Carnavales

La meada como seña de identidad cultural

El ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife pretende multar con hasta 750 euros a aquellos y aquellas que meen en la calle durante los carnavales. En realidad la sanción está contemplada en la nueva ordenanza municipal de limpieza, que entra en vigor en pocos días, y que también incluye como penalizable fumar en la playa, escupir en la vía pública o depositar basura fuera de los contenedores.  Estos tres últimos objetivos son muy razonables y lo que asombra es que todavía no estén sancionados. Lo de mear en la calle, y no solo en carnavales, en cambio, es un rasgo antropológico de los chicharreros, y me temo que incluso contando con unidades de zapadores del Ejército de Tierra  no se podrá suprimir.

Todo el mundo mea durante los Carnavales regando con  hectolitros de orina las calles, jardines, parques y plazas del centro de Santa Cruz de Tenerife. Todo el mundo supone, como mínimo, el 90% de la población. Esta costumbre, elevada ya a rito de paso, piedra angular de nuestra fenomenología del espíritu, comenzó a practicarse ampliamente en los años setenta, cuando los carnavales iniciaron su masificación y se transformaron en grandes bailes al aire libre. Antes, durante el franquismo, y con muy raras excepciones, las fiestas carnavaleras se celebraban en casinos, clubes, sociedades recreativas y recintos más o menos cerrados. Llevamos aproximadamente medio siglo meando las calles durante las carnestolendas pero debe admitirse que el chicharrero siempre has tenido cierta inclinación hacia  orinar por las  esquinas. Quizás sea una manera de marcar territorio, como hacen otros mamíferos. Probablemente el santacrucero intuye –y no le falta razón del todo —  que su ciudad apenas existe – encontrará usted muy poco de Santa Cruz en la literatura, la música o el cine local —  y necesita una prueba de que, de alguna manera, la puede poseer, la puede vivir, le puede dejar huella, aunque sea apretando los esfínteres. Especialmente en su barrio, porque aquí el vecino mea en su querido barrio, como en carnavales se mea, si la prisa no impone otra cosa, en calles y portales conocidos y, por tanto, tranquilizadores e incluso reconfortantes. Los conozco que han cambiado de trabajo, de casa, de pareja y de drogas pero siempre mean fielmente, con la mascarita puesta, en los mismos sitios año tras año.

Durante la primera noche de las fiestas los chichas son prudentes, pero pronto, muy pronto, se acaban  finezas y comedimientos y  terminarán meando en los portales, parapetados tras los contenedores de basura, explorando los parterres como el doctor Livingstone supongo, transformando las farolas en mingitorios,  miccionando desde lo alto de un vehículo disfrazado de carroza, licuándose vivo en las puertas de las iglesias y de los colegios. Una tradición oral cuenta que dos meones encontraron la puerta de una vivienda particular abierta en la calle Cruz Verde y entraron a toda velocidad pero no llegaron al baño y lo hicieron en un pasillo a oscuras, pero lo que yo pude ver, escuchar, oler fue a una piba disfrazada coherentemente de cerdita ocultando su enorme trasero detrás del cañón Tigre para emprender “una larga y cálida meada”, como escribió Alvaro de Laiglesia, ese olvidado  poeta de La Codorniz. Mear callejeramente en los carnavales es entendido como una rutina fisiológica plenamente integrada en la identidad de la fiesta. Tal vez el acto de libertad o de libertinaje más universalmente practicado desde la Cabalgata Anunciadora hasta el Domingo de Piñata (todo en mayúscula). En unos carnavales, al borde ya de la borrachera, le pregunté a un periodista muy inteligente si creía que en el Santa Cruz carnavalero se orinaba más que lo se fornicaba. Se rascó la cabeza, asintíó ligeramente y me dijo: “Espérame un rato, que voy a mear”. Setecientos cincuenta euros por mear en la calle. O queman el ayuntamiento o el gobierno municipal podrá suprimir todos los tributos y tasas municipales.

