columnismo

Cierra el Savoy

Cuando Ernie nos dijo anoche que era la última vez que nos servía una copa en el Savoy algunos creímos que se había sacado la lotería, pero no era la tristeza de Ernie la que cerraba, sino el propio club. Extrañamente nadie pareció demasiado afectado; yo mismo, después de un fugaz respingo, me limité a sumergirme en el whisky con una extraña sensación de euforia, como Paulino Rivero se ha sumergido en el mar para impedir que mane petróleo. “Yo creo, muchacho”, me dijo Ernie sonriendo tan amablemente como en una rueda de reconocimiento, “que nada se parece tanto a una fiesta como cerrar un club imaginario: lo recordarás mientras vivas”.  Tonino Fiore, que estaba al lado, intentando tragar la comida del local  — ya se sabe que la comida del Savoy solo mejora si la vomitas —  farfulló que de todas formas no le importaría tatuarle un balazo en la cabeza al responsable del cierre. Clausurar el club precisamente esa noche, cuando, después de tantos años, tenía donde volver cuando se evaporara la madrugada, una chica que había descubierto la vibrante ternura de sus bíceps al arrancarle el vestido, se le antojaba a Tonino una putada.

En el fondo, entre la humareda de los cigarrillos, se oyó la voz del bueno de Chester Newman, suave como el ruido de una rata huyendo de una alcantarilla, que explicó que le tocaba emborronar una necrológica en el Clarion y solicitó que le pusieran otra botella, a ver si se intensificaba la agonía de su estómago y conseguía la empatía suficiente con el muerto para que en lugar de una hagiografía no le saliera un exorcismo. Había fallecido, para colmo, un periodista, y Newman consideraba la necrológica de un periodista sobre otro una masturbación mutua  en la que era más difícil conseguir un orgasmo feliz que en el dormitorio de Al Capone. Newman explicó que el periodista era gallego, pero ninguno de los presentes supo situar con alguna exactitud a Galicia en el mapa. Larry, el camarero, que no limpiaba los vasos porque lo consideraba una intromisión grosera en la intimidad de los parroquianos, opinó que Galicia quedaba a unas doscientas millas al este de Detroit. Es posible. En el Savoy todo era posible aunque casi nunca ocurría nada. El Savoy es un pantano de quietud mineral, alcohol mortífero y cansancio interminable  donde desembocan todos los fracasos que  acaso no consintieron ser vividos, pero que siempre merecieron ser contados. A la salida, cuando el sol nos deslumbró como a vampiros desdentados, le pregunté a Ernie si conocía a José Luis Alvite. “Muchacho”, me dijo, “como suele ocurrir en estos casos, yo lo conocía mejor que él a mí”. El Savoy había cerrado, y lo peor es que a estas horas del siglo ya no queda ningún sitio abierto hasta el amanecer de los hombres y las palabras.

 

 

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Conversación

Siempre me ha extrañado que en las series policíacas de la tele (y lo que no son comedias en la tele son series policíacas) el asesinado nunca sea un periodista. Toda la jauría de detectives del último medio siglo audiovisual se empecina en investigar el asesinato de empresarios, científicos, comerciantes, universitarios, pizzeros, mafiosos, mendigos, presidentes, joyeros, aristócratas, vagabundos, informáticos, adolescentes, empleados de banca, escritores, manicuros, arquitectos, atletas, soplones, policías incluso pero, periodistas, ninguno; columnistas, que  recuerde, menos todavía. No creo que esta ausencia sea fruto de ninguna simpatía por parte de los guionistas o del distinguido público, al menos, en el caso de los columnistas. Lo que ocurre es que los sospechosos por el asesinato de un columnista serían una lista interminable, sin excluir a los que él mismo ha matado de aburrimiento.
En todo caso asesinar periodistas en España deviene un gesto superfluo. Ya están cayendo como moscas. En cuanto al articulismo, en el mejor de los casos, es ya puro vintage, y más habitualmente, un oxidado artefacto retórico más relevante por el lugar que todavía ocupa que por su capacidad productiva. El columnismo siempre ha sido un género menor (adjetivo) del periodismo y no se merece nada más. Cuando Larra se pegó un tiro – para lo cual empleó la excusa de ser abandonado por su amante – era carnaval y en su calle, en el centro de Madrid, la gente, disfrazada y borracha, cantaba y bailaba y reía. El pistoletazo sonó como un petardo en medio del jolgorio, y en realidad no era otra cosa. El columnista cree que pega tiros, pero solo arroja petardos. Hay articulistas que parece que escriben o podrían escribir bien, pero se le tuercen los renglones, y es que perdieron algún dedo al arrojar un petardo que constituyó el instante supremo de su biografía de heroicos meatintas.
A partir de hoy se me ha invitado generosamente, en los diarios La Provincia y La Opinión de Tenerife, a reanudar esta ya baqueteada, estimulante y siempre insatisfactoria conversación con los lectores, con cada uno de ustedes, a los que el periodismo necesita más que nunca, y disculpen por señalar. Quizás he regresado al lugar de donde nunca debí salir. Pero nunca se sabe. Ulises necesitó transitar por media mitología para echar de menos a Ítaca, que nunca le dio nada, salvo la posibilidad de comenzar el camino y la ilusión agotadora del regreso.

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