Estado de Bienestar

Regresar al reformismo (y 2)

El libro que estimuló estos dos últimos artículos (La crisis de la socialdemocracia, ¿qué crisis?, de Ignacio Urquizu) es fundamental y un tanto crípticamente optimista. Para el profesor Urquizu la socialdemocracia, en sentido estricto, no está en crisis: tiene por delante “una hoja de ruta con retos, objetivos y soluciones”. Sin embargo, simultáneamente, Urquizu afirma algo mucho más grave: “No es la socialdemocracia la que está en crisis, sino la democracia”. Es decir, el vaciamiento de poder de las instituciones representativas, la desdemocratización de facto de los sistemas parlamentarios, con la característica distintiva, en la Unión Europea, de un cesión cada vez más amplia de soberanía hacia instituciones supranacionales cuyo control democrático por los ciudadanos se antoja, al menos, discutible. Pues bien, es difícil diagnosticar una crisis sistémica de las instituciones democráticas y afirmar paralelamente que el reformismo socialdemócrata está como un pimpollo y solo tiene que ponerse a trabajar –y ganar elecciones – para recuperar la fuerza y resplandor de antaño. No, la situación es otra. La quiebra de la socialdemocracia, la momificación de sus estrategias, la erosión de su discurso, la pérdida de su credibilidad, hunden sus raíces  en la crisis de la democracia representativa tanto –al menos –como en la evolución del capitalismo en los últimos treinta años, procesos ambos peligrosamente relacionados. Y sobre todo, en la incapacidad de la socialdemocracia para afrontar esta deriva, ante la que apenas ha rechistado. Al contrario: se ha adaptado a la misma y en ocasiones, incluso, la ha legitimado suicidamente.

Del libro del profesor Urquizu – como de otros análisis recientes, como Más democracia, menos liberalismo, de Ignacio Sánchez-Cuenca – se desprende una falta de urgencia que quizás esté justificada por su pulcro carácter académico. Pero desde un punto de vista político y social la situación actual es de una urgencia angustiosa. La rapidez con la que se está transformando el modelo social,  cabalgando sobre la crisis fiscal originada por los problemas de la deuda pública y privada, es relampagueante. Y la actitud de la socialdemocracia ha devenido, en el mejor de los casos, puro resistencialismo, como el que practica mal que bien el presidente Hollande en Francia. En el resto de las izquierdas prima un reverdecimiento de la retórica maximalista y el ofrecimiento de medidas y propuestas tan lúcidas, delicadas y eficaces como las del doctor Frankenstein en su mesa de operaciones. Es una situación desesperante, entre una socialdemocracia que ha abandonado el reformismo y unas izquierdas – en España perfectamente representada por IU – para la que todo reformismo es una genuflexión lacayuna y se entretiene soñando y coreando cambiarlo todo de arriba abajo. Ese todo ambigüo y oprobioso que los mejor informados llaman “el régimen”. El sindicalista Diego Cañamero visita Tenerife y grita a amigos y simpatizantes: “¡Viva la clase obrera!” y todo es un fragor de aplausos entusiastas. Nadie considera de interés preguntarle qué es la clase obrera. Yo mismo estaría dispuesto a sumarme al grito si me lo aclararan previamente. El desempleo abrumador, la miseria creciente, la dinamitación del Estado de Bienestar, la impunidad de la oligarquía bancaria, la conculcación de derechos constitucionales son evidencias cotidianas. La fraseología de la clase obrera, en cambio, funciona únicamente como un código de identificación emocional.

Y el único sendero factible está, precisamente, en el reformismo político y social sobre la que la socialdemocracia partidista no piensa y las izquierdas (comunistas, ecosocialistas, feministas, anarquistas) no quieren pensar. Es más: izquierdas y derechas (conservadores o liberales) coinciden alarmantemente en entonar el responso a la socialdemocracia, cargado de un desprecio caricatural. Y eso ocurre, exactamente, cuando la única estrategia para que las sociedades democráticas europeas no sean brutalmente transformadas en contra de los intereses de la mayoría ciudadana  es la construcción de un compromiso histórico entre la socialdemocracia y las izquierdas comunistas y ecosocialistas que debe tener su primer escenario de acción en la Unión Europea. El compromiso histórico fue el frustrado intento de llegar, allá por los años setenta, a un acuerdo básico de reforma política e institucional entre el PCI y los sectores menos corruptos y más reformistas de la Democracia Cristiana italiana. El proyecto terminó desangrado en el maletero de un coche: el asesinato de Aldo Moro. Ese compromiso histórico le urge a la izquierda si no quiere limitarse a ser (unos y otros) elementos decorativos en los sistemas parlamentarios. En una situación de emergencia excepcional resulta imperativo articular propuestas y alianzas excepcionales.

Antonio Gramsci elaboró un concepto de praxis política todavía útil: el concepto de hegemonía. No se trata de disolver las identidades político-ideológicas de las izquierdas de principios del siglo XXI en el enésimo frentismo electoral. Se trata de sumar esfuerzos alrededor de un programa que asuma como propio los objetivos y reivindicaciones sociales de carácter progresista procedentes de todos los sectores de la sociedad, priorizando especialmente el fin de una democracia intervenida y la reconstrucción del Estado de Bienestar. Uno de los primeros deberes de supervivencia y eficiencia de un partido o movimiento de izquierdas es diagnosticar y metabolizar críticamente la realidad, y el 15-M es un recordatorio pertinente en un aspecto concreto: obtuvo su potencia y su capacidad de proyección  por su perfil transversal e inclusivo y por el uso de un lenguaje político liberado del eslogan babieca.

