Donald Trump

Trump, oh, el horror

Discurso de Donald Trump desde la opulenta ordinariez de Mar-a-Lago, anunciando que se presentará a las elecciones presidenciales de 2024. Y lo hará: como republicano para ganar o como independiente para vengarse. Grita amenazas, estupideces, píos anhelos patrióticos, visiones apocalípticas, algún chiste grueso, promesas de redención. Qué terrible es Trump, qué amenaza arrolladora para lo que queda de república democrática, cómo parar a este ogro que convierte en vileza todo lo que toca. Oh. Menos mal que, como apuntó Eternamente Yolanda, en las elecciones de medio mandato han ganado los nuestros. Imagino el sobresalto de cualquier senador demócrata al ser calificado como compañero por una militante comunista. El yolandismo es eso: la chorrada gratificante como categoría política, el buenismo susurrante como liturgia, la simplificación pueril de la realidad para que nuestro sueño llegue rápido y evitemos cualquier pesadilla. La pesadilla de votar a otro partido, por ejemplo.

Trump, sin duda, es muy malo, es lo peor de lo peor, pero en España, desde hace tres años, crece lozano y orgulloso un populismo cada vez más enfrentado a los principios básicos de gobernanza democrática, cada día más despreciativo con las instituciones y los procedimientos propios de una democracia representativa. Lo penúltimo es un ministra que acusa a los jueces de  incumplir una norma, la ley de Garantía de la Libertad Sexual, que es técnicamente un bodrio, hasta el punto de que ha permitido – en realidad ha obligado: no se puede dejar de aplica la retroactividad– a rebajar las penas a delincuentes sexuales. Durante meses se advirtió a esta sujeta, la ministra digo, desde el Consejo General del Poder Judicial, desde las asociaciones profesionales de magistrados, desde grupos parlamentarios como el PP o ERC, que su proyecto legislativo era una chapuza y que ocurriría lo que terminó por ocurrir, pero no hizo puñetero caso y forzó la aprobación de su engendro. Su reacción – y la de la gente de su cuerda, es decir, con sueldos sabrosones que dependen de la benevolencia de la excelentísima señora – ha sido acusar a los jueces de machistas y poner en marcha, de nuevo, la leyenda de un la una lawfare cuasigolpista contra un gobierno deizquierdas. Antes atacar la independencia de uno de los poderes del Estado – una característica de cualquier democracia — a admitir que me he equivocado y corregir el yerro. Los jueces, son todos fachas, menos Victoria  Rosell, y la solución consiste en ponerlos a hacer cursos de perspectiva de género hasta que dicten sentencias correctas, es decir, sentencias que agraden el Gobierno en general y al Ministerio de Igualdad en particular. En realidad el Observatorio contra la Violencia Doméstica informó que  ya existe por ley, desde 2019, la obligatoriedad de realizar un curso sobre perspectiva de género y ya lo han realizado 1.467 jueces y juezas.

Esto es lo último pero, por supuesto, solo lo último. En España el Gobierno elige para Fiscal General del Estado a una señora que dos meses antes era ministra de Justicia. A otra compañera, que se sacó justita la licenciatura en Derecho y es funcionaria de la Seguridad Social, presidenta del Consejo de Estado. A un miembro del comité ejecutivo del PSOE,  presidente del CIS, y a un amigo del presidente –por mencionar un caso al azar— jefe de Correos y Telégrafos sin ninguna experiencia en el sector y 200.000 euros mensuales de sueldo. Un presidente que ha mentido una y otra vez tanto dentro como fuera del Parlamento sobre sus compromisos políticos, que ha trampeado sobre sus sus límites y opciones para cerrar acuerdos de gobierno, pactando con fuerzas políticas que tienen como objetivo estratégico desmembrar el Estado, y que ha utilizado con fiereza el decreto ley como método legislativo predilecto y las modificaciones en los códigos legales para asegurarse continuar en el poder. Un presidente que ha pasado de rescatar a un barco cargado de inmigrantes como foto electoral a permitir  que asesinen a decenas de magrebíes y a continuación alabar a la policía española y a la gendarmería marroquí. Pedro Sánchez crea y destroza carreras y prestigios en el PSOE con el gusto despiadado que ha utilizado Trump en el GOP. Populismo maquillado de socialdemocracia que te murmura al oído: “No te olvides: la democracia es nuestra y solo nuestra, tuya y mía, y de nadie más”.

