al ser querido a su suerte (Días de vino y rosas), la melancolía casi elegiaca (Dos hombres en el Oeste), la melancolía de la ambigüedad que impregna toda relación sentimental y toda opción sexual, que no es una identidad, sino un apetito (Víctor y Victoria), la melancolía de la idiotez ( El guateque), la melancolía de un hombre que en la cuarentena quiere volver a inventarse en una pasión tan brutal como ridícula (La mujer perfecta) y que, por supuesto, termina regresando a toda prisa al hogar y a su esposa cuando descubre, con muchísima suerte, que es un imbécil irremediable en el interior de un tipo asustado de su propio miedo. Edwards lo contó entre bromas y veras. Era un comediante.

Publicado el por Alfonso González Jerez en General 2 comentarios

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