Uno de los puntos supuestamente fuertes de los puristas que reniegan de las felicidades y emociones navideñas es que se resisten valiente y, por supuesto, sufridamente, a la oligofrénica dictadura de un rebaño adocenado por supersticiones, consumismos, embelecos simbólicos. Estos fieros espíritus reclaman una felicidad perfecta, que no esté contaminada por nada que insinúe siquiera derogarla. Se me antoja una exquisitez un poco zafia. No existe la felicidad perfecta como no existe la perfecta infelicidad, y en eso insistió Primo Levi, que vivió la esperanza, el humor y la curiosidad en un campo de exterminio. Pero, sobre todo, los puristas que detestan las navidades y convierten este asco en una cansina bandera desde mediados de noviembre – yo fue uno de tantos: los conozco bien — equivocan la perspectiva. Quieren una felicidad que les sea digna, cuando se trata de lo contrario: somos nosotros, todos nosotros, los que tenemos como imperativo moral ser dignos de la felicidad. Y la felicidad no está en las excepciones como el aire no se respira en las grandes ocasiones. La felicidad, como la belleza, como la poesía, puede llegar ininterrumpidamente durante las veinticuatro horas del día y hay que estar muy atentos para merecer el milagro y modelar con esa arcilla fugaz un vertiginoso instante de emoción. La felicidad está tan presente y tan esquiva que se puede encontrar incluso en las entretelas de una celebración antiguamente decretada por el nacimiento de un dios inconcebible en el que ni siquiera creemos. No sé por qué no debemos divertirnos y emocionarnos en navidades, en fin, cuando bailamos felizmente en los carnavales en un recinto discutible gestionado por la Comisión de Fiestas cuyo calendario es reglamentariamente inapelable. Tampoco sé, sinceramente, qué puede ser la felicidad. Querer ser feliz no es una dádiva que se espera obtener por un buen comportamiento. El deseo de ser feliz y el anhelo de compartir esa dicha tienen su raíz en un deseo vital que resulta, al mismo tiempo, una virtud en sí misma.
Creo que los argumentos contra la felicidad navideña – efímera, ridícula y tan débil como todas – se resumen en una combinación amormante de ansias de trascendencia, desprecio a lo cotidiano y mala conciencia ratonera. Curiosamente me parecen tres signos inequívocos de flatulencias judeocristianas. No deja de ser curioso que las motivaciones de los más insistentes críticos a los jolgorios navideños estén tan íntimamente relacionados con lo peor de la ideología religiosa que proclaman detestar. Si usted encuentra hoy alguna de estas ceñudas almas mascullando fúnebremente por las esquinas de esta insignificante ciudad dígale que no sean tan cristiana vieja, invítele a una copa y deséele, con toda la perversión que cabe en la generosidad, una feliz navidad.
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