Sé que les parecerá inverosímil, pero después de los últimos días – en fin, de los últimos milenios –todavía puede encontrarse gente con las suficientes reservas de indignación cívica para lamentar doloridamente las misas por el alma y la salvación eterna de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera que se celebraron ayer en muchas capitales de provincia españolas y que fueron debidamente comunicadas a través de las habituales necrológicas en la prensa. “Esto es inconcebible en una sociedad democrática”, le leo a algún joven y arrebatado político. De verdad, no entiendo tanta grandilocuencia. Una fundación con el nombre del dictador es la que encarga y paga las misas en muchas o pocas localidades, según sus disponibilidades financieras. Si ustedes hubieran asistido a la celebrada en Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo, hubieran podido descubrir a una decena de ancianos catalépticos y a varios jóvenes pálidamente enchaquetados y con expresiones dignas del doncel de Don Enrique el Doliente arremolinados en las primeras filas de bancos. El resto, por supuesto, estaban vacías. Para la memoria amnésica de los españoles de menos de cuarenta años – porque murió hace ya cuarenta años: más de los que gobernó — Franco no significa prácticamente nada. Y no es que crea que esta evidencia sea una inmejorable noticia. Resultaría preferible que existiera un amplio consenso político y social sobre lo que fue básicamente la dictadura franquista: un régimen brutal de una pringosa miseria intelectual y moral, un fascismo nacionalcatólico y ajoarriero primero y un autoritarismo desarrollista más tarde que siempre se legitimó en el triunfo sangriento de una guerra civil y consideró enemigos de la patria, en acto o en potencia, a la mayoría de los españoles. No ha sido así. Para un sector de la derecha, en las décadas posteriores a su muerte en la cama, Franco fue un símbolo – no necesariamente inmejorable – de orden y prosperidad. Un sector de la izquierda no está dispuesta a perdonar fácilmente a la Historia y quiere conseguir matar a Franco y ganar la guerra civil de una puñetera vez. Al parecer el fondo catolicorro de muchos supuestos izquierdistas se reavivaba sin remedio ante unas misas tan pecadoras como las tributadas al Paquísimo.
A mí esa izquierda que se escandaliza porque a Franco le hagan misas me recuerda a los viejos del café mexicano del maravilloso cuento de Max Aub: La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco. Harto de escuchar diariamente las discusiones y acusaciones mutuas de un grupo de exiliados españoles en el café, hastiado sobre todo de escuchar año tras año la profecía sobre la caída del Caudillo el año próximo, un camarero se traslada sin decir ni pío a España y mata a Franco en un desfile. Luego se entretiene unos meses en Europa. Al regresar a México descubre que los exiliados han aumentado: se han sumado tres o cuatro falangistas. La República española se ha reinstaurado, pero de nuevo es campo de batalla entre las izquierdas y de los viejos exiliados no quiere saber nada. El camarero vuelve a los vasos y las botellas: con esta gente no hay nada qué hacer y habrá que seguir soportando sus idioteces y delirios hasta el fin de sus días.
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