Rambleros

Después de mucho tiempo, casualmente, me senté en el kiosco de La Paz. Había cambiado, sí. El kiosco de La Paz estaba colonizado en los años ochenta – sobre todo a partir de la tarde – por un zancandiliante piberío de poetas que no habían escrito un verso, músicos que tardarían en descubrirse sordos, chicas que querían ser actrices y se acostaban con todos para ampliar su código gestual, quinquis que consumían un único café con hielo durante horas, cinéfilos que ya llevaban las gruesas gafas que combinarían con una calvicie prematura, nietszchenianos masacrados por el acné, comunistas que abominaban de la alienante democracia burguesa y amaban los berberechos ajenos, ratas de bibliotecas condenadas al olvido, aprendices de proxenetas, anarquistas que estudiaban oposiciones, Yeyo Millet dictando sentencias y recitando a Baudelaire en un francés imaginario, el grupo de niños fascistas sentados alrededor de El Montaña, chicas embadurnadas en pachuli y maquilladas durante la resaca del penúltimo pedo, petas rulando entre ojos semicerrados y gestos nerviosos y encuentros, huidas y regresos que se prolongaban hasta la madrugada, porque el kiosco cerraba pero las mesas y sillas de metal se quedaban ahí y la conversación era eterna, porque no tenía principio y tampoco propiamente un fin. Era la Rambla. Éramos los rambleros: más que un bizarro gentilicio, un adjetivo calificativo y un breve, disparatado, imprescindible, divertido y lastimoso estilo de vida.
Los rambleros hemos desaparecido. Lo ratifiqué ayer al sentarme en la solitaria mesita, que ya no es de metal, sino de plástico. No lo voy a condenar. Lo incómodo no es el plástico, lo realmente incómodo es mi espalda. Ante mí triscaban jubilados asustados por la brisa y el sol, madres de familia empujando carritos, algunos estudiantes que asombrosamente consultaban apuntes de clase, diminutos mocosos que intentaban jugar y correteaban entre las mesas bajo los  furibundos berridos de sus padres. No hemos sido sustituidos. Simplemente hemos desaparecido. Algo así le ha ocurrido a esta ciudad: podría ser cualquier ciudad y por miedo a adivinarlo se niega a verse a sí misma. Me levanté lentamente e inicié el mutis y entonces lo descubrí: otro ramblero ya cuarentón que atravesaba la avenida como un fantasma atropellado. Intenté saludarlo. Se hizo el loco con una auténtica expresión de miedo en el rostro. Tampoco lo culpo. Lo realmente incómodo no es el presente chato e irreparable, sino el pasado que nos condujo a este lugar del que ya no podremos huir.

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

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