Raúl Castro

Una victoria impresionante

¿Cómo será Cuba dentro de diez o quince años? Me lo dice un cubano exiliado: “Será un Vietnam en el Caribe, ni más ni menos, pero mucho más rico, el principal emporio turístico de América Latina”. “Adiós comunismo, entonces”. “Del sistema comunista quedará la estructura de poder: será un poder colegial, un gobierno de generales a los que ahora está situando y preparando Raúl Castro para la sucesión”. Para mi amigo el diagnóstico está claro, y lo avala la visita de Barak Obama a La Habana. “Fidel y Raúl han ganado: se va a morir en la cama después de mandar toda la vida, de concentrar todo el poder durante décadas”. ¿Y Cuba? Cuba, hermano, aguantará. Como ha aguantado todo”.
Creo que mi amigo tiene razón. Cuando afirma que Cuba ha aguantado todo no quiere decir, implícitamente, que los cubanos sufran lo indecible o que una oposición política no pueda expandir un proceso de reformas liberalizadoras por la bota militar que la oprime. Qué le vamos a hacer: la oposición al régimen castrista es poca cosa, cuantitativa e incluso – con algunas, muy pocas, excepciones –cualitativamente. Es poca cosa porque el cubano, por lo general, no está contento con el gobierno, pero no le pondría alegre que el gobierno desapareciera. En ese caso habría que tomar decisiones y medio siglo  de castrismo los ha convertido en un colectivo alérgico a la toma de decisiones. Después de los años de plomo en los sesenta,  de la vergonzosa miseria de los marielitos en los setenta,  de los ajustes de cuentas con los mandos militares desafectos o podridos por la corrupción y el narcotráfico en los ochenta, de la hambruna del denominado periodo especial en los noventa, los cubanos se resignan a vivir en una jodida pero soportable pobreza sin grandes desesperaciones. Es cierto que la propaganda del régimen indignaría a cualquiera de que no fuera un cubano, es decir, un individuo prodigiosamente adaptativo. Con la sanidad, por ejemplo, pasa lo mismo que con la educación: es aceptable (y universal) a nivel ambulatorio y asistencial, como lo es la enseñanza básica. Después falta de todo y en todas partes, sin excluir sábanas, bacinillas, ordenadores o agujas hipodérmicas.
Algún día, más temprano que tarde, alguien escribirá el análisis que merece la implacable lucidez política de Fidel Castro. Un cabrón formidable, Fidel. Sobrevivió a todo, excepto, claro está, a sus propios médicos, y a un hermano, el eterno segundón, que le impidió in extremis la vuelta al poder. Ambos han carecido de piedad y compasión para conseguir el objetivo estratégico central, la conservación de un poder ilimitado, que han sabido identificar nada menos, con la ayuda de películas, canciones, discursos, sentimentalismo y épica greñuda, con el propio destino de Cuba. Resumidamente, Revolución era el nombre que recibía esa aspiración descomunal que es la pasión irrestricta por el mando. Y teníamos tantas ganas de verla como intensa era la ambición de eternidad de los hermanos.  La misma razón de fondo explica la aproximación de los Estados Unidos y la voluntad de apertura controlada del castrismo:  la necesidad del capital. Sí, es cierto lo que dice mi amigo: los Castro le ganaron la partida a los Estados Unidos, porque morirán de viejos en sus camas, pero también se la ganaron a esa triste puta, la Revolución, que murió de vieja mucho antes, cuando el futuro – que pronto será un McDonald en el Malecón – parecía estar al alcance de la mano, a la distancia justa de un poema, una canción o una guerrilla.

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Sentido común (y capital)

El magnífico anuncio de la apertura de una negociación pública entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba para el restablecimiento de relaciones diplomáticas, con la suspensión del bloqueo comercial que ha padecido la isla durante medio siglo en un plazo razonable, produjo una primera reacción sorprendente: Cuba había ganado y las izquierdas comunistas tiraban voladores. ¿Qué es lo que lleva a muchas izquierdas — e incluso a algún que otro socialdemócrata hiperestésico – a seguir defendiendo el régimen político cubano? Esta apología entusiasta tiene, en realidad, un único argumento poderoso: sin la Cuba moldeada por el castrismo (y entiéndase la actual Venezuela como un énfasis añadido) desaparece la única referencia alternativa al capitalismo. Es simplemente un asunto de legitimidad – y credibilidad – de una ideología, el comunismo leninista, pertinazmente refutada por la realidad de sus ruinosos resultados políticos y económicos.  En Cuba también.

Porque Cuba, al filo del 2015, nada tiene que ver con el país que era hace apenas una década, no digamos un cuarto de siglo. Si Cuba estuviera gobernada por comunistas europeos (o argentinos) el régimen se hubiera hundido en los años noventa. Para su supervivencia, por supuesto, el petróleo venezolano ha sido singularmente valioso, pero no estratégicamente decisivo. El castrismo, todavía con Fidel en el poder, comenzó a liberalizar moderada y a veces titubeantemente la economía, a estimular la inversión extranjera, a abrir con timidez el consumo, a desestatalizar, siquiera muy parcialmente, la actividad agraria, a intentar racionalizar una administración ineficaz y parasitaria. Todas esas medidas y otras se han intensificado (administrativa y legalmente) bajo la dirección de Raúl Castro. El modelo – con todas las adaptaciones caribeñas que se quiera – es China: mayor libertad económica como única forma de salir de una miseria más o menos digna o trapacera bajo el férreo e indiscutible control del partido único y las Fuerzas Armadas. Remedando a Fidel, dentro de la liberalización económica y de una apertura prudente al capital y a la propiedad privada, todo, fuera del orden político, ideológico y militar, nada. Es la economía (la única economía realmente existente: el capitalismo, las inversiones del capital privado, el libre comercio) el motivo último y central que ha puesto de acuerdo a Obama y a Castro. El primero presionado por gobiernos y grandes empresas europeas y, en especial, latinoamericanas. El segundo a sabiendas que no le queda otra opción que arriesgarse a una hipotética inestabilidad política futura para conservar la estabilidad política presente en el delicado tránsito hacia un gobierno – y una gobernanza – que no dispondrá ya de las figuras míticas de Sierra Maestra.  Aquí no ha ganado ni el socialismo, ni la dignidad, ni la honestidad, ni ninguno de esos pujos calderonianos a los que son tan extrañamente aficionados los comunistas. Ha ganado el sentido común sobre un montón de billetes crepitantes.

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