Lo que contó, básicamente, es cómo somos derrotados, al principio por los demás, después por nosotros mismos. Como era español lo hizo entre grandes voces, con un énfasis centrado más en lo ridículo que en lo patético, persiguiendo a los personajes con la cámara como un cotilla más, para no perder un detalle de la incomprensible turbamulta en la que nos sentimos protegidos e infelices. El hambre y la injusticia convertida en espectáculo que no disgusta ni a los hambrientos, la ingenua estupidez de todo un pueblo soñando un maná de panes y longanizas, la brutalidad de los engranajes sociales que construimos con nuestra propia debilidad, con sonrisas cobardes, con nuestra tierna villanía. Un hombre quiere casarse y tener un piso, un hombre vulgar y corriente, un hombre de cafelito y paseos por el parque y novia de toda la vida, y para conseguirlo se convierte en verdugo. Oh, por supuesto, se resiste, temblando de miedo y asco, pero termina afrontando el curro, lo llevan a rastras y entre lágrimas hasta el garrote vil, y una vez que ha asesinado, exhausto, se lo dice a su suegro:
-No lo volveré a hacer jamás.
-Ah, eso mismo dije yo la primera vez.
En su cine puede haber ternura, no lo niego, pero no se salva nadie. Nadie alcanza una mísera techumbre de dignidad donde guarecerse más de cinco minutos. A veces, por supuesto, hay fogonazos de amor, gestos de cariño, un esbozo de generosidad, comprensión o piedad, pero se disuelven como un humo tenue en la atmósfera de lo grotesco. Quizás su última buena película fue La escopeta nacional, una descarnada sátira de la corrupción en el tardofranquismo, una galería de villanos e imbéciles que no dejan de parlotear todo el rato en una cacería donde todos son cazadores y todos piezas a cazar. Después la libertad destruyó ese sutil y brutal entramado que durante más de veinte años mantuvo entre un realismo costumbrista, un destructivo y ecuménico humor del absurdo y la alusión como instrumento más apropiado para el retrato moral de una sociedad. Cada vez fue más explícito, es decir, menos interesante. En La vaquilla soldados republicanos y soldados franquistas terminan, por puro accidente, bañándose desnudos en un riachuelo, donde ríen y juegan, despojados de uniformes e insignias, una imagen poderosa, y repentina y desgraciadamente un personaje le dice a su superior:
-Fíjese, teniente, aquí en pelotas todos somos iguales.
Fue el último austrohúngaro y el primer director de cine español.
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