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

La santísima trinidad

El humorista estadounidense Louis CK publicó tiempo después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York un par de tuits. No sé si recogían un chiste suyo o lo improvisó. En el primero afirmaba que la maldad de un individuo podía medirse por el tiempo que había tardado en masturbarse después del terrible y sobrecogedor derribo de las Torres Gemelas. ¿Tres días? ¿Dos semanas? ¿Tres meses? En el segundo, inmediatamente después, confesaba cuál era su caso: “Yo lo hice entre la caída de una torre y la otra”.  En esos atentados, como se recordará, fallecieron entre las llamas y los cascotes del World Trade Center 2.977 personas. Por supuesto a CK lo pusieron a parir. Cientos de estúpidos intentaron que le retirara su cuenta en Twitter y lo tacharon de delincuente. Perdió algunas actuaciones. Pero sobrevivió y también encontró el apoyo de muchos miles de seguidores. Lo suyo era un chiste, una observación cómica, una broma. El objeto del chiste no eran, obviamente, los cadáveres de miles de compatriotas destruido por la barbarie terrorista, sino precisamente la estupidez y la miseria humana, y el contraste entre algo personal y a su manera ridículo con un  acontecimiento tan aterrador.

La gente, por lo general, es muy bruta porque quiere serlo. No está dispuesto a conceder al humor, a la ironía o al sarcasmo más espacio que el que consagran sus propias carcajadas. Si no es así, si no responden a tus puñeteros códigos, si te atreves a pisar el jardín de sus prejuicios, el soleado porche de su ignorancia, se lo toman como un ultraje. En su espectáculo más reciente, Ricky Gervais lee un tuit que le ha mandado un hater: “Te creerás muy gracioso, basura, pero no eres más gracioso que un pedo que suena en el funeral de un niño de cinco años”. A Gervais se le ilumina la cara. “¿Y este tipo cree que me está insultando. Si me parece una imagen maravillosa. El pequeño ataúd ahí, en el altar, y de repente suena un pedo suave, largo…Maravilloso”. La gente no se ríe demasiado. Al humorista le da un poco igual y la gente se ríe más. Al final aplauden. Una cita más, que al personal le jode que tengas citas a mano, no como ellos, que solo tienen a su abuela con alzheimer como fuente de sabiduría y distracción: la gran humorista australiana Hannadh Gadsby contando en su monólogo Nanette – una auténtica obra de arte – como un chico la confundió con otro chico y estuvo a punto de romperle la cabeza cuando la descubrió intentado ligar con su novia. “Ah, perdona, creí que eras un tío, no, joder, creí que eras un tío, pero veo que solo eres una tía fea y gorda”. Risas del público. Después Gadsby cuenta la paliza que le propinó esa mala bestia.

Lo peor llega, por supuesto, cuando no los hijos de la ira, los justicieros de la necedad consensuada,  no entienden absolutamente nada de lo que has escrito, como el espectador de Nanett va descubriendo su ignorancia a medida que avanza el espectáculo. Hace un par de días, en Twitter, una mujer contaba que su padre había muerto con la camisa del CD Tenerife puesta y firmada por todos los jugadores. Soñaba con el ascenso. Me impresionó el relato y escribí que me parecía valleinclanesco. Se desató una pequeña galerna de insultos, imprecaciones, descalificaciones, injurias. Quizás hice lo peor, que fue responden a algunas de ellas. Una réplica me dejó estupefacto a pesar de que llevo bastantes años en esa red social: tenía que callar y aguantar los insultos más groseros porque “tú eres el que había empezado esta mierda”. Era imposible hacerle entender a esta turbamulta que llamar a una situación “valleinclanesca” no es insultar ni vejar a un señor recientemente difunto. Expresé mi sospecha de que los insultadores no hubieran leído a Valle Inclán. Me respondieron que era irrelevante. Es perfectamente inútil resistirse, porque la gente ha aprendido en Twitter que no tienen el deber de intentar entender al otro y en cambio tienen todo el derecho a escupirlo y humillarlo. Aquí, en Canarias; aquí, en Tenerife, hay cosas intocables y que no admiten bromas: la santísima trinidad del carnaval, el fútbol y la religión que define al chicharrerismo cabal. Los carnavales, las murgas y comparsas, el CD Tenerife  –cuando va ganando –y sus seguidores y jugadores y su directiva, la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Ni se les ocurra un chascarrillo, una broma, un repeluz. Son el espejo inmaculado de miles de idiotas que disfrutan con el insulto, con el escarnio y con su propia memez.  

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?