Mar

Lecciones de playa

1.La playa es una trampa. Un decorado metafórico para simular una ruptura y, más todavía, una decisión. La playa es un lugar donde se supone que has llegado después de una larga travesía o que estás a punto de abandonar hacia otro destino. Pero no te engañes. La playa no se mueve y ese es su principal atractivo. La playa te abre, en realidad, a una promesa de inmovilidad. Son las olas las que se encargan de simular otra cosa, una conversación demente que decidimos que desprende hermosura, o sabiduría, o una paz honrada. La playa es, más bien, un susurro de eternidad gracias al ritmo del mar, la pureza exasperada del azul celestial, el sol benemérito que borra colores y formas a fuerza de perfilarlos. Algo va a pasar enseguida o algo acaba de pasar hace un momento en la playa, junto al mar, pero no ocurre nada, y finalmente la playa no envejece con nosotros. Es muy fácil creer que formas parte de la playa. Pero lo cierto es que te llevaría muchas vidas conseguirlo. Toma un puñado de arena y observa las conchas diminutas y rotas y decoloradas. Llevan milenios aquí, pequeño recién llegado, que acabas de venir pero jamás te quedarás el tiempo suficiente.

2. La playa es un invento casi contemporáneo, una ocurrencia reciente, una novedad inadvertida. Por supuesto que los romanos – los romanos más ricos – disfrutaron de las playas, pero no se ponían unos trapos y se bañaban en las calas, no. Baia, a unos 30 kilómetros de Nápoles, era frecuentada por los potentados –Cicerón tuvo casa ahí – pero se bañaban en sus piscinas y en las termas, no en el mar, que era algo informe, peligroso, ajeno. Al mar solo llegaban los pescadores para ganarse la vida, no para divertirse en verano o en invierno. El porcentaje mayor de gente que no sabía nadar se encontraba en las islas; un servidor aprendió en una de esas campañas testarudas que se hacían desde el ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. La playa es también la conquista de las clases medias de un bien comunal. En los años veinte del pasado siglo Josep Pla se sorprendía de la gente que empezaba a bañarse en pequeñas e incómodas calas de la Costa Brava. “Por el precio que les ha costado venir aquí”, apunta el escritor, “podrían comprarse una buena bañera en su casa si se trata de sumergirse en el agua de cuerpo entero”. Todavía se nota difuminadamente el esnobismo de pasar el día en la playa, caracterizado por los movimientos estratégicos, tácticos y logísticos que requiere: las esterillas, las toallas, las pequeñas sillas, las sombrillas que el viento convierte en arpones asesinos, las casetas de plástico, el ritual yanomamo de embadurnarse de crema de protección solar, la pequeña nevera para las cervezas, la tortilla en el tapergüer, la lucha por el espacio vital, capaz de transformar al playero en un nazi que al descubrir una toalla en su rincón favorito le dan ganas de invadir Polonia (tiene playas estupendas). Todos y cada uno de estos elementos son ingenuas acciones de apropiación simbólica de la playa que hasta anteayer era considerado un territorio libre e inhóspito, aunque plausiblemente hermoso, con Sorolla pintando a hijos de pescadores y menestrales en la arena y entre las rocas y, por supuesto, en pelota picada.

3. La playa es una nostalgia. Se vuelve a la playa porque se estuvo en la playa. Se quiere la playa porque nos desgasta, como el mar desgasta a una piedra oscura, pero ella jamás cambia. La playa no es amiga ni compañera, no admite confidencias, carece de auténtica ternura y se solaza en su eterno retorno de agua, viento y sal: es, por lo tanto, irresistible. Un contraste prodigioso para resaltar la fugacidad de nuestras cuestionables grandezas y nuestras miserias cotidianas. Solo quien ha conversado durante horas, año tras años, a unos pasos del mar, fúlgida la luna y tibia la piel, sabe lo lejos y lo cerca que están la vida y la muerte, el pasado y el futuro, el amor y el olvido.