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Nos están echando

Claro que Emmanuel Macron no es Marine Le Pen ni viceversa. Y por supuesto que hay que pedir (y explicar) el voto al primero para frenar a una extrema derecha que pretende haberse normalizado como partido pero que plantea la destrucción de la República y su sustitución por una suerte de Vichy revisitado. También es cierto que en las democracias liberales la elección suele dirigirse a excluir el mal mayor. Y aún así una democracia agusanada por los escándalos de corrupción que presenta como horizonte más plausible impedir el desembarco en la Jefatura del Estado a una fuerza autoritaria, populista y xenófoba no parece ya no excitante, sino simplemente viable a largo plazo. Más del 70% de los votantes franceses han evitado depositar su confianza en socialistas y gaullistas, los dos grandes partidos de la República desde los años setenta, y el más votado es un ex ministro que casi improvisó una plataforma política en pocos meses. El sistema político francés está mutando a toda velocidad y uno de los motores del cambio es la atracción fatal de toda la derecha  — y una parte no desdeñable de la izquierda – por lepenizarse moderadamente. Lo suficiente para no perder totalmente su atractivo electoral.
Entre las docenas de libros y panfletos que intentan una interpretación verosímil y útil de lo que ocurre está el último libro de un periodista inglés, David Goodhart, El camino a algún lugar,  donde encuentra la matriz del populismo triunfante en la dicotomía – y enfrentamiento — entre los cosmopolitas –las élites políticas y culturales que se encuentran cómodas o se adaptan tanto a nuevos espacios físicos y mentales como al proceso de globalización económica – y los somewhere, aquellos que son de algún lugar, aquellos que se identifican con las culturas, usos y costumbres de comunidades (la región, la ciudad, el barrio) que se sienten amenazadas en su integridad ( en la conservación de sus trabajaos y sus valores morales) por la inmigración y la degradación económica de su entorno. El populismo consiste básicamente – según Goodhart, que no es precisamente muy original – en un discurso político que le trasmiten a los somewhere que, contra los defensores de lo políticamente correcto,  ellos tienen razón, tienen toda la razón en indignarse, en asquearse, en rechazar con toda su alma a los que contaminan y pretenden destruir su comunidad de creencias, costumbres y valores, y que se les devolverá el poder sobre sus propias vidas, por ejemplo, rebajándoles sus impuestos para dejar en sus bolsillos cincuenta dólares más cada año.
Sí, esa es la estratagema de los movimientos populistas conservadores, los que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca, los que propagaron y consiguieron la victoria del Brexit, los que han convertido al Frente Nacional es una fuerza política potente y votada por millones de obreros, pequeños comerciantes y desempleados. Una mezcolanza ideológica entre las preces del neoconservadurismo moral y las milagrosas virtudes de la desregularización económica y la privatización de cualquier servicio público. Pero la tesis de Goodhart solo explica un modelo de gestión y propaganda electoral que intenta aprovechar una situación y crear enemigos exteriores para ganar elecciones y legitimar praxis políticas racistas, discriminadoras, excluyentes. Porque la crisis de las democracias representativas hunde sus raíces en su incapacidad para impulsar reformas políticas, jurídicas y sociales que respeten e impulsen los derechos y libertades de los sujetos y el bienestar de las poblaciones. Unas democracias sin ciudadanos y sin potencia transformadora que se resigna a una relación ancilar con los poderes financieros y económicos transnacionales. Robert Dahl explicó como sin desarrollo capitalista no prospera una democracia liberal y parlamentaria pero que a la vez las exigencias de crecimiento, transformación y dominio del capital condicionan fuertemente los límites emancipadores de las democracias liberales. Unas democracias parlamentarias cada vez más débiles, más prostituidas, más inverosímiles. El ideal democrático – asentado en los valores ilustrados y en la aspiración a la libertad y la justicia — era, precisamente,  nuestro somewhere político. Y nos están echando.