Si no es así, si no se toma resueltamente, desde una unidad estratégica de la izquierda, en Europa y en España, el sendero de la reforma, orillando el pancismo socioliberal y el revolucionarismo marxistoide, apoyando y apoyándose en sindicatos, plataformas y comités ciudadanos, el porvenir será muy oscuro y la partida estará definitivamente perdida.

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Paradigma

Es irreprimible la tentación de resistirse a la evidencia última: estamos ante un cambio de paradigma de lo político, de lo económico y de lo público. Las cosas no volverán a ser lo que fueron, y no solo cuantitativa, sino también cualitativamente. La larga y agónica crisis económica transformará no únicamente estructuras y procedimientos políticos y administrativos, sino la misma concepción de la política: la recesión, el paro, la pauperización de las clases medias, el crecimiento de la exclusión social ayudan paradójicamente a la victoria definitiva del sálvase quien pueda, a la reducción del Estado de Bienestar a un Estado asistencial cada vez más jibarizado, a la sustitución de la legitimación democrática por una legitimación tecnocrática, a la evaporación de derechos sociales presentados ahora como legañosos escollos que impiden el crecimiento, la prosperidad, el triunfo de la productividad. La crisis fructificará en una transformación de la cultura política – hace treinta años se mantiene una batalla ideológica que ahora rinde frutos – y conducirá a una nueva mística del heroísmo del capital que, sobre todo, vender cínicamente el valor de la dureza. ¿Qué dureza? Bueno, la dureza a la que se refería Benito Mussolini en una frase excelsa: “El fascismo es el horror ante la vida cómoda…”
Todos nos resistimos a un cambio ahora mismo inimaginable, Se resisten también los empresarios, por supuesto, y ahí tienen ustedes el temblor de la dirección de la CEOE ante la rebaja de un 33% de la inversión pública para el año 2012. El presidente de la patronal, José Carlos Francisco, ha alertado que una disminución de la inversión productiva después de un año “tan complicado” como será 2011 “es realmente preocupante, por sus efectos multiplicadores en el resto de la economía, en particular sobre el empleo”. Difícil situación, en efecto. Al ser el Gobierno autonómico el principal asignador de recursos en este país, ¿qué ocurre cuando el Gobierno carece de recursos para asignar? ¿Qué ocurre cuando el Gobierno renuncia explícitamente – como en el resto de España y la UE – a emplear la inversión pública como instrumento anticíclico en una economía estancada y descuadernada? Lo peor, por supuesto. Tendremos empleo, pero será un empleo peor y de alma dickensiana. Tendremos empresas, pero sentenciadas a la mediocridad y a la debilidad porque sus posibilidades de investigación e innovación quedarán estranguladas. Tendremos democracia, pero solo para votar a los gestores indistinguibles de un desastre cotidiano.

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Papel mojado

Un amigo me envía un video con una intervención pública de Julio Anguita quien, por cierto, ha renunciado a la pensión que le correspondía como exdiputado, porque afirma que con los 1.400 euros de jubilación que le quedan como profesor de Enseñanzas Medias tiene suficiente para ir tirando. Anguita puede y quizás debe merecer muchas críticas (a su estrategia parlamentaria, a su gestión de las crisis en Izquierda Unida, a cierta simplicidad catecuménica suya y muy suya) pero es una de las figuras políticas más decentes y coherentes de los últimos treinta años. Anguita adelanta diez medidas para superar la crisis económica bajo una prioridad central: salvaguardar los intereses de la mayoría social y no desgastar el Estado de Bienestar. El núcleo central de su propuesta, por lo que entiendo, se basa en la lucha contra el fraude fiscal, una reforma tributaria que aumente los tipos a las rentas más altas, la persecución de la economía sumergida y la desaparición de las SICAV: con esto Anguita sostiene, sin precisar mayores detalles, que aflorarían 120.000 millones de euros en un año. Yo no se cómo explicar mi percepción de estos trabajosos esfuerzos anguiteños, que serán publicados en el próximo número de Mundo Obrero (sí, sigue existiendo Mundo Obrero). No sé explicarlos, al menos, sin recurrir a la palabra melancolía. Y me ocurre, obviamente, porque mi simpatía por los principios de ética ciudadana de Julio Anguita es tan intensa como mi decepción por sus ocurrencias, que funcionan más o menos razonablemente como abstracciones, pero que tienen tanta relación con la economía real como la varita de Harry Potter con la termodinámica.
Más allá de la obsesión de muchas izquierdas por la vía recaudatoria para librarnos de todo mal – que parte de una amnesia sistémica: en las crisis las empresas pequeñas y medianas que no se hunden se empobrecen—debe citarse un factor fundamental: la globalización financiera y económica. El capitalismo ha sabido universalizarse y, en cambio, las estrategias a favor de las mayorías ciudadanas, no, sean partidos, sindicatos o movimientos sociales. Siguen estabulados en ámbitos locales, regionales o nacionales. Y así es imposible no ganar la partida, sino simplemente jugarla. El Gobierno de Canarias, por ejemplo, no puede aumentar su deuda pública – si eso fuera pertinente – sin la autorización ministerial correspondiente. Y lo mismo le ocurre al Gobierno español respecto a Bruselas y a Bruselas respecto a los consorcios bancarios y los fondos de inversión internacionales. Como correlato a esta dimisión de la política, hasta que no sea posible convocar una huelga general con más o menos éxito en toda la UE, los intereses generales serán, cada vez en mayor medida, papel mojado.

Publicado el por Alfonso González Jerez en General 4 comentarios
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