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

El mar

No creo en los dioses; no creo en las iglesias antiguas, como la católica apostólica romana, ni en las modernas, sea llamen PSOE, PP, Coalición Canaria o Podemos; no creo en la bonoloto ni en las dietas.  Creo en el mar y esta madruga, antes del amanecer, desperté al pobre perro y juntos descendimos por esta ciudad – que es descender como Dante Alighieri, «mi ritrovai per una selva oscura/ ché la diritta via era smarrita » hacia el mar, el mar que ya apenas puede ponerse en pie en el horizonte, el mar que hemos condenado a lo invisible, el mismo mar que solo utilizamos para deshacernos de lo que nos molesta, un mar silente, inválido, despojado. La ciudad parecía instalada, como siempre de madrugada, en un instante de la modesta eternidad que la caracteriza, es decir, en un momento vacío entre una invasión inglesa y la lumbalgia de un comparsero. La gente que transitaba parecía medio dormía, los coches avanzaban como un bebé que gatea sin saber dónde va, algunas ráfagas de viento movían perezosamente las ramas de los árboles, no aparecía un solo  taxi por las calles.  Exactamente como si fuera de día.

Para un santacrucero es difícil acercarse al mar. En la ciudad se le trata como una impertinencia, pero también, cabe suponer, como una bestia peligrosa frente a la que se debe mantener una prudente distancia. Así que me dirigí hacia el antiguo Balneario. Esta ciudad, antes que Las Teresitas, dispuso de un balneario, levantado en los estertores del franquismo. Un día se cerró y ahí sigue, arruinándose infinitamente, absolutamente inservible gracias a la desidia ministerial, ya nadie recuerda siquiera de qué ministerio. A esta hora, justo antes del amanecer,  la zona parece el escenario de una película de zombis de la que los propios zombis hubieran desertado por puro aburrimiento. Los zombis no morderían jamás a los chicharreros para no contagiarse de su pachorra secular, su ombliguismo grotesco ni su patriotismo de campanario sin campanas. Por fin puede bajar a la pequeña playa justo cuando se encendían en el horizonte las primeras luces del alba. El perro gruñía, protestando, saltando de piedra en piedra. Sin duda temía que su amo se rompiera la crisma y él terminara desahuciado en la perrera. No me observaba con temor, sino con rabia oscura. Pero qué idiota.

Nos sentamos en una fría laja mientras amanecía. El perro bostezó. Entonces intenté escuchar. Me costó prestar atención, porque recordaba mi pasado en la pequeña playa. Durante unos pocos años un grupo de amigos, cada fin de semana, jugaban un partido de fútbol a última hora de la tarde. Yo estaba entre ellos aunque siempre generaba problemas. En realidad solo dos problemas: no sabía chutar y no sabía defender la portería. Aun así jugábamos y a veces ganábamos, y cuando acababa el partido todos se metían en el agua. Recordé todo eso y el intenso sabor de felicidad – la única felicidad que perdura: la que deja un impacto físico – que nos deparaban esas tardes entonces interminables. Todo es cierto. No sabíamos que nos esperaba la mentira, la traición, el miedo, las decepciones, las enfermedades, la muerte. Nada es cierto. No existen más paraísos que los perdidos. De la pérdida se desprende la felicidad como la fruta se desprende del árbol y cae al suelo, como debe ser, como ha sido siempre.

Por fin pude escuchar al mar. Como siempre no fue prolijo, no fue lacónico. Como siempre no llevaba nada preparado que decirme pero no necesitaba improvisar. Hablaba con el ritmo de las olas, arrastrando suavemente las diminutas piedras de las  orillas, acercando con una insuperable delicadeza las primeras espumas del día inmortal. No sigas donde no te quieran. No agotes la luz de tus días ni el sueño de tus noches. No insistan cuando ya has dicho lo que tenías que decir. Y vuelve cuando hayas cerrado la última maleta y entregado la última palabra.

Lo haré, le dije, y muy lentamente, recordando sus ojos,  volvimos a casa.    