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Donaldismo puro

Donald Trump no debe preocuparse por diseñar ninguna estrategia en la batalla electoral hacia la Casa Blanca. Debe contentar a su hinchada y punto. Como su hinchada está compuesta por white trash, por clases medias arruinadas, por los exterminados por hipotecas delirantes, por subempleados que cobran por horas y fanáticos religiosos, gana siempre al insultar, al agredir, al despreciar groseramente c cualquier político, cualquier partido, cualquier programa y medida. Un millonario falsamente antiestablishment que quiere y consigue canalizar la indignación y el resentimiento contra las élites políticas del país. Pero esto es una interpretación. Trump no necesita ninguna. Trump no necesita argumentos ni datos. Trump usa el lenguaje ignorándolo. La realidad es insignificante. Incluso la realidad verbal. Trump miente con desparpajo y ridiculizando al que no lo hace. Sí, soy un cerdo, pero un cerdo como ustedes, yo soy su cerdo, queridos compatriotas indignados.  Para esto no es menester delicadezas. Repite, simplemente, lo que quieras decir, y niega si es imprescindible lo que has dicho. Este podría ser el ejemplo de una conversación con una donaldista:
— Todos ustedes, los que quieren que Trump se estrelle en el curso de esta campaña, son unos hijos de puta.
–¿Cómo díce? Nos está llamando hijos de puta?
— ¿Yo? Para nada.
— Pero si lo ha hecho. Hace medio minuto. Hijos de puta.
–No, yo no he dicho eso. He dicho que parece que usted esté ansioso porque se lo llamen para continuar con su exhibición de víctima desdichada…
— ¿Víctima desgraciada? Le voy a…
— Y además violento. ¿Se dan cuenta por qué debemos armar más y mejor a nuestra policía?
Trump es el adelantado, por supuesto, pero toda la praxis política y lectoral en los últimos treinta años lo han venido preparando en unas democracias parlamentarias cada vez más exhaustas. Cuando José Manuel Soria brinda explicaciones que no son explicaciones sobre su implicación en los papeles de Panamá, cuando no se puede entender el frondoso galimatías de prohombres y promujeres de CC para explicar la moción de censura en Granadilla  de Abona, cuando los opinólogos señalan que Mariano Rajoy se cree y no se cree a la vez sus propias necedades tartamudeantes se hace obvio que la doctrina Trump – despreciar la lengua como paso previo para despreciar a los ciudadanos con su pleno consentimiento – ha llegado para quedarse. Para quedarse como una bomba lapa incrustrada en el mismo corazón del idioma a fin de aniquilarlo y la verdad y la mentira sean intercambiables. ¿Qué algo no viene a cuento? Mejor, mucho mejor. Ayer estaba Noemí Santana estrangulando la lengua española desde su escaño e intentando, con poco éxito, alcanzar algún orden sintáctico comprensible. Encontró la doctrina Trum y procuró ligar a Clavijo y su gobierno con el caso Las Teresitas. Por supuesto el presidente se tomó la molestia de señalar que ni él ni su equipo tenían nada que ver con eso. Pura irrelevancia. Santana, embarcada en un monólogo al que los argumentos del otro se la pelan,  se arremangó como cristo antes de subir a la Cruz y le espetó sin más: “¿Usted vino aquí a hacer política o a hacer negocios?”.
Donaldismo puro.

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