Hitchens

Semana Santa

Lo único divertido de Semana Santa era poder ver por enésima vez Ben-Hur por la tele, y ahora, pese a que los canales y plataformas se han multiplicado como los panes y los peces en el mercado audiovisual es casi imposible encontrar la película. Quedan las procesiones, las imágenes, los cirios, los penitentes, las horribles fanfarrias de los tambores o esos silencios polisémicos que tanto admiran las personas espiritualmente sensibles, entre los que no me encuentro. Lo chocante es que desde hace unos cuantos años se intenta vender la Semana Santa de los católicos como un producto purificado de cualquier contenido religioso cuyo atractivo estribaría básicamente en su estética cromática, escultórica  o escenográfica. Se trata de vender material o simbólicamente la Semana Santa como un acontecimiento casi artístico con el que el cliente se puede emocionar sin compartir en absoluto las creencias religiosas y los preceptos dictados por la Iglesia Católica Romana. Quizás a la mayoría de los obispos les chirríe esta fórmula de divulgación y comercialización,  la metamorfosis de la Semana Santa en un bizarro parque temático, entre lo pintoresco y lo macabro, pero deben tolerarla, porque probablemente ha devenido la única manera de conseguir o mantener públicos amplios y entusiastas y puede incluso pescarse algún alma perdida en cholas y bermudas que se quede con la boca abierta frente al Cristo de la Misericordia.

Un servidor es incapaz de cargarse de empatía para interesarse por las procesiones, los nazarenos, los cofrades, los pasos y todo el complejo ritual propio de una festividad trabajada durante siglos y plagada de signos, metáforas y alegorías . No puedo evitar sentir repeluz ante la estilizada truculencia de la celebración de una muerte que culmina con una resurrección y la promesa de la eternidad, una nrración ritual en la que pesa más el desprecio a la vida, a los cuerpos y a los sentidos que cualquier dicha por el prometido rencuentro con nosotros mismos (y con los seres queridos) en un futuro que será una eterna e insípida repetición del presente. Disculpen ustedes, no les tengo ninguna simpatía, y al escuchar los tambores ominosos, al ver acercarse los capirotes amenazantes, al contemplar bamboleantes cristos crucificados, torturados o caídos he recordado la reflexión de Christopher Hitchens en una de sus últimas apariciones públicas, ya mortalmente enfermo: “Saber que vas a morir es muy duro. Es como si estuvieras en medio de una fiesta divertida y alguien te tocara en el hombro y te dijera: debes marcharte enseguida y la fiesta seguirá sin tí. Sin embargo, creo que es un consuelo pensar que la situación inversa es igual de terrible. Estás en medio de la fiesta, harto y agotado, y alguien te toca el hombro y te dice: el jefe quiere que te quedes en la fiesta para siempre e insiste en que lo pases muy bien”. Exactamente, Hitch. Abrir los ojos y encontrarte para siempre, por ejemplo, en una procesión de Semana Santa, calle arriba y calle abajo, un alma con o sin cholas condenada a la salvación y la vida eterna amén.

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Qué pesadez

No me pidan escribir sobre Kennedy. Sobre JFK y la efímera corte de Camelot solo pueden registrarse tres cosas estupendas. Una es ese chiste dialogado en una película de cuyo título no consigo acordarme:
— ¿Recuerdas qué estabas haciendo cuando mataron a Kennedy?
— ¿Cuál Kennedy?
— Qué más da. Cualquier Kennedy.
La otra es una anécdota que cuenta en uno de sus libros Gore Vidal, quien nunca perteneció estrictamente al círculo camelotiano, pero trató al presidente con asiduidad antes y después de asumir el cargo. Una hermosa mañana de domingo, meses antes de las elecciones, los Kennedy celebraron un picnic y Vidal se permitió invitar a Truman Capote. Después de pescar Kennedy y su señora, esa belleza anfibológica llamada Jacqueline, se dirigieron a la mansión familiar; Vidal y Capote los seguían por una vereda primorosamente rodeada de flores. El dramaturgo observó arrobado el trasero de Kennedy y le dijo a su amigo:
–Desengáñate, Gore, los norteamericanos jamás votarán por un culo como ese.
Truman Capote poseía, siquiera en potencia, la misma capacidad como analista político que Hermann Tertsch.
La tercera, en fin, es un memorable ensayo que Christopher Hitchens dedicó a demoler el “vomitivo culto a los Kennedy” que ya consideraba periclitado, pero todavía extrañamente vivo e incordiante. John F. Kennedy habría sido un presidente oportunista y negligente, incapacitado por sus enfermedades, dolores y drogodependencias durante la mitad del día y con un vago programa político que ni siquiera pudo o supo desarrollar durante sus poco más de dos años y medio como jefe del Estado. Por supuesto, Kennedy tenía enemigos, los enemigos de una familia muy rica, influyente e inescrupulosa, pero era innecesario matarlo para neutralizar su aguachirlesco reformismo político que, por otro lado, jamás amenazó los intereses estratégicos del estatus quo: durante su mandato comenzó la escalada militar estadounidense en Vietnam y no se avanzó un paso en materias como la sanidad o la educación públicas. Fue Johnson, ese tejano malencarado y malhablado, quien aplicó las políticas sociales que beneficiaron a millones de estadounidenses e impulsó la lucha por los derechos civiles. Las teorías de la conspiración, según Hitchens, resultan, en este y en otros casos, “humaredas exhaustas de la democracia”, el subproducto inevitable de una sobresaturación informativa tan poderosa que ha creado la fantasía dolorida de un estadista, un legado y una esperanza.

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