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

La ciudad amanece

El amanecer tiene sus exiliados. Gente que camina por las calles a la dudosa luz del alba pero que parecen estar en otro lugar. Fantasmas que no asustan, sino entristecen. Esa es su condena humilde y casera para toda la eternidad: dar mucha pena, como los escritores canarios de novela negra que no son calvos. Me levanto poco antes de la llegada de la luz y decido caminar por este pueblo disfrazado de ciudad, por esta ciudad disfrazada de coincidencias. Es su peor hora del día, y lo es durante todo el año, no solo en carnavales. Aquí el amanecer tiene una extraña, pegajosa suciedad, y nunca invoca una novedad, sino en el mejor de los casos un recuerdo, el mismo recuerdo siempre, un recuerdo lavado demasiadas veces y con minúsculos pero indisimulables agujeros, como unos calzoncillos viejos.  A veces pienso que es ya cuestión de edad. Cuando uno llega a cierta edad, en efecto, la ciudad en la que vives es un mapa de recuerdos, un mosaico de experiencias insípidas, un malpaís traicionero donde te rompes el tobillo siempre en el mismo sitio, un dulce y putrefacto manglar. Nadie te va a sorprender en una esquina, ninguna esquina se verá sorprendida por tus pasos amuermados y tu frente marchita.

Es muy difícil encontrar un lugar que no haya corrompido tu memoria. Al fin y al cabo, como todas las pequeñas ciudades que se quedaron sin destino y que caminan por la historia como sus habitantes caminan por sus calles, por resignación o por casualidad, la tuya es eso, un catafalco de recuerdos. Es una ciudad extraña, que siempre ha sentido nostalgia de sí misma, que se hubiera escrito a sí misma si se supiera escribir. Pero tampoco es el caso. No escribe ni tiene quien la escriba, y curiosamente los que lo han intentado – consiguiendo algunas páginas válidas – han terminado en el olvido. Este amanecer descubrió a uno. Se había dejado a barba y se apoyaba en un bastón. Iba llorando.

Enfilé el paseo entre los árboles y las grandes tinajas para llegar al mar. El mar es –lo saben todos los isleños – la salvación final. O te mata o te devuelve la vida. La ciudad, todas las ciudades en realidad, se han vuelto pudorosas. Ya no huelen a nada, al contrario que en el pasado. A mediados del siglo anterior podías adivinar en qué lugar te hallabas aunque tuvieras los ojos cerrados, simplemente, aspirando los olores: a mar, a flores, a gasolina y alquitrán, a fritanga o tabaco, a perfume barato o a madera cara. Ahora no llega nada a la pituitaria, salvo si te atraviesas con una alcantarilla rota o la vomitona de un borracho. Los borrachos, por cierto. Los borrachos de la ciudad le guardan respeto. Pese al buen tiempo consuetudinario y aclamado los borrachos, en la pequeña ciudad, son bastante agorafóbicos. Se empedusan silenciosamente en los bares y se sientan como madres embarazadas en los bancos, entrecierran los ojos y gruñen plácidamente al sol. En la ciudad pequeña no hay sitio para las extravagancias: se consideran una falta de higiene. Pero la indiferencia de nuestros convecinos permitía una familia de ocho miembros que vivía en la calle y recibía visitas en una esquina, sirviéndoles café desde su propio termo; o una exprostituta que se bañaba en la plaza pública y ondeaba sus propias bragas como un trofeo, o un legionario que vomitaba insultos que desgarraban la madrugada, o una loca desdichada que ululaba desde su diminuto balcón, pidiéndole a él que regresara, que lo amaba, que no podía vivir sin sus labios, gritando lentamente su nombre, como si su solo nombre fuera un tango entero, gritando durante años ante la impavidez sordomuda de todos los vecinos, o la gordita de nariz de fresa que entraba en todos los edificios para probar los ascensores, porque era lo único que le gustaba en la vida era subir en ascensores suaves y veloces, pero tenía un problema: nunca reunía el valor para subir sola. “¿Puede usted subir conmigo?”, preguntó durante lustros hasta que a diabetes acabó con ella.

Por fin llegue a mar. Fue un saludo rápido. Ya llegará el momento.

Publicado el por Alfonso González Jerez en General ¿Qué opinas?