José Carlos Alberto

José Carlos sabía que no me gustaba la radio que hacía. Me refiero a la que practicaba en una emisora local en los últimos tiempos. Pero con José Carlos tenías permiso para decirle eso, que en ningún caso podías comentarle a los que hacían (por decirlo así) mejor radio que él. José Carlos nunca fue un egomaniaco, un avieso pelota ni un resentido  y sin tales instrumentos, tan valiosos, es difícil prosperar en este oficio.  No lo era porque lo distinguía un característica diferencial: había sufrido mucho. Noches en blanco que duraban meses, madrugadas sucias atravesándote el alma con su pus, el vuelo desesperado de una mariposa alrededor de la misma bombilla, el amanecer que te pilla desnudo como un niño sobre cristales rotos. Jamás hablaba de eso, ni siquiera con los más íntimos. Prefería bacilar. Sus vacilones más hilarantes, por cierto, eran aquellos en los que se incluía a sí mismo.

Sus mejores años fueron, quizás, los que trabajó en la cadena Cope, aunque detestara oírlo. No, no le gustaba nada. Pero ahí es donde aprendió, y creo que aprendió bien, el lenguaje de la radio. Porque la radio, por supuesto tiene su propio idioma, es decir, su propio ritmo, su propia respiración, su propia sintaxis de fogonazos, sobreentendidos y silencios. José Carlos disponía de un espléndido oído, unos reflejos rápidos y un espíritu adaptativo para pasar de la entrevista al debate y de debate al comentario o, a veces, tal vez demasiadas veces, para mezclarlo explosivamente todo.  Cuando su tutor reparó en que era mejor locutor comenzó a putearlo y se fue. Tener un buen jefe es una experiencia dura y excepcional, sufrir un mal jefe puede marcarte para los restos. Sospecho que nunca le gustaron demasiado las jerarquías y a partir de ese momento furibundo jamás estuvo demasiado dispuesto a reconocer ninguna. Quería ser independiente  porque creía que así podía hacer lo que le diera la gana y esa confusión atrabiliaria condicionó toda su carrera profesional.

Porque, la verdad sea dicha, jamás se lo pusieron fácil. Él tampoco se allanó el camino. Al final optó por  hacer una radio de sí mismo. Una radio en la que el micrófono era el hombre y sus exageraciones y demasías – sobre todo sus manías y obsesiones políticas – eran su estilo. Pero aquí esa radio no funciona, jamás ha funcionado. La última vez que hablamos me dijo que no le importaba ser políticamente incorrecto. Yo le repliqué que él no era políticamente incorrecto, sino un señor de derechas cada vez más indignado, cada vez más vocinglero. Se irritó porque creía que lo de derechas lo decía como un insulto y se lo aclaré enseguida: “Mira, ser de derechas es la mejor forma de no ser de izquierdas”. Explotó en una pequeña carcajada. “Pues entonces sí, soy de derechas”. Nos despedimos sin saber que  era la última vez y recuerdo perfectamente sus palabras finales: “Lo único que hay en el fondo son buenas y malas personas, y en este trabajo, bueno, el tanteo  no está muy igualado”. En su última etapa, su insistencia en esa radio estentórea, sicalíptica y ceporra, era el mero intento de  hacerse un hueco, pero él estaba humana y profesionalmente muy por encima de ese barro, y lo sabía, y a veces salía del estudio o recorría los pasillos de su casa pisando su propio melancolía.

José Carlos Alberto hizo radio – por no hablar de su labor como articulista – por muchas razones. Porque le gustaba contar historias. Porque la radio le abrió un mundo de rostros y palabras atentas a las suyas. Porque era divertido sorprender a este, seducir a aquel, provocar la ira o la risa del de más allá. Porque sentía que ese y no otro era su verdadero lugar en el mundo. Pero siempre palpitó otra razón que está presente en todas las sonrisas que se repiten en sus fotografías. José Carlos hacía radio – y la hizo siendo feliz y siendo desgraciado — para que lo quisieran más. Y lo consiguió largamente.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito 1 comentario

Respuesta a José Carlos Alberto

Deja un comentario