reforma administrativa

Hoja de ruta

El presidente del Gobierno canario, Paulino Rivero, ha tenido la gentileza de informar, al cabo de un lustro y pico de catastrófica recesión económica, de que su gabinete tiene una “hoja de ruta” para salir de la crisis. Yo sospecho que la hoja se la fumaron el presidente y los consejeros hace tiempo, pero no quiero ser grosero ni destructivo, y solo deseo dejar constancia de la estupefacción que este descubrimiento ha producido en las organizaciones empresariales y en las fuerzas sindicales que no tenían la menor idea al respecto. Como ocurre con todos los políticos durante el último lustro, Rivero se refugia ya no en grandes palabras – todas las grandes palabras han encogido hasta alcanzar las dimensiones de un medio de choped, cena predilecta por gran parte de la población española y canaria en la actualidad – sino en una suerte de simetría verbal que ordena y redime mágicamente el mundo; no en vano Borges cantó al lenguaje “porque simula la sabiduría”.  Canarias, como comunidad autonómica, no tiene, por supuesto, ninguna puñetera hoja de ruta para salir de ninguna parte, porque esta metáfora sobada e inepta ni siquiera dibuja las dimensiones estructurales de nuestros problemas, que no son, obviamente, solo exógenos y adjetivos. Lo cierto es que lo que pudiera hacer competencialmente el Gobierno regional no lo está haciendo, mientras se toma mucho trabajo en insistir en aquello en que no puede hacer nada.
Lo que pudiera (y debiera) hacer la Comunidad autonómica se desarrolla en cuatro frentes: reforma administrativa y normativa, despliegue de condiciones para atraer inversión española y extranjera, renovación inteligente y hábilmente negociada del REF y planificación de programas y acciones para luchar contra la pobreza, la miseria y la exclusión social, maximizando, a través de la coordinación entre las administraciones públicas, los recursos disponibles. La reforma administrativa se extravío a lomos de una formidable comisión que ha desparecido sin ninguna explicación; la búsqueda de inversiones es un ejercicio ajeno a una cultura gubernamental basada en el clientelismo fosilizado y las intrigas palaciegas, mientras se espera que los banqueros, después de un café en el Hotel Palace, firmen créditos a través de convenios que ni siquiera han deletreado; el REF remitido a Madrid es un texto sancochado en tres tardes parlamentarias que corroe la misma naturaleza de un fuero histórico; y la planificación de programas contra la pobreza y la exclusión social depende todavía de una estrategia pomposa que los sesudos napoleones de la consejera Inés Rojas no terminan de pergeñar. Pero tranquilos, Hay una hoja por ahí. No servirá para llegar a un futuro vivible, pero sí para esconder, durante unos segundos, un presente intolerable.

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Ahorrillos

Lo más pasmoso de la solemne intervención de ayer de Mariano Rajoy fue su afirmación tajante – “quiero destruir un mito” — sobre el gasto público en España. “Con datos de 2012”, dijo el presidente, “España se sitúa entre los países con menor gasto público de la UE, un 43% frente al 47% de media de la zona euro, y dos tercios de ese gasto corresponden a los servicios públicos básicos (sanidad, educación, justicia y seguridad) y a gasto social en general” (una observación no menor: buena parte de ese gasto se consigue cubrir ahora mismo con deuda pública). Rajoy presentaba ayer su supuesto plan de reforma de la administración pública, pero en realidad se limitó a citar alguna de las doscientas medidas de ahorro y contención del gasto y evitó ruidosamente precisar ninguna cifra. Todos los analistas y observadores se han apresurado a señalar que muchas de las medidas de ahorro propuestas por Rajoy y que afectan a las comunidades autonómicas no podrán ser impuestas, desde un punto de vista legal, por su propio Gobierno.
Rajoy no ha presentado propiamente una reforma político-administrativa: un cambio sustancial (así sea gradualista o pactado) en las estructuras organizativas y administrativas del Estado. El suyo es un plan de ahorro que enfatiza la eliminación de duplicidades, pero eso no fue a lo que se comprometió con Bruselas, a la que ha asegurado que se ahorrarían 8.000 millones de euros este mismo año. A Rajoy y sus cuates ni se les pasa por la cabeza eliminar las diputaciones provinciales, por ejemplo. De la misma manera, y según se desprende ayer de sus palabras y de la misma escenografía de su comparecencia monclovita, Rajoy parece apostar por la seducción de los presidentes autonómicos vía telefónica o en  reuniones en la sede central del PP, en vez de convocar la Conferencia de Presidentes Autonómicos, que es lo que correspondería para alcanzar un consenso básico y dotado de luz y taquígrafos.
Es improbable que Mariano Rajoy se haya trasmutado en un discípulo aventajado del profesor Vicens Navarro, por mucho que parezca contradecir la salmodia de su partido sobre el derroche y la ineficacia que el PP suele atribuir a todo lo público. Simplemente Rajoy se agarra a cualquier cosa –hasta a la realidad – para no arriesgarse a operaciones de ingeniería institucional más arriesgadas electoralmente. Por mucho que pueda y deba hablarse de la eficacia en ese limitado gasto público o del escaso impacto redistributivo que tiene el modesto Estado de Bienestar español.

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