José de Anchieta

El Papa Francisco ha firmado un pergamino entre los mármoles del Vaticano y José de Anchieta – el canario que se convirtió en brasileño – ya ha alcanzado la categoría jerárquica de santo de la Iglesia Católica Romana. Supongo que los católicos isleños están de enhorabuena, pero a uno lo que le gustaría, sin duda ilusamente, es que este ascenso burocrático-celestial sirviera para que la obra literaria y filológica de Anchieta fuera más y mejor conocida y apreciada por los canarios, un asunto complicado, porque después de ejercer durante treinta años las competencias en materia de educación, no está entre los logros más brillantes de la Comunidad autónoma que los alumnos de primaria y secundaria conozcan medianamente su historia, su medio natural o su acervo literario y artístico. Después de tantos años el canario sigue siendo un pueblo que se ignora y que ignora que se ignora.
La crítica literaria y filológica ha sabido enfrentarse al legado de Anchieta, desde los fervorosos trabajos pioneros de José Maria Fornell hasta la magnífica monografía de González Luis y Hernández González. Pero incluso para el reducido público lector del Archipiélago José de Anchieta continúa siendo un ilustre desconocido ese escritor itinerante (además de sacerdote) que se expresó en latín, español, portugués y guaraní. Una vida arriesgada, valiente y aventurera, plagada de trabajos, enfermedades y sinsabores no impidió a Anchieta, tal vez le sirvió de arduo acicate, para desplegar una curiosidad vivaz y un talento literario tan pródigo en la creación poética y teatral como en la investigación lingüística. Anchieta fue de los primeros españoles (y europeos) en escribir sobre el Nuevo Mundo y si inevitablemente lo hizo desde la mirada de un religioso de su época también dejó patente su capacidad para describir un nuevo universo sin anteojeras, con una prosa cuya sencillez se transforma en un dechado de suprema elegancia. Su extraordinaria sensibilidad hacia los pueblos indígenas y hacia un idioma cuya gramática se empecinó amorosamente en conservar no es una lección de bienintencionada tolerancia, sino un testimonio aun palpitante de quien comprendió que lo propiamente humano no estriba en las diferencias, sino en las semejanzas entre los hijos de la tierra, de todas las tierras, y en el prodigio de las lenguas que cuentan y  cantan todas las historias,  que son una misma, hermosa y torturada historia.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

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