La hija de unos amigos, alumna del colegio Montesori, le llegó a preguntar a su madre quien era el Mae de los otros colegios. El Mae, Antonio Castro Álvarez, era el maestro que fundó el Montesori y lo dirigió durante décadas en el barrio santacrucero de El Toscal, y para la hija de mis amigos resultaba inconcebible que en cada centro escolar no lo hubiera, tenía que haberlo, era sencillamente obvio y natural que lo hubiera. Un Mae, es decir, una referencia inmediata, como cuando la luz entra en la habitación y sabes que ha amanecido, o en la caminata se oye un rumor próximo y aparece el mar al final del camino; o cuando terminas la frase y quedas estremecido y feliz porque el cuento ha acabado y el caballero ha ganado la batalla al dragón. Quizás en lo otros colegios el Mae no fuera anciano, ni llevara una guayabera blanca a menudo arrugada, ni caminara con esa lenta meticulosidad, ni lo supiera todo, ni reconociera que no lo sabía todo pero, ¿cómo no iba a haber un Mae en todos los colegios? Pues no lo había, Candela; no los hay. Y por eso quizás somos un poco menos felices, algo menos dignos, un fisco – y quizás no solo un fisco – más torpes, confundidos, asustados.
Era el Mae, por supuesto, porque lo llamaron así los niños, sus primeros alumnos, y siguieron llamándolo así promoción tras promoción, desde los años sesenta, cuando hastiados de la opresión mentecata y el nacionalcatolicismo obligatorio de la dictadura, fundó con varios colegas su humilde colegio en el centro más populoso de esta pequeña, mezquina y tan grotescamente autosatisfecha ciudad. Una diminuta pero poderosa isla de laicismo, cultura y espíritu crítico a la sombra hiriente de todos los campanarios. Jamás conocí a un personaje tan respetable y respetado y tan absolutamente ajeno a la voluntad de construirse un personaje. En sus muchos años de dirección y docencia se han sucedido políticos, empresarios o periodistas – por señalar tres especies intranquilizadoras – y quizás ninguno ha tenido una influencia similar a la suya, porque le bastó ser un hombre libre y un maestro volcado con pudoroso amor en su oficio para ayudar a crear, con mayor o menor fortuna, hombres y mujeres libres, críticos, escépticos, insatisfechos y felices al leer, al estudiar, al jugar. Al descubrir y explorar el mundo bajo su palabra precisa e irónica, recta y generosa. El Mae se ha muerto ahora, y créanme, desde hoy esta ciudad está más sola, es aun más descuidada y estúpida, y ha perdido a una de esas personas excepcionales que durante toda su vida solo hace el bien, un bien que alimentaba la inteligencia, la libertad y la honradez sorteando la conspiración cotidiana de los estúpidos, los ignorantes y los codiciosos, sin traicionar su vocación ni ahorrarse un sarcasmo justiciero, una huelga de hambre o un minuto de atención a un alumno.
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