Latinoamérica

Eduardo Galeano

Sí, ya sé. El propio Eduardo Galeano lo sabía y al final, en uno de sus penúltimos cansancios, lo dijo. Las venas abiertas de América Latina es un mosaico de verdades incontrovertibles y espeluznantes sostenidas no por una teoría interpretativa válida, sino por una espléndida retórica maniquea. Que un panfleto vibrante haya sido tomado por un insuperable estudio de historia económica no es exactamente culpa del autor, aunque él tampoco resulte del todo inocente. Galeano jamás admitió ser inocente. Ser inocente deviene ser un patán, es una forma de ausencia, y si Galeano no compartió una actitud no fue la de ausentarse, precisamente.
No, no lo ignoro, por supuesto, y si ustedes insisten, me adhiero al repelús que puede provocar el tono invariablemente aireado, la ironía siempre unidireccional, el terco reduccionismo de la historia y la política, los peligros funerarios de la utopía, las apuestas equivocadas por fórmulas de redención que terminan en fracasos indignos, la testarudez de mantener esas apuestas más allá de toda prudencia intelectual y moral, el convencimiento estrábico de que si las derechas oligárquicas y armadas hasta los dientes son el infierno las izquierdas siempre merecerán la amnistía, la comprensión y hasta la solidaridad en el cielo de nuestras bocas, los pactos de silencio sobre lo que no debía ocurrir y sin embargo ocurre en el vientre putrefacto de las revoluciones, el desprecio paradójico hacia una cultura bajo cuyo prisma (precisamente) se intenta rescatar las arrasadas culturas indígenas, porque los guaraníes jamás entenderían – ni querrían entender — la cultura de los zapotecos ni viceversa.
En la hora de la muerte de Eduardo Galeano todas esas contradicciones, insuficiencias, errores o vicios pueden y quizás deban formar parte de un juicio literario, pero no del agradecimiento vivo de un lector. Porque la principal ética de un escritor no está en el compromiso con una posición ideológica, sino en un hermanamiento a sangre y fuego con la palabra, hasta el punto de jugarse la vida literalmente por no callar, por no callarse, por no cederle a los sicarios hasta esa última palabra de libertad que los refuta aunque sigan matando. No la tienen, no la tendrán, y aunque los amigos y compañeros de Galeano fueran tan discutibles, y a veces tan detestables, los enemigos son enemigos de todos. Para admirar a un gran fabulista – que unió los talentos del escritor y del periodista en descubrir la grandeza en lo pequeño, en encontrar una cosmología en una anécdota – no hace falta, se los puede asegurar, compartir todas y cada una de sus moralejas.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Un novelero genial

1. Con la muerte de Gabriel García Márquez desapareció un gran fabulador, pero también acabó una estirpe irrepetible de la que fue el último representante: el escritor que únicamente sobre la grandeza literaria de su obra, es decir, sobre las palabras, consigue no solo riqueza y fama, ni siquiera el reconocimiento unánime de los poderosos, los millonarios, los dictadores, las cantantes y las reinas de belleza sino también poder. García Márquez era un hombre de poder y lo ejerció amplia, gozosa  y a menudo astutamente. Siempre le fascinó el poder, que para él resultaba el concentrado definitivo de lo más propiamente humano, el fulgurante punto de encuentro entre la voluntad y el deseo, el doble anclaje de lo peor y lo mejor de los hombres. “Como te gustan los dictadores, los conoces bien, todos somos así”, le certificó Omar Torrijos después de leer El otoño del patriarca, y tenía razón, salvo que también le gustaban los presidentes elegidos más o menos democráticamente, y sí, era amigo íntimo de Fidel Castro, pero también se marchaba de vacaciones con Carlos Salinas de Gortari, una de las bestias más peligrosas que se ha sentado jamás en la Silla del Águila. García Márquez coleccionaba presidentes y príncipes como otros se dedican a la filatelia. No siempre fue una ocupación frívola: más de una vez sirvió de discreto y eficaz intermediario político (entre Castro y Bill Clinton, por ejemplo) o colaboró con la liberación de presos políticos, por razones humanitarias, en la mismísima Cuba. Sin su intervención Norberto Fuentes quizás seguiría pudriéndose en la cárcel. Pero su obsesión por el acceso y el trato a los  poderosos era el síntoma irreprimible de una vanidad azuzada por un éxito tremebundo capaz de enloquecer a cualquiera y no solo al hijo de un telegrafista. De muy poco le sirvió para fines literarios. El otoño del patriarca – uno de sus libros fallidos – lo escribió ya famoso, pero antes de incurrir en el famoseo desatado. La fama lo exculpaba de cualquier contradicción. Incluso de las que únicamente conocía él. Cuando Norberto Fuentes lo visitaba en la villa de invitados cercana a La Habana el maestro levantaba un dedo y le invitaba a salir al jardín que rodeaba la piscina. “Aquí no nos estarán grabando”, le decía. Fuentes asentía. Por entonces ambos estaban de acuerdo. La Revolución tenía todo el derecho a defenderse. Todo el derecho a saberlo todo. Incluyendo – y no en último término quizás – lo que hablaban dos egregios defensores del régimen.

