José Fernández Alberto

Una mesocracia radical

Siempre se ha subrayado la actitud timorata, complaciente y conformista de la clase media. En los viejos manuales marxistas – ah, esos tomazos de la editorial Progreso de Moscú – la clase media, calificada habitualmente como pequeña burguesía,  recibía todavía más palos que los grandes capitalistas, y es que – coyunturas frentistas al margen – las clases medias, en su ruin ceguera, constituían de facto una fuerza antirrevolucionaria que segregaba cultura e ideología para legitimar el estatus quo.  El pequeño burgués, en definitiva, era un enemigo de clase más ardorosamente denunciado que el prototípico capitalista de puro y chistera,  porque en su supuesta moralidad, en sus ambigüos anhelos culturales, en su espiritualidad utilitarista, ocultaba su complicidad esencial con las injusticias del (des)orden social establecido. Este punto de vista doctrinal, obviamente, siempre ha sido caricaturesco. Ahora mismo quizás quede más claro que nunca con la actitud político-electoral de amplios sectores de las clases medias en España.
Por supuesto, las clases medias han sufrido en sus carnes la prolongada crisis económica. Es poco discutible la pauperización que han padecido muchas decenas de miles de familias y su veloz caída desde una tolerable medianía en la pobreza, el desamparo, el desarraigo. Pero para un amplio sector de las clases medias y medias altas en este país – la mayor parte de los funcionarios y bastantes profesionales liberales – la crisis solo ha significado daños colaterales. Molestos, pero asumibles. Tal y como han demostrado empíricamente politólogos y sociólogos como José Fernández-Albertos, ellos son, precisamente, el grueso de los ciudadanos que se beneficia más del modesto – y últimamente golpeado – Estado de Bienestar Español, cuyo principal defecto es ser escasa e ineficazmente redistributivo a la hora de transferir recursos de los más ricos a los más desfavorecidos. Las razones de esta disfuncionalidad están en la dualidad brutal del mercado laboral español, en el diseño del sistema de seguridad social y en la ineficacia de la recaudación fiscal.  En los últimos treinta años no han sido los trabajadores con bajos sueldos y menor estabilidad laboral los más beneficiados por el Estado de Bienestar construido en la etapa democrática, sino las clases medias: los insiders del mercado laboral.
Es la preferencia del voto de ese amplio sector de las clases medias españolas, básicamente urbanas, el que, en las recientes encuestas electorales, explica el aumento de apoyos a Podemos y a su gaseoso programa de reformas radicales y patrióticas. Sectores socioelectorales que en los años ochenta y principios de los noventa votaban mayoritariamente al PSOE. Aquellos mejor acomodados entre los incómodos – por no hablar de los aplastados – en  la devastadora crisis económica. Los que suelen decir que no se puede estar peor. Si mirasen diez minutos a su alrededor podrían comprobar que están muy equivocados.  No lo harán, claro.  Pero no lo harán.  Ya lo escribió Benedetti en un poema: «Clase media/medio rica/medio culta/ entre lo que cree ser y lo que es/media una distancia medio grande./ Desde el medio/mira medio mal/a los negritos/a los ricos/a los sabios/alos locos/a los pobres./ Si escucha a un Hitler/medio le gusta/y si habla un Che/medio también./En medio de la nada/medio duda/como todo le atrae/ (a medias) analiza hasta la midat/todos los hechos/ y (medio confundida)/sale a la calle con media cacerola…»

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Democracia intervenida

Desde un punto de vista fáctico, y hablando en puridad, Mariano Rajoy ya no es presidente del Gobierno español. Mariano Rajoy es una suerte de testaferro que gestiona con su equipo un conjunto de políticas económicas y fiscales impuestas desde los órganos de dirección de la Unión Europea cuyo cumplimiento será supervisado periódica y sistemáticamente. Como es obvio, las Cortes tampoco legislan en sentido estricto: su principal cometido, en los próximos años, consistirán en la convalidación de los decretos-leyes que, por lo general con cierta urgencia, les remitirá el Ejecutivo. Como el presidente ya se abrasará bastante con su propia política, no menudeará sus visitas al Congreso de los Diputados a fin de evitar críticas, diatribas y sofocones superfluos. El proyecto de la UE supone una cesión de soberanía estatal a favor de instancias federales o confederales superiores; algo muy distinto es la intervención de una economía, que tiene como correlato inevitable una democracia intervenida. Una situación que, tal y como expone José Fernández-Albertos en su muy recomendable libro, parte del premeditado aislamiento de la política económica respecto a las demandas de la ciudadanía y nadie sabe dónde termina, aunque cabe sospechar que en ningún lugar demasiado salutífero para los principios democráticos y los derechos cívicos que han costado muchas décadas conquistar y consolidar.

Lo realmente terrible de esta circunstancia es que las fuerzas de resistencia ante semejante catástrofe parecen, para decirlo con suavidad, más bien exiguas. Ciertamente decenas de miles de personas recibieron en Madrid a los obreros del carbón, entre aplausos y piropos, pero uno comienza a sospechar que más que compromiso político en esas manifas se practica una catarsis colectiva sin efecto alguno en el curso de los acontecimientos. Luego media docena de idiotas provocan un incidente policial y los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado ya tienen pretexto para soltar patadas y porrazos con una seña que, hace un par de años, hubiera supuesto una fulminante solicitud de dimisión del ministro del Interior. Sí, soy pesimista. Y cuando leo algunas de las alternativas que se plantean desde sensibilidades dizque de izquierdas mi pesimismo empieza a transformarse en desolación. Observen ustedes las propuestas de una Asociación de Inspectores Fiscales para aumentar la recaudación. Estos técnicos de buen corazón apuntan, por ejemplo, que la reducción de la economía sumergida “en diez puntos” supondría una recaudación fiscal de nada menos 38.577 millones de pesetas. Pero, hombre, hombre, si tú obligas a aflorar fiscalmente la economía sumergida, la mayoría de los negocios que reptan por esas alcantarillas se extinguirían. Porque la mayor parte de las actividades de la economía sumergida tienen ese margen de rentabilidad que las convierte en interesantes a sus desaprensivos muñidores, precisamente, en eludir cualquier responsabilidad tributaria. Con estos fantasiosos placebos nos consolamos mientras se construye a martillazos, sobre la espalda de la mayoría, un modelo social depredador, encanallado y brutal cuya legitimidad democrática se evapora entre telediario y telediario.

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