La otra vida de Cervantes

Un amigo me cuenta (y aporta la prueba fotográfica al respecto) que cuando se repatriaron los restos de Manuel de Falla de Argentina (el compositor había muerto en el exilio después de rechazar varias veces las ofertas del régimen de Franco, que incluían una cátedra y una pensión vitalicia) el navío que trasladaba el féretro, el minador Marte, fondeó durante unas horas en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Ocurrió entonces algo astracanesco: se presentó en el buque el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento y ordenó – imagino que no fue una sugerencia – que les fuera cedido el ataúd para pasearlo por la capital. Y evidentemente así se hizo: se improvisó un cortejo – militares, curas, falangistas, alumnos del conservatorio, niños y niñas de Acción Católica – y los congregados se dieron un garbeo con el muerto por la Plaza de España y la Alameda del Duque de Santa Elena. Es imposible no fantasear con el asombro de los viandantes de esa tarde de septiembre en la miserable Santa Cruz de la posguerra sembrada de hambre, miedo y suciedad, observando el desfile de los restos de un genio exiliado del que no podían tener ni puñetera idea. Después de orearlo un par de horas el cadáver fue devuelto para su destino final en Cádiz. La necrofilia es una pasión nacional, una irreprimible vocación nacionalista, y basta para practicarla que el muerto esté bien muerto y que, una vez celebrados los fastos, se le olvide rotundamente.
En el antigua convento de las Trinitarias de Madrid un equipo de científicos creen que pueden haber encontrado parte de la osamenta de Miguel de Cervantes. Allí fue enterrado, en efecto, por propia voluntad, porque la orden trinitaria fue quien gestionó su rescate cuando estuvo preso en Argel. No voy a decir que, para los que queremos a Cervantes, el hallazgo no sea conmovedor; en cambio, la inevitable manipulación política y simbólica, con mefíticas alusiones a la marca España  y demás zarandajas estúpidamente publicitarias, resulta estomagante. Lo cierto es que jamás – y eso lo ha dejado establecido ya la investigación científica – encontraremos la tumba de Cervantes. Y no se encontrará porque murió casi en la indigencia – la familia solo pudo abonar dos miserables misas por el descanso de su alma – y rodeado por la más absoluta indiferencia de la Corte, de los aristócratas, de sus propios compañeros de su generación literaria. Cervantes fue pobre toda su vida, fracasó como autor teatral, la única vía por la que un escritor ganaba dinero en su época, se le negaron cargos, favores y honores, sufrió prisión por deudas, sus hijas amargaron sus últimos años con estúpidos devaneos.  Tan indiferentes fueron a su obra los que lo dejaron morir en la indigencia como lo son hoy los que pretenden vampirizar su figura para una ideología de poder y elevarlo para compartir hornacina con jugadores de fútbol, paellas canónicas o paradores nacionales. Y, sin embargo, aunque se permita en voz baja alguna queja, nunca perdió el humor, jamás cayó en el infecto pozo del resentimiento y supo perfectamente que había creado una novela inmortal que rompía todas las reglas y convenciones de su tiempo y simultáneamente provocaba las carcajadas de los taberneros y sus clientes. Los científicos ya pueden regresar a sus casas y sus laboratorios. Cervantes no necesita ni necrópolis, ni cortejos, ni marcas. En su lecho de muerte escribió a sus amigos: “Deseando veros presto contentos en la otra vida”. Y así ha ocurrido: contentos, maravillados y conmovidos nos encontramos con Cervantes cada vez que abrimos sus libros, cada vez que salimos de nuevo a recorrer el renovado juego del mundo, de la vida y la literatura con Don Quijote de la Mancha al frente de un ejercicio deslumbrante de libertad creativa.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

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