2. Pero lo cierto es que, a medida que pasaban los años y se acumulaban los dorados laureles, cada vez fue más difícil escucharle análisis o disquisiciones políticas. El joven que donó la dotación del Premio Rómulo Gallegos al Movimiento al Socialismo, liderado en Venezuela por Teodoro Petkoff  a principios de los años setenta, no era el anciano que detestaba (y eludía) escribir artículos políticos. No era lo suyo y lo sabía, como sabía que bastaban vaguedades izquierdistas para no perder simpatías y, al mismo tiempo, no causarse excesivos problemas cotidianos con un activismo político que le hubiera destruido la paciencia y  dinamitado su estilo de vida ya amenazado por una fama planetaria. Esa cómica negativa a ponerse frac en la ceremonia de entrega del Premio Nobel en Estocolmo, “porque es el traje de una clase que no es la mía y a la que combato”. Y lo consiguió: apareció para el instante de la suprema gloria en un likiliki de mil dólares y hecho a medida. Nunca se llevó bien con la política ni con la historia. Lo suyo era el poder y el cuento. El cuento del poder y, sobre todo, el poder del cuento. Ni uno de sus maestros (Hemingway, Faulkner, Kafka, Rulfo) era un escritor engagé. Las novedades políticas latinoamericanas de los últimos quince años – los procesos políticos abiertos en Venezuela, en Ecuador o en Uruguay – no merecieron su atención. A Hugo Chávez le dedicó apenas un retrato de una ambigüa simpatía. Ocurría además que estaba escarmentado. Después de la fabulosa década de los setenta – la de su prodigioso éxito literario y comercial – vinieron las críticas justas e injustas a una obra y a una estética – la suya – que entre los nuevos escritores latinoamericanos en general y lo colombianos muy en particular se desplegaron como un furioso frente de ametralladoras.

3. ¿Realismo mágico? ¿Qué doble estafa es esa? La postura puede sintetizarse en unas líneas de Masoliver Ródenas: “Qué Macondos ni qué almendros ni qué lluvias adjetivadas, los paisajes mágicos de una América hambrienta…El delirio…La alucinación de la miseria en vez de revólveres y bigotes de personajes de enormes penes tatuados, mariposas, levitantes sacerdotes, vírgenes y alfombras voladoras y un sinfín de prodigios del nuevo folklore…”.  A mediados de los noventa se publicó una antología a la vez crítica y vindicativa bajo un título sarcástico:  McOndo. Una colección de relatos de jóvenes latinoamericanos que se reían del realismo mágico, del macondismo y del propio García Márquez, al que llamaban irreverentemente “el arcángel San Gabriel”. “Existe un sector de la academia y de la intelligentsia ambulante que quiere vender al mundo no solo un paraíso ecológico (¿el smog de Santiago?) sino una tierra de paz (¿Bogotá, Lima?). Los más ortodoxos creen que lo latinoamericano es lo indígena, lo folklórico, lo izquierdista. Nuestros creadores culturales serían gente que usa poncho y ojotas. Mercedes Sosa sería latinoamericana, pero Pimpinela no. ¿Y lo bastardo, lo híbrido? Para nosotros el Chapulín Colorado, Ricky Martín, Selena, Julio Iglesias y los culebrones son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato. Temerle a la cultura bastarda es tanto como negar nuestro propio mestizaje (….) Vender un continente rural cuando, la verdad de las cosas, es urbano, más allá de que sus superpobladas ciudades son un caos y no funcionen, nos parece aberrante, cómodo e inmoral”. Entre los narradores sacrílegos de McOndo – el libro fue presentado en un Mc Donald – estaban Jorge Franco, Jordi Soler, Gustavo Escanlar, Rodrigo Fresán y Jaime Bayly, quien advirtió: “Oigan, que en nuestras novelas y cuentos la gente también vuela, pero solo cuando cogen un avión o están muy colocados”.

4. García Márquez, por supuesto, no había inventado el realismo mágico. La expresión figura en un ensayo de Arturo Uslar Pietri (El cuento venezolano) publicado en 1947 y es siamesa de la locución lo real maravilloso que Alejo Carpentier acuñó casi simultáneamente. Y hablando en rigor en ningún caso los textos de Uslar Prieti y Alejo Carpentier pretendían divulgar un programa estético. Es más que dudoso que García Márquez los conociera a sus 25 años. El realismo mágico no es una estética bien definible ni un conjunto de técnicas narrativas específicas; se asemeja más a una lateral declaración de soberanía literaria, a la reivindicación por la literatura latinoamericana de sus propios mitos narrativos en un continente enorme y diverso cuya geografía competía con la historia (y viceversa) en la desmesura, el cataclismo, la complejidad cultural, las voces de generaciones y conflictos superpuestos desde la conquista y colonización española y que no debían ni podían contarse y cantarse como si uno viviera en Getafe. Para interpretar literariamente una nueva realidad era preciso adoptar una nueva óptica que supiera contar lo insólito de un abigarrado continente y ese punto de vista abierto y desprejuiciado conducía, supuestamente, a un realismo mágico que asumiera los prodigios de la naturaleza y de la historia como algo íntimamente cotidiano, sin lo cual Latinoamérica resultaría ininteligible. Desde sus propias convicciones, intuiciones y estrategias ese fue el camino que (matizadamente) tomó García Márquez hasta los años ochenta. En Crónica de una muerte anunciada los elementos real maravillosos son ya prácticamente residuales y no podrán encontrarse en El amor en los tiempos del cólera o en El general en su laberinto, aunque sí, pálidamente, reducidos casi a plácidas metáforas, en algunos de sus cuentos. Sin embargo la identificación de García Márquez con el ciclo de Macondo ha devenido fatal y no contribuye a entenderlo, tanto como es injusta la exaltación de sus novelas frente a la escasa atención que, comparativamente, han padecido sus cuentos.

6. La contradicción entre sus proclamadas convicciones políticas y lo más popular de su narrativa era más irritante – porque contenía un inextirpable núcleo de realidad – que las estupideces habituales de la derecha hispanoamericana sobre un escritor a la vez comunista y millonario. Intentó zafarse. Lo suyo era una “lectura poética” de una realidad infernal pero en la que estaba debidamente codificada una dura denuncia social y política. Estas argucias las elevó todavía más hasta transformarlas en principios literarios generales. “No existe gran literatura”, escribió, seguramente, vigilándose las espaldas, “que no ponga en cuestión las convenciones políticas y sociales”. Pero sus cuentos y novelas desdicen un aserto tan pontifical. En lo mejor, como en lo peor, de la narrativa de Gabriel García Márquez no existe ningún cuestionamiento de las convenciones políticas y sociales. No es ilícito hasta sostener lo contrario. Bastaría con recordar el papel que juegan las mujeres en su narrativa, objetos pasivos de un romanticismo que sublima una sexualidad puramente masculina, que si en El amor en los tiempos del cólera se proyectaba como un dramón de época en  Memoria  de mis putas tristes se convertía en un blenorrágico sentimentalismo sobre la prostitución. Para ser sinceros García Márquez no fue el único en encontrar en la novelística de García Márquez a un crítico social. Durante décadas se han escrito ensayos y tesis doctorales en los que grotescamente se decodificaba el subtexto de una historia de Colombia – luchas entre clases sociales, colonialismo, oligarquía —    en Cien años de soledad y en todo el ciclo de Macondo. Lo hizo incluso Mario Vargas Llosa en su temprana  tesis Historia de un deicidio, pese a establecer simultánea (y contradictoriamente) la concepción circular del tiempo que preside toda la novela, en la que la historia de los Buendía – y por extensión la de todo el país – está escrita por anticipado, letra a letra, en los pergaminos del gitano Melquíades y resulta inamovible desde el primer momento. El afán mitologizador se lleva mal con el espíritu de crítica social. El mito es antihistórico. Pero la evidencia definitiva de la fragilidad – por no hablar de inevitable falsía– de cualquier interpretación política o sociologista del ciclo de Macondo está, precisamente, en la memoria de sus innumerables lectores.

7. Nadie recuerda Cien años de soledad – ni ese prodigio titulado El coronel no tiene quien le escriba– como novelas de trasfondo político o enraizadas en la crítica social. Lo que se recuerda, lo que seguirá hechizando en el porvenir a lectores de todo el mundo, el poder de fascinación de las novelas y cuentos de García Márquez  estriba en su irresistible seducción narrativa y en una excepcional síntesis verbal de oralidad y retórica. Retuvo los cuentos y proverbios de sus abuelos como un lector y leyó a los clásicos antiguos y modernos como si le hubieran hablado en un jardín de almendros en flor. En el verbo está todo su genio: la intachable virtud de una prosa de rara precisión, ritmo perfecto, fluidez inadvertida. Conocía todos los trucos – y a veces, ya en la senectud, abusó de ellos – pero como en los buenos prestidigitadores la maña era invisible y solo queríamos y queremos verla chisporrotear y encender una luz capaz de crear en un instante una atmósfera: el calor, la desolación, los colores del Caribe, la pérdida insondable, el aciago júbilo de vivir, el cuerpo de una mujer o el olor de la guayaba. Durante muchos años Gabriel García Márquez – lo han contado varios amigos – intentó escribir un bolero. Nunca lo consiguió. Seguramente porque suponía un esfuerzo redundante. Si hay un novelista latinoamericano de su generación que escribió novelas y cuentos como boleros – con sus exageraciones verosímiles, su ritmo de casualidad fatal, sus comienzos inolvidables y sus finales que desfallecen en la nostalgia, el asombro o la impotencia – fue precisamente García Márquez.  Porque en la raíz de un novelista admirable está un novelero genial que supo conmover a millones de personas contándoles, como siempre,  un cuento.  Ese que conocemos todos sin excepción. Vivimos como  soñamos: solos.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Travesías 1